viernes, 3 de enero de 2014

Sergio Silva Castañeda - El crac del 94

Una crónica

En agosto de 1995, cuando entré a la licenciatura en economía del CIDE, circulaban en los pasillos varias historias sobre los días en que había estallado aquella atroz crisis económica que todos seguíamos padeciendo. Una de las historias que ha sobrevivido involucra a quienes estudiaban el curso de introducción a la economía en el otoño de 1994. En ese entonces, esa clase utilizaba un libro de texto que empezaba así: “El objetivo de la segunda edición de Economía es presentar el núcleo esencial de la teoría económica de una manera que permita a los estudiantes comprender el mundo en que vivimos”.1 Para un grupo de jóvenes intelectualmente ambiciosos y recién salidos del bachillerato no había nada mejor que un libro que prometiera ayudarles a “comprender el mundo en que vivimos”. El 16 de diciembre de 1994 algunos de quienes tomaban ese curso decidieron dirigirse al centro de la ciudad para celebrar el último examen del año en un bar. Tenía que ser temprano pues algunos no tenían permiso de llegar tarde a casa. El lugar seleccionado para la celebración fue el Bar Mata en la esquina de Tacuba y Filomeno Mata.




Ya en el bar la discusión eventualmente gravitó de regreso hacia el curso de economía y el examen de opción múltiple y esperanza negativa que acababan de presentar. La discusión sobre demandas agregadas y restricción presupuestaria atrajo la atención de otros clientes del bar. Un hombre treintañero perfectamente trajeado y con indudable exceso de alcohol en las venas se acercó al grupo de estudiantes con curiosidad. Cuando supo que se trataba de jóvenes estudiantes de economía llamó a su compañero, otro hombre trajeado y borracho que estaba en su mesa, juntos los veían con ternura y empezaron a hablarles con un dejo de condescendencia. El argumento central de su plática se resume en dos frases repetidas varias veces, como sólo los borrachos saben repetir algo: “todo vale madres; “antes se cuidaba a este país”. En el momento de mayor emotividad etílica, uno de los trajeados señalaba insistentemente en dirección del viejo edificio de pesos y medidas: “Ese lo construyeron en el porfiriato, cuando a este país se le defendía”. La última frase que los estudiantes del CIDE escucharon requeriría algunas semanas para cobrar sentido: “Debimos declarar default”.
Ese viernes las reservas internacionales del Banco de México, ubicado a una cuadra del Bar Mata, habían perdido 855 millones de dólares. Las autoridades financieras del nuevo gobierno habían ya decidido ampliar en un 15% el límite superior de la banda de flotación del peso, es decir, permitir que el peso perdiera valor de forma más rápida para tratar de cerrar la salida de divisas. Durante sábado y domingo no habría mucho que hacer en el Banco de México, sino esperar que el deslizamiento del peso ese viernes fuera suficiente para convencer a los mercados que la política cambiaría del gobierno era sostenible. El lunes 19 de diciembre la pérdida de reservas fue de 701 millones de dólares. Para el martes 20, la cotización del dólar había pasado de 3.46 pesos por dólar a 3.94, lo que significaba que ya había alcanzado el límite superior de la nueva banda de flotación. Pero para mantener al peso dentro de ese límite el Banco de México sólo tuvo que reducir sus reservas en 90 millones de dólares. A 20 años de distancia, el entonces secretario de Hacienda, Jaime Serra, recuerda que a pesar de estar consciente de que el problema tomaría tiempo para arreglarse, la calma de ese martes alimentó un vago optimismo. Ese optimismo se derrumbó el miércoles 21 de diciembre cuando los mercados atacaron de nuevo: la pérdida de reservas fue de cuatro mil 543 millones de dólares en un solo día. No hubo banda de flotación que aguantara una pérdida de casi el 44% de las reservas. La conclusión era obvia, el mercado ya había decidido que la política cambiaria del gobierno era insostenible y no hubo más remedio que dejar a un lado el tipo de cambio programable y dejar flotar al peso. Para el 31 de diciembre el peso llegó a 4.99 pesos por dólar. Para mediados de marzo de 1995 el tipo de cambio superó los siete pesos por dólar. Este drástico ajuste tuvo varias consecuencias económicas: el PIB se contrajo en un 6.2% en 1995, la tasa de interés de corto plazo pasó de 13.7% en noviembre a 74.8% en abril, poniendo en aprietos a todos aquellos que tuvieran un crédito y a los bancos mismos. La inflación de 1995 llegó a 52%, muy por encima del 8% de 1994. Para la mayoría de la población el resultado fue económicamente devastador y las explicaciones siempre insuficientes. ¿Qué pasó?
