El miércoles 23 de abril la Suprema Corte tomó una resolución importante. La siguiente es la historia resumida. 39 personas acudieron a un Juez de Distrito demandándole un amparo contra el artículo 143 del Código Civil de Oaxaca que define al matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer y cuyo objeto es el de “perpetuar la especie”. Los peticionarios lo consideraban discriminatorio ya que impide que personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio entre ellas. El juez les negó el amparo con el argumento de que los demandantes no tenían “interés legítimo para impugnar la norma”. Entonces, interpusieron un recurso de revisión y la Suprema Corte atrajo el caso. Y la Primera Sala otorgó el amparo a esas personas porque, en efecto, encontró que dicho precepto resultaba inconstitucional, ya que excluía a las parejas de un mismo sexo de la posibilidad de ejercer un derecho. De ahora en adelante, las autoridades de Oaxaca no podrán ampararse en ese artículo para negarles la posibilidad de formalizar su unión a las parejas gay. Sin duda, un acuerdo más que relevante.
El matrimonio es un asunto entre un hombre y una mujer, eso decía el Código Civil de Oaxaca. Y es cierto. A lo largo de los siglos se entendió así. Razones las hubo y nutrientes para ese arreglo social también. No es probable que esa institución desaparezca porque mucho y bueno sigue ofreciendo a quienes creen y confían en ella. Pero hoy eso está cambiando a una enorme velocidad. Y tampoco resulta casual. Son varios los países que han aceptado que el matrimonio puede ser un contrato civil entre un hombre y una mujer pero también entre personas del mismo sexo.
Se trata del reconocimiento de una realidad del tamaño del Océano Pacífico. Existen en todas las latitudes orientaciones sexuales distintas. Eso lo puede constatar cualquiera que no se encuentre cegado por prejuicios o crea que el mundo puede ser a su imagen y semejanza. Esas distintas disposiciones sexuales han existido, existen y existirán. Y acosarlas, perseguirlas, reprimirlas, no reconocerlas, solo ha causado sufrimientos inútiles y sin límites. Se han querido exorcizar conductas sexuales que a lo largo de la historia han estado presentes, presumiendo que en ese terreno existe un cartabón del que nadie puede ni debe apartarse. Esa manera de ver las cosas ha significado para millones de personas vivir en el ostracismo, con miedo, sintiéndose ajenas a una supuesta normalidad. Por fortuna, cada vez son (somos) más los que entendemos que la homosexualidad es una orientación no solo que merece respeto y consideración, sino que no debe privar a nadie del ejercicio pleno de sus derechos.
Por ello, si una pareja homosexual decide construir un matrimonio debe tener, como todos, el derecho a hacerlo. El reconocimiento jurídico de ese derecho, además, traería una serie de derivaciones virtuosas: sería un impulso para revertir la discriminación de la que han sido víctimas los homosexuales, ayudaría a que ésta -que está ahí y ningún exorcista podrá conjurarla- se despliegue a la luz del día y no entre las sombras, como por desgracia millones de personas se ven obligadas a hacerlo. En una palabra nos ayudaría -a todos- a “naturalizar” las relaciones entre las diversas orientaciones sexuales.
Hay que recordar que en un Estado constitucional de derecho los derechos deben ser para todos y que su ejercicio tiene por límite los derechos de terceros. Ello supone dos cosas: que absolutamente todos, independientemente del sexo, religión, color de la piel, status económico, etcétera, ante la ley somos iguales; y que el límite de nuestros derechos y libertades se sitúa en donde empiezan los derechos y libertades de los otros. Es decir, que mientras no le hagamos daño a un tercero en el ejercicio de nuestros derechos, se deben poder practicar. Es el caso del matrimonio entre adultos de un mismo sexo. Se cumple un derecho que a nadie agrede, que a nadie hace mal. Recordemos, además, como si hiciera falta, que la nuestra es una República laica, lo que quiere decir que en estas materias no deben gravitar los prejuicios de origen religioso.
Habrá entonces distintos tipos de matrimonios. Ello permitirá una mejor convivencia y logrará que nadie se sienta discriminado, perseguido, maltratado por tener una orientación sexual que quizá no sea la mayoritaria. Será parte de ese basamento civilizatorio que necesitamos para construir una coexistencia medianamente armónica y cada vez menos cargada de tensiones innecesarias.
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