Yambalalón y sus siete perros
Desfilé por muchos kindergartens porque nos cambiamos de casa como cinco veces, así es que no llegué a tener amigos en ese tiempo. Los cambios de casa y de escuela me convirtieron en un ermitaño con botas ortopédicas y copete engominado.
Por fin mi papá consiguió una casa donde también pudiera poner su consultorio y una tienda de aparatos ortopédicos. Decidieron que yo iba a entrar a una escuela enorme de muros grises que me pareció tan grande como el multifamiliar que estaba cerca de la casa. Lo que me gustó fue que afuera vendían paletas heladas y jicamas con chile piquín. Tuve que pasar por miles de trámites burocráticos y exámenes médicos hasta que alguien decidió que mis seis años y mis conocimientos eran lo suficientemente amplios para entrar a preprimaria.
Se puede decir que pasé la mayor parte de las vacaciones en el baño. Siempre he sido algo friolento y como no tenía nada que hacer decidí pasarme las tardes remojado en el agua caliente de la tina. Ahí inventé a mis cuates Víctor y Pablo. Le puse a mi pie izquierdo Víctor y al derecho Pablo. Mis héroes eran dos señores de doce años que combatían a un maléfico criminal llamado Yambalalón y se platicaban en la tina de baño todas sus aventuras, sin importarles mi desnuda presencia. Yambalalón era uno de los más peligrosos gangsters del mundo. Tenía perros amaestrados que lo ayudaban en sus fechorías. Bajo un ahuehuete de Chapultepec se encontraba un pasadizo que conducía al refugio de Yambalalón. En repetidas ocasiones Víctor y Pablo habían tratado de penetrar a la guarida pero nunca daban con el ahuehuete indicado. El terrible Yambalalón no soportaba la luz del día, así es que permanecía bajo tierra la mayor parte del tiempo. Una noche se iba a París o a Toluca (en realidad yo creía que estaban bastante cerca) y asaltaba el Banco Central, siempre el Banco Central, con ayuda de sus siete perros (producto de una mezcla de razas que sólo él había logrado). Me tardé cerca de un mes en imaginar todo esto, sentado en la tina, antes de que la nana me llegara a secar con una toalla gigante.
Faltaba poco para entrar al colegio de las jicamas y me pasé la última parte de las vacaciones refinando las aventuras de Víctor y Pablo (se las pensaba contar a mis nuevos compañeros, seguro de que me iban a regalar sus sandwiches, admirados con mi historia).
En un arranque de exotismo imaginé el bumerang australiano de Víctor y Pablo. La particularidad de esta arma (que tenía un aguijón de mantarraya capaz de matar al más gordo de los rinocerontes) era que no regresaba al sitio de donde había partido. Si lo aventaba Víctor, el bumerang iba a dar (después de matar un par de pájaros) a las manos de Pablo. Y si lo lanzaba Pablo, Víctor era el encargado de recibir el bumerang lleno de sangre y plumas de pájaro o de apache (también iban mis héroes al lejano Oeste).
Una vez oí que alguien tenía sangre azul. Me pareció imprescindible que Yambalalón tuviera tinta en las venas, y lo que es más, tinta venenosa. Víctor y Pablo soñaban con que algún día su mágico bumerang se vería teñido con la sangre azul del ladrón del Banco Central (claro que se pondrían los guantes de hule que la nana usaba para lavar los trastes, no fuera a ser que se envenenaran con la tinta).
El toque final fue inventar el himno de Yambalalón. Curiosamente quienes lo entonaban eran Víctor y Pablo. En la tina se oía todas las tardes el canto de “Yambalalón y sus siete perros”.
Víctor y Pablo habían recibido muchos regalos del Ayuntamiento (en las caricaturas el Ayuntamiento se la pasaba premiando gente; yo ya no creía en Santa Claus, pero empecé a considerar al señor Ayuntamiento como un benévolo sustituto). Se me ocurrió contarle a mi papá lo de Víctor y Pablo (sin revelarle los secretos, por supuesto) con el fin de que él también quisiera premiar las hazañas de mis héroes.
—Quién te platicó todo eso —contestó mi papá, y tuve ganas de que Yambalalón y Víctor y Pablo se aliaran por una vez para matar al hombre de calvicie incipiente que leía el periódico, con su bata blanca, y no creía que yo fuera capaz de inventar algo.
Mi mamá siempre tenía dolores de cabeza. Unos años más tarde me iba a explicar que no eran simples dolores sino neuralgia. El caso es que la nana se ocupaba totalmente de mí, y el verdadero complejo de Edipo lo debo haber tenido con esa señora de cuarenta años y unos pies que seguramente calzaban del 38. Siempre que veo un pie descomunal siento un arranque de ternura. Definitivamente en esa época los pies fueron muy importantes para mí.
Llegó el día de entrar al nuevo colegio. Lloré cuando la nana me dejó en la puerta con el pelo más engominado que nunca y una cantimplora que tenía agua de limón demasiado agria.
Fui al colegio de las jicamas a inscribirme cuando casi no había gente. Al llegar el primer día de clases y ver tantos niños, después de mi encierro en la bañera, tuve la impresión de estar en medio de un campo de batalla.
Víctor y Pablo, envueltos por los zapatos recién lustrados, se negaban a moverse. Por fin una maestra me llevó a mi salón. Fui el último en entrar, todos ya estaban sentados, la mayoría llorando como yo. Bueno, no fui el último, porque detrás venía un cuate muy alto y orejón. La maestra le preguntó su nombre.
—Víctor —contestó una voz agresiva.
En realidad Víctor no tenía nada de agresivo. Pero ante todo el lloriqueo, su voz parecía demasiado segura. Por comparación era agresiva. Quedé admirado (sobre todo porque junto a Víctor no estuviera Pablo).
Pensé que entre los compañeros habría alguien llamado Pablo. Después de averiguar todos los nombres (algunos tan raros como Gilberto) tuve que conformarme con conocer sólo a Víctor.
Desde el primer día le regalé mi agua de limón.
—Está demasiado dulce —este comentario me dejó asombradísimo. A mí el agua me había parecido muy agria. Decididamente Víctor era muy valiente.
Es obvio que no le conté de mis héroes imaginarios ni que jugaba con mis pies. Víctor me parecía el más inteligente de la clase. La verdad es que sabía casi todo porque estaba repitiendo preprimaria. Me contó que lo habían “reprobado”. Era la primera vez que oía esa palabra. Traté de imaginar qué clase de falta debía haber cometido para recibir un castigo de esa magnitud. Mi admiración por él seguía creciendo. Ahora me parecía víctima de una conflagración maligna.
Víctor tenía siete años, y todo mundo sabe que a esa edad un año de diferencia son 365 aventuras de ventaja. Víctor se convirtió en nuestro líder. Imitando a los héroes de “La Pandilla” planeaba trampas para los maestros. Nosotros ejecutábamos sus órdenes y recibíamos el castigo cuando nos atrapaban poniendo Resistol en el asiento de la profesora.
Además él sabía leer de corrido. Nos reuníamos en el baño de la preprimaria, rodeados de excusados enanos, para que nos leyera alguna historia impresionante. Ahora creo que Víctor inventaba todo lo que decía. Pero yo no perdía un solo detalle. Bastaba que hablara de los nuevos coches, de un Corvette que puede ocultar los faros como quien cierra los ojos, