A mediados de los años setenta se hizo cargo de la revista MD, destinada a divulgar novedades de medicina. Por primera vez tenía un salario digno de mención y decidió usarlo para apoyar a escritores menos favorecidos. Así surgió La Máquina de Escribir, colección de cuadernos que dio a conocer a David Huerta, Evodio Escalante, Coral Bracho, Carmen Boullosa, Antonio Deltoro, Eduardo Hurtado, Carlos Chimal, Rafael Vargas, Bruce Swansey, Alberto Blanco, Adolfo Castañón, Ricardo Yáñez y muchos otros.
En 1978, a los 21 años, publiqué en esa serie El mariscal de campo, reunión de tres cuentos. No conocía a Federico ni teníamos amigos comunes. Él leyó un texto mío en un periódico, se tomó el trabajo de buscarme y pagó la edición de mis cuentos.
Antes del correo electrónico, el aspirante a escritor hacía antesala en las redacciones, donde se graduaba en rechazos. Es difícil saber cuántos de nosotros habríamos renunciado a publicar de no haber sido por Federico.
Su interés por la escritura ajena se extendió a la traducción (el teatro le debe magníficas versiones de David Mamet y Harold Pinter), la reflexión ensayística (fue el gran conocedor del novelista siciliano Leonardo Sciascia) y la entrevista entendida como forma del arte.
En los últimos años del franquismo vivió en Barcelona y detectó a los autores que poco después protagonizarían la literatura de la transición. El resultado fue Infame turba, libro de diálogos que hace mancuerna con Conversaciones con escritores.
En ambos volúmenes Campbell extrae respuestas que mejoran a los autores.
José Agustín señaló que sólo al conocer a Campbell supo que la entrevista era un género literario (se refería a la conversación que sostuvieron poco después de su excarcelación de Lecumberri y que la revista Piedra Rodante publicó bajo el título de “José Agustín salió del tambo”).
Desde que José Carreño Carlón le publicó un texto en una revista hecha en un garaje de Hermosillo, Campbell se convenció de que editar es un heroísmo que depende de complicidades. Luego de publicar a decenas de autores en La Máquina de Escribir, decidió que Carlos Chimal y yo nos hiciéramos cargo de la tarea.
Abrió ese espacio singular y se lo regaló a sus discípulos.
Asombra que alguien que dedicó tanto tiempo a los demás fuera además un autor notable. Uno de sus temas predilectos -la relación entre el poder y la cultura- dio lugar a la novela Pretexta, las crónicas periodísticas de Máscara negra y los ensayos de La invención del poder.
En otra vertiente, abordó los misterios de la memoria y la recuperación escrita de los placeres perdidos (Post scriptum triste, Clave morse, Padre y memoria, La memoria de Sciascia). En su tercera y fecunda veta, se ocupó de la esquiva identidad de los seres fronterizos: Todo lo de las focas, Tijuanenses y Transpeninsular.
Las focas que pasan de la arena al mar le parecían emblemas de quienes viven entre dos realidades. Su interés por las situaciones limítrofes provenía de la cultura híbrida de Tijuana, pero también de pasar con soltura de las agitadas aguas del periodismo a la tierra firme de la ficción.
Escritor anfibio, se aclimataba en varias realidades.
No es casual que eligiera el nombre de “La hora del lobo” para una de sus columnas. Nada más enigmático que el momento de luz incierta en que el día se confunde con la noche. En su periodismo político, Campbell descifraba la verdad entre las sombras de la retórica.
A fines de los 80 le ofrecimos un banquete en el Casino Español para recodar La Máquina de Escribir. Se mostró sorprendido del homenaje. “Mi único mérito es que me gustan sus textos”, comentó, como si pidiera disculpas.
En una ocasión le hablé para confirmar una cita en su casa. “Te espero en media hora”, dijo. Puso agua a hervir y abrió un libro. La magia de la lectura hizo que se olvidara de la estufa. Cuando llegué, el agua se había evaporado.
“Me distraje leyendo”, señaló la nube en la cocina: “Se me fue el santo al cielo”. Lo que se había ido al cielo era el libro. Pocos lectores leían con la pasión de Federico.
El domingo pasado volvió a reunir a sus miles de amigos. Sólo él y Carmen, su mujer, podían juntarnos a todos. Nunca una despedida dependió tanto de una sola palabra: “gracias”.
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