Entre 1987 y 1992 la situación económica en México parecía haber cambiado dramáticamente. La inflación había sido controlada, el crecimiento se recuperó, las inversiones fluían al país. Como colofón a unos años de recuperación económica después de la terrible década de los ochenta, el gobierno mexicano celebraba la firma y aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. En su quinto informe de gobierno el presidente Salinas se mostraba optimista: “El país ya ha recuperado su estabilidad, crece moderadamente y avanza en el cambio estructural de sus actividades productivas”. En su informe anual sobre 1993, el Banco de México coincidía con el presidente, 1994 tendría que ser un año de “mayor crecimiento”. Al igual que el presidente, el Banco de México señalaba algunas preocupaciones como el aumento del desempleo y una disminución en la inversión, pero consideraba que estos problemas habían sido ocasionados por factores coyunturales ya superados como la incertidumbre que creó el proceso de aprobación del TLCAN en el Congreso de Estados Unidos. Otros signos de preocupación que se reconocían públicamente eran la desaceleración económica entre 1991 y 1993 y el crecimiento del déficit en cuenta corriente que, si bien había retrocedido ligeramente en 1993, había alcanzado ya el 6.5% del PIB. El discurso oficial era, pues, optimista aunque ciertamente con matices. La impresión general a finales de 1993 era que si bien persistían algunos problemas y estaban apareciendo algunos nuevos, el optimismo tenía cabida pues la profunda crisis de los ochenta iba quedando atrás.
Este éxito y la certeza de que se podían superar los problemas persistentes tenían su base, en cierta medida, en el mecanismo que se utilizó para la toma de decisiones económicas. Durante los primeros cinco años del gobierno de Carlos Salinas de Gortari las decisiones de política económica se tomaron de forma colegiada en las reuniones semanales del gabinete económico. Este mecanismo había sido un invento de los años setenta, pero había evolucionado durante los difíciles años ochenta. En los setenta y hasta 1982, era una reunión multitudinaria donde secretarios y subsecretarios discutían en un ambiente de poco consenso económico. Basta imaginar sentados en la misma mesa a Miguel de la Madrid, Rosa Luz Alegría, Andrés de Oteyza, Carlos Tello y varios subsecretarios con afanes protagónicos. Más adelante, bajo el gobierno de Miguel de la Madrid, se redujo el número de participantes en esta reunión y, también, disminuyó el nivel de disenso. De hecho, las mayores diferencias en ese gabinete económico eran políticas pues tanto Jesús Silva Herzog como Carlos Salinas de Gortari eran miembros del mismo. Finalmente, al llegar Salinas al poder, sólo seis personas serían convocadas durante todo el sexenio a las reuniones semanales del gabinete económico: Pedro Aspe, Arsenio Farell, Jaime Serra, Miguel Mancera, Ernesto Zedillo y el encargado de convocar a las reuniones, José Córdoba. Para entonces las interminables discusiones sobre el rol del Estado en la economía o sobre la profundidad y el ritmo con que debía manejarse la apertura económica habían sido superadas. En 1992 Ernesto Zedillo dejaría de asistir a las reuniones del gabinete económico al ser nombrado secretario de Educación Pública. Así, entre 1988 y 1994, el gabinete económico se convirtió en un grupo compacto e ideológicamente homogéneo. La integración comercial, la estrategia antiinflacionaria, la política de privatizaciones, en general todas las decisiones relevantes en materia económica de aquel sexenio pasaron antes por una discusión informada entre este grupo de funcionarios con sobresalientes credenciales académicas y profesionales.
