El gobierno federal presentó con tardanza su iniciativa de ley secundaria en materia de telecomunicaciones. Lo grave no es el incumplimiento del plazo constitucional sino el contenido de la iniciativa. El Presidente propone que la ley camine en sentido contrario a la Constitución. Como lo han descrito distintos especialistas que conocen del tema, las iniciativas de ley no sólo vulneran el sentido de la reforma constitucional, sino que contradicen expresamente su texto. El cambio constitucional, producto de un amplísimo consenso político, significó una transformación de fondo en la materia. Puso las bases de la competencia para estimular la diversidad y terminar con el poder excesivo de las grandes corporaciones; trazó una ruta para el acceso universal a las tecnologías de comunicación y fundó un órgano autónomo dotado de amplias facultades. La ley no desarrolla las disposiciones de la norma constitucional; las contraviene. Si se quiere prueba de la voluntaria trasgresión, valdría registrar el argumento de un senador que defiende la iniciativa: se nos pasó la mano con la autonomía, confesó recientemente. No debimos haberle otorgado tantas facultades en la Constitución al Instituto Federal de Telecomunicaciones, dijo el senador Javier Lozano en un acto público. Curiosa filosofía jurídica la que expone el legislador panista: la ley secundaria pensada como enmienda de los errores constitucionales. Si se nos pasa la mano en la Constitución, siempre tendremos la ley para reparar el exceso.
Pensar la ley secundaria como correctivo de la ley constitucional es destrozar un principio básico del régimen democrático. Sin embargo, el disparate del senador es, en su descaro, elocuente. No porque ponga en evidencia el desprecio por un precepto constitucional, sino porque ilustra con nitidez el profundo enredo de este gobierno y sus defensores, así sean los ocasionales. Quiero decir que la negociación política reciente ha obedecido a dos lógicas que, tarde o temprano, habrían de chocar. El primer tiempo de las negociaciones se sujetó al argumento (y, en buena medida, a la necesidad) del consenso. Para rescatar la rectoría estatal y modificar el texto de la Constitución, había que lograr un acuerdo amplio entre partidos. No era solamente la exigencia numérica de la reforma constitucional. Se optó por una supermayoría que imprimiera sello de legitimidad incuestionable para pertrecharse frente a las extorsiones de los poderes mediáticos. Prácticamente todos los actores políticos votaron por la reforma constitucional en telecomunicaciones. Las desconfianzas llevaron a legislar al máximo detalle. No era gratuito el afán de precisar las minucias de la reforma constitucional. Si reformar la ley es políticamente más barato que reformar la Constitución, había que atarle las manos al legislador ordinario. Pero tarde o temprano, habría que legislar y que abandonar, por lo tanto, la coalición inicial. Se sabía que la coalición constitucional no coincidiría con la mayoría de la reforma legislativa posterior. Ésa es la segunda lógica del acuerdo político, la que impera en el segundo tiempo de la negociación parlamentaria. Ahora no rige el principio del consenso, sino el de la celeridad ejecutiva. Aprobar velozmente las iniciativas gubernamentales con la accesible mayoría que se requiere para aprobar las normas secundarias. En el primer tiempo, el gobierno se encubrió gracias a las negociaciones. En el segundo se revelan sus propósitos.
El matrimonio de lo general anticipaba el divorcio en lo particular. Puede acusarse a las oposiciones de ingenuas o al gobierno de traidor. Lo cierto es que la desavenencia entre partidos era sólo postergable. Por su propia concepción, el Pacto por México no se constituyó como una coalición de gobierno, sino como una especie de coalición constituyente parcial. Ahí radicó su éxito; tan veloz como breve. Ahí nació también el embrollo de esta hora. El gobierno de Peña Nieto se estrenó aliándose con la izquierda y con la derecha para reformar, en aspectos relevantes, el texto de la Ley Fundamental. Rehecha la Constitución, el Pacto ha quedado sin sentido. No es necesaria ya tan amplia coincidencia para reformar la ley secundaria. La mayoría simple es suficiente. Lo que queda de aquella extravagante alianza es un fantasma traicionado. No tiene vida pero se aparece en nuestra política como sombra despechada.
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