Sin embargo, aún en este pequeño y homogéneo grupo hubo diferencias. Algunas parecen haber sido asuntos personales. Ernesto Zedillo y Pedro Aspe tenían una rivalidad que parece haberse desarrollado durante la primera mitad del sexenio cuando uno era el encargado de los ingresos del gobierno y el otro del gasto, ambos con nivel de secretario de Estado. Pero las divisiones más importantes, que podían coincidir con las personales, eran sobre la política económica del gobierno. La diferencia más importante era sobre la naturaleza del déficit en cuenta corriente: para algunos, como el secretario de Hacienda, Pedro Aspe, se trataba de un déficit autocorregible, por lo que no se requería ningún tipo de cambio de política económica. Éste podía ser el caso si el déficit estaba siendo causado por decisiones del sector privado: la planta productiva se estaba modernizando y para ello el sector privado requería importar bienes intermedios y de capital. Estas inversiones se estaban financiando con capital extranjero, ya fuera en forma de inversión directa o de portafolio. Si esos capitales eventualmente dejaban de entrar, según el secretario de Hacienda, el déficit se corregiría de inmediato pues los empresarios dejarían de comprar maquinaria. Sin embargo, en otras secretarías, como la de Comercio, los asesores de un subsecretario habían circulado un estudio que señalaba la sobrevaluación del peso como razón fundamental del déficit y mostraban cómo la importación que más rápido crecía era la de bienes de consumo. Si éste era el caso, un ajuste del tipo de cambio por encima del deslizamiento programado de la época era necesario: se debía permitir que el tipo de cambio encontrara con mayor velocidad su equilibrio. Otros como Zedillo y José Córdoba coincidían con esta postura.
Eventualmente, la postura de que ese déficit no requería la atención del gobierno se fue imponiendo. En su informe sobre 1993, publicado a principios de 1994, el Banco de México, dirigido por Miguel Mancera, evidentemente ya había adoptado la primer postura: “Ahora bien, habrá quien se pregunte por qué si el país es competitivo, existe un déficit en la balanza comercial. La respuesta a esta interrogante es simplemente una reiteración de lo que ya se ha comentado: el flujo de capital que se ha venido recibiendo del exterior no puede traducirse sino en acumulación de reservas internacionales o en mayores importaciones”.2 Así pues, mientras no fueran las finanzas públicas las culpables de ese déficit, se argumentaba, ese déficit no tenía por qué ser motivo de preocupación para el gobierno. Esta postura, conocida en el mundo como la doctrina Lawson, es una postura teórica que ya estaba relativamente desacreditada para 1994. Países en situaciones parecidas como Chile y el Reino Unido habían sido víctimas de ataques especulativos sobre su moneda en la década de los ochenta, sin importar si el origen de ese déficit era una mala política fiscal o la acumulación de decisiones privadas. En cualquier caso, los miembros del gabinete económico coincidían en que mientras siguieran entrando capitales extranjeros el problema del déficit podía llegar a ser preocupante pero estaba lejos de ser alarmante. El problema mayor era la volatilidad potencial de esos capitales.
En los círculos gubernamentales se argumentaba que los capitales estaban entrando al país porque los mercados creían otra vez en México y en que la política económica el gobierno era sostenible. No obstante, hay otra razón probablemente más importante para explicar la entrada de esos capitales extranjeros y que era más difícil de encontrar en las declaraciones públicas de funcionarios mexicanos en 1993: las tasas de interés en Estados Unidos se encontraban en su punto más bajo en por lo menos en 30 años. En retrospectiva, José Córdoba considera que éste fue el origen del problema: esas bajas tasas en Estados Unidos empezarían a ajustarse justamente durante los primeros meses de 1994. Por su parte, las tasas de interés nominal en México, que se habían ido reduciendo rápidamente conforme la inflación iba siendo controlada a fines de los ochenta y principios de los noventa, empezaron a aumentar otra vez a partir del primer tercio de 1992. Esto atrajo la atención de los inversionistas norteamericanos hacia México, como bien lo advirtió el New York Times en un artículo de abril de 1993 titulado “High Mexican Interest Rates Are Luring Wall Street Cash” (ver gráfica 1).

Mientras los mercados mantuvieran su confianza en el desempeño de la economía mexicana y en la política económica del gobierno y/o mientras las tasas de interés en Estados Unidos fueran tan poco atractivas, no había razón para alarmarse por un déficit en cuenta corriente. ¿Qué podría salir mal?
El primero de enero de 1994 todo empezó a cambiar. En Chiapas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional irrumpió en la escena política. En el DF, los rumores persistentes sobre la candidatura presidencial alternativa de Manuel Camacho Solís hacían sombra sobre la campaña presidencial de Luis Donaldo Colosio. La política empezó a poner nerviosos a los mercados apenas empezando el año. Al mismo tiempo, en enero de 1994, las tasas de interés en Estados Unidos empezaron a subir de forma moderada pero continua. Los instrumentos de deuda a corto plazo habían empezado el año pagando en Estados Unidos una tasa de 3.19%, para mayo la misma tasa ya era de 4.57% y seguirían aumentando. Había nerviosismo político y las inversiones en Estados Unidos eran considerablemente más rentables en marzo que en enero. Aun así, para el 23 de marzo de 1994 las reservas internacionales eran 13% superiores a su nivel de principios de año, lo que nos indica que los capitales siguieron entrando al país durante el primer trimestre de 1994. Ese mismo día a las 7:12 pm las cosas cambiaron radicalmente.
Con el asesinato de Luis Donaldo Colosio el nerviosismo se convirtió en pánico. Los capitales empezaron a salir en masa, la demanda de dólares en México se disparó.
El 23 de marzo el gabinete económico se reunió y discutió si se debía dejar flotar el tipo de cambio para evitar la pérdida de las reservas internacionales ante un panorama obvio de salidas masivas de capitales. Como todos sabemos, la decisión fue no hacerlo. Siempre se ha asumido que las razones para no devaluar eran meramente electorales; sin embargo, según algunos de los participantes en esas reuniones también había razones económicas para no devaluar. Pedro Aspe consideraba que el sector bancario estaba en una situación precaria con motivo de su endeudamiento exterior y el aumento de las tasas en Estados Unidos, una devaluación abrupta podía significar el colapso del sector. También argumentó en ese entonces que, dada la historia cambiaria en México, una devaluación pequeña era imposible: en el momento en que se dejara flotar libremente la cotización del peso la devaluación sería mucho mayor de lo necesario, en México las devaluaciones de 10% eran imposibles. Miguel Mancera señala actualmente que entre los miembros del gabinete económico, además, flotaba la idea de que era preferible no agregarle un shock económico a la incertidumbre política. Si había que ajustar, era mejor esperar un momento de mayor estabilidad política. Pero el elemento que probablemente influyó más en las decisiones de marzo, que ahora sabemos a la larga no evitaron el colapso financiero, fue la idea de que los problemas eran meramente políticos. Si el gabinete económico podía convencerse de que una vez pasada la tormenta política las aguas volverían a sus cauces y que la situación económica no sería muy diferente de la prevaleciente en el otoño de 1993, entonces ¿para qué devaluar?
En cualquier caso, una vez tomada la decisión, el Banco de México tuvo que defender el tipo de cambio a un costo altísimo. En sólo cuatro días a partir del asesinato las reservas internacionales del Banco de México perdieron tres mil 395 millones de dólares. Durante el siguiente mes prácticamente no habría día hábil en que el Banco de México no tuviera que intervenir en el mercado cambiario para evitar que el precio del dólar superara la banda de flotación. Esas intervenciones costaron, entre el 23 de marzo y el 22 de abril, 10 mil 388 millones de dólares. Es decir, el 36% de las reservas con que contaba el Banco de México al momento del asesinato de Luis Donaldo Colosio.
La situación sin duda había cambiado abruptamente desde el otoño de 1993. Pero no sólo cambió el entorno político y económico sino también los mecanismos de toma de decisiones al interior del gobierno. Después de cinco años de deliberaciones semanales entre los miembros del gabinete económico este mecanismo perdió importancia. Mientras el presidente Salinas se encargaría ahora directamente de manejar el trabajo político del gobierno, Pedro Aspe, secretario de Hacienda, se encargaría de tomar las decisiones económicas. Una semana después del asesinato de Colosio, el encargado de organizar las reuniones de gabinete económico y jefe de la Oficina de la Presidencia José Córdoba Montoya, dejaría su cargo en el gobierno federal para convertirse en representante de México ante el BID. Su lugar lo ocuparía un viejo político priista, Santiago Oñate. El mecanismo de toma de decisiones colegiadas prácticamente se desmanteló.
Ante la salida masiva de capitales el gobierno se vio en la necesidad de buscar mecanismos alternativos para cerrar la sangría y evitar que el Banco de México tuviera que seguir gastando sus reservas de dólares. Con este fin se adoptó una estrategia que tuvo dos componentes. Por un lado, las tasas de interés en instrumentos de deuda del gobierno mexicano se dispararon. Mientras para marzo de 1994 los CETES pagaron una tasa promedio de 13.46%, para abril la tasa aumentó a 20.58%. Por otro lado, el gobierno mexicano aumentó de forma considerable la emisión de tesobonos, instrumentos de deuda denominados en pesos pero cuyo valor estaba indexado al valor del dólar. La primera parte de la estrategia era una respuesta obvia al aumento de las tasas en Estados Unidos. Se podría discutir si el aumento fue exagerado o insuficiente, pero ante el claro aumento de las tasas en Estados Unidos la tendencia a la baja de las tasas mexicanas era insostenible si se quería seguir captando inversión (ver gráfica 2).

La parte sin duda más controvertida tiene que ver con la segunda parte de la estrategia: la emisión de tesobonos. Durante 1993 y los primeros meses de 1994, la emisión de tesobonos ya había aumentado considerablemente. Mientras que en 1991 y 1992 la emisión total rondaba los 330 millones de dólares, para diciembre de 1993 el saldo ya era de mil 598 millones de dólares. Para marzo el saldo era de cuatro mil 157 millones. Estos datos ya podrían haber señalado una tendencia preocupante, pero palidecen ante el dato del mes de abril: 10 mil 957 millones de dólares. Para agosto de 1994 el saldo llegaría a 23 mil 798 millones de dólares. Estos instrumentos cuyo rendimiento estaba indexado al tipo de cambio podían cumplir dos objetivos. Primero, a los inversionistas nerviosos por la posibilidad de una devaluación les permitía seguir invirtiendo en instrumentos mexicanos sin incurrir en el riesgo cambiario implícito en otros instrumentos. Además, permitía al gobierno enviar al mercado la señal de que estaba comprometido con la defensa del tipo de cambio, pues emitir tesobonos para después devaluar era un sinsentido. Pero estos instrumentos tenían un problema particular que a la larga resultó terrible: se trataba de deuda de corto plazo que dependía de que los inversionistas confiaran en la solvencia del gobierno para renovarlos. Si los inversionistas no renovaban el instrumento periódicamente el gobierno podría tener serios problemas de liquidez. Esto hacía particularmente importante vigilar la relación entre reservas internacionales y saldos de tesobonos. Mientras el saldo de tesobonos fuera menor al de las reservas, ni los inversionistas desconfiarían de la solvencia del gobierno ni el gobierno tendría problemas de liquidez en caso de que los inversionistas dejaran de renovar sus tesobonos periódicamente. Esa relación se fue deteriorando durante el año (ver gráfica 3).

La clave de esta estrategia era precisamente que los mercados creyeran que México quería y podía mantener su política monetaria. El mayor riesgo a esas alturas era que el mercado dudara del compromiso del gobierno mexicano por mantener la política cambiaria y que eso desatara ataques especulativos contra el peso que terminaran por hacer imposible mantener la estabilidad cambiaria en que se había basado el programa económico desde principios del sexenio. La apuesta para mayo de 1994 era muy clara, defender las reservas y con ellas al peso vía emisión de tesobonos con la esperanza de que, una vez pasada la elección presidencial, las cosas regresaran a la calma.
Las críticas a esa estrategia no se hicieron esperar. Durante el verano, Rudiger Dornbusch y Alejandro Werner argumentaban que sin devaluación sería imposible para México recuperar el crecimiento y consideraron que una devaluación de 20% no sólo era recomendable sino necesaria. Y advertían que si no se hacía nada para ajustar el problema de la sobrevaluación del peso entonces eventualmente se tendría que enfrentar el problema en un momento menos propicio y con menos control. Para Dornbusch y Werner los mercados ya estaban nerviosos, de hecho durante junio y julio hubo varios días en que el Banco de México intervino ante ataques especulativos relacionados con la inestabilidad política. Ese nerviosismo traía costos: aumentos en tasas de interés que reducía las posibilidades de crecimiento y aumentos en emisión de tesobonos que aumentaba el riesgo de una crisis financiera en caso de un ajuste abrupto del tipo de cambio. Aún así, estos economistas reconocían que existía la posibilidad de que después de las elecciones el gobierno mexicano pudiera demostrarle al mercado que la razón estaba del lado del gobierno, que todo era producto de la incertidumbre propia de un año electoral; pero sólo una vez superada la elección y asumiendo el triunfo del candidato del PRI, el gobierno podía “prove the market wrong”. Casi 20 años después, actores centrales de aquel momento siguen en desacuerdo: José Córdoba considera hoy que el problema fue fundamentalmente económico, y que la parte política tenía que ser simplemente coyuntural. Bajo esta perspectiva la crisis se pudo haber evitado si se hubieran tomado decisiones económicas diferentes como dejar flotar al peso antes o aumentar aún más las tasas de interés en México. Por su parte, Miguel Mancera considera hoy que el problema fue fundamentalmente político. Sin la incertidumbre política de ese año el gobierno no hubiera perdido credibilidad y entonces los problemas económicos no se hubieran agravado.
La incertidumbre política continuó durante el verano y provocó más pérdidas en las reservas internacionales. El momento álgido de aquel verano fue la renuncia, y posterior retractación, de Jorge Carpizo. Como secretario de Gobernación, Carpizo estaba a cargo de organizar las elecciones presidenciales y renunció acusando que había presiones para descarrilar el proceso electoral que él estaba organizando. Eventualmente, Carpizo aceptó regresar a su puesto. En el ínterin las reservas internacionales perdieron más de 500 millones de dólares en un par de días.
Las elecciones presidenciales de 1994 tuvieron lugar el 21 de agosto. El candidato del PRI, Ernesto Zedillo, ganó con un margen cómodo y las elecciones fueron consideradas relativamente limpias aunque claramente inequitativas. El resultado electoral parecía haberle dado un respiro a la situación económica: durante el resto de agosto, todo septiembre y la primera mitad de noviembre las reservas internacionales del Banco de México se mantuvieron estables por encima de los 16 mil millones de dólares. En la prensa y en el discurso oficial se percibía una sensación de que el peligro había sido superado. Muchos pensaron que finalmente el gobierno y los defensores de la política cambiaría original habían probado que “el mercado se había equivocado”. El 28 de septiembre, José Francisco Ruiz Massieu fue asesinado, se trataba del secretario general del PRI, ex cuñado del presidente Salinas, quien aparentemente coordinaría al PRI en el Congreso durante la siguiente legislatura e incluso se especulaba podría integrarse al gabinete del presidente electo. No fue un asunto menor, sin embargo, los mercados de capital se mantuvieron tranquilos y las reservas del Banco de México estables. Al menos parecía que la economía era ahora capaz de resistir las tragedias políticas.
Tal fue la confianza durante ese otoño perdido que las tasas de interés iniciaron una tímida pero importante caída durante septiembre y octubre. Los compromisos en tesobonos del gobierno federal también se redujeron, de 23 mil 798 millones de dólares en agosto a 22 mil 622 en septiembre y 21 mil 644 en octubre. El primero de noviembre, en su último informe de gobierno, el presidente Salinas festejaba: “En materia económica, el reto que asumí al iniciar mi mandato fue claro: reducir la inflación y recuperar el crecimiento sobre bases perdurables, para crear empleos y elevar el nivel de vida de la mayoría. Hoy, al realizar un balance, y sin dejar de reconocer lo que falta por hacer, podemos sentirnos alentados por la solidez de nuestros logros”. Y más adelante: “Atrás quedaron los problemas de deuda, déficit, inflación y crisis”.
Salinas no estaba solo en su optimismo. En un artículo llamado “A New Stability in Mexico’s Economy”, publicado el 6 de noviembre de 1994, la revista Businessweek empezaba diciendo: “Después de una pequeña recesión y de la agitación política del último año, México está listo para lanzar una sólida recuperación”. Sobre la inminente toma de protesta del presidente Zedillo, Businessweek decía: “Han sido casi 20 años desde que un presidente mexicano llegó al poder en semejante ambiente de estabilidad económica”. Aparentemente el gobierno había hecho una apuesta arriesgada durante el verano, pero el otoño le había dado la razón. El problema fue que todavía faltaba el invierno.
A mediados de noviembre se desató una nueva tormenta. Por un lado hubo rumores sobre una posible devaluación en las últimas semanas del sexenio de Carlos Salinas que despertaron una serie de ataques especulativos. Además, las tasas de interés en Estados Unidos siguieron subiendo. Entre septiembre y noviembre de 1994 la tasa líder pasó de 5.02% a 5.81%, esto es un incremento mayor, inclusive, al de enero-marzo del mismo año. El resultado fue, otra vez, una masiva salida de capitales. En la semana del 14 al 18 de noviembre las reservas del Banco de México perdieron tres mil 199 millones de dólares. La emergencia obligó a una reunión el domingo 20 de noviembre en casa del presidente Salinas entre los equipos económicos del presidente en funciones y el del presidente electo. En la versión más conocida de esa reunión, Carlos Salinas aceptó devaluar la moneda inmediatamente pero fue convencido por Pedro Aspe de no hacerlo. El argumento de Aspe fue que un gobierno al que le quedaban 10 días de gobierno no tendría la credibilidad necesaria para controlar los efectos del ajuste cambiario. Esa misma versión menciona que Aspe sugirió como posible solución que Jaime Serra entrara en su lugar a Hacienda de forma inmediata y que él se encargara de la devaluación. Otra versión nos dice que la oferta de Aspe fue que el presidente electo lo ratificara como secretario de Hacienda y que le diera algún tiempo para hacer el ajuste una vez iniciado el nuevo gobierno.
En cualquier caso, el asunto es que, otra vez, se decidió no devaluar. Para entonces, las reservas internacionales, que habían empezado el año alrededor de los 25 mil millones de dólares, apenas rebasaban los 13 mil. Al terminar el último día de operaciones del sexenio, las reservas contaban con sólo 12 mil 484 millones de dólares. Todo esto a pesar de que los mecanismos para evitar salida de capitales que el gobierno había utilizado durante el verano se volvieron a usar de forma indiscriminada: la tasa de interés volvió a rebasar el 20% en México y se volvieron a emitir tesobonos cuyo saldo en noviembre de 1994 llegó a 24 mil 691 millones de dólares.
El nuevo gobierno entró con un plan: si se anuncia un fondo norteamericano para proteger el tipo de cambio de cualquiera de los tres países integrantes del TLCAN, los ataques especulativos podrían cesar. Sin embargo, concretar ese fondo resultó imposible, entre otras cosas, porque durante las primeras semanas del nuevo gobierno hubo una transición importante en la Secretaría del Tesoro de Estados Unidos. Hasta el 22 de diciembre hubo un secretario del Tesoro saliente, Lloyd Bentsen, a quien le siguió el interinato de algunas semanas de Frank Newman, previo a la confirmación en el puesto de Robert Rubin. Esta situación dejaba a las autoridades financieras en México prácticamente solas y sin contraparte en Estados Unidos hasta el 11 de enero.
Otro problema práctico que tuvo el nuevo gobierno fue que al terminar la administración de Carlos Salinas y empezar la de Zedillo, prácticamente todos los funcionarios de alto nivel de la Secretaría de Hacienda dejaron de trabajar ahí. El subsecretario de Hacienda, Guillermo Ortiz, fue nombrado secretario de Comunicaciones y Transportes. El subsecretario de Egresos, Carlos Ruiz Sacristán, fue nombrado director general de Pemex. Francisco Gil Díaz, subsecretario de Ingresos, regresó al Banco de México.
Con estas limitaciones, el gobierno de Zedillo a través de su secretario de Hacienda, Jaime Serra, anunció los “Criterios Generales de Política Económica del Gobierno Federal” el 9 de diciembre. En ellos se anunciaba que no habría cambios sustanciales en la política económica y se anunciaba un déficit en cuenta corriente que el mercado consideró insostenible. La especulación empezó casi de inmediato. Hasta el 15 de diciembre, las reservas disminuyeron sólo marginalmente, pero la emisión de tesobonos se disparó. El viernes 16 de diciembre, mientras en el CIDE se presentaba un examen de economía, las reservas del Banco de México perdieron 855 millones de dólares. El gobierno decidió aumentar la banda superior de flotación del peso en 15%. Para el martes 20 la cotización del peso ya había alcanzado el nuevo máximo permitido. El miércoles 21 de diciembre la demanda de dólares en el país hizo que las reservas perdieran cuatro mil 543 millones de dólares. Se había llegado al límite práctico de las reservas internacionales. El gobierno tuvo que dejar flotar la moneda ante la falta de recursos para defender la cotización original. La devaluación desató la peor recesión económica en México desde 1929. La contracción de 6.5% del PIB fue la más grande en un solo año desde 1932 y el PIB no recuperaría su nivel previo a la crisis sino hasta 1997. Se esperaba que la inflación fuera de un solo dígito, pero llegó a 50% en 1995. El porcentaje de mexicanos en situación de pobreza de patrimonio pasó, según el Coneval, de 52.4% a 69%. El porcentaje debajo de la línea de pobreza alimentaria pasó, en el mismo periodo, de 21.2% a 37.4%. Incluso hoy, 20 años después, el salario medio real sigue sin alcanzar nuevamente el nivel que tuvo en 1994 (ver gráfica 4).

De regreso en el CIDE, en enero de 1995, uno de los profesores de economía explicaba a sus estudiantes lo que había pasado un par de semanas antes. Después de una larga explicación, su conclusión era sencilla: se había llegado a una situación en que sólo había dos opciones, devaluar o declarar moratoria. En ese momento las últimas frases de aquel bizarro encuentro en el Bar Mata cobraron sentido. Un par de funcionarios del Banco de México habían decidido emborracharse aquel 16 de diciembre conscientes de que ya se había tomado una decisión, para evitar un default se dejaría que la moneda se depreciara. Si bien la solución alternativa, es decir, la moratoria de pagos, que aquellos funcionarios balbuceaban el 16 de diciembre probablemente hubiera tenido consecuencias aún más catastróficas, lo innegable era que ambos estaban muy conscientes de que el país tendría que pagar altos costos por las decisiones que se fueron tomando durante todo aquel año. La decepción era evidente: “todo vale madres, antes se defendía a este país”.

Sergio Silva Castañeda
Economista e historiador.
El autor agradece al profesor Enrique Cárdenas su ayuda para la preparación de este texto.


1 Fisher, Dornsbusch y Schmalensee, Economía (McGrawHill, 1990).
2 Banxico, Reporte 1993, p. 30.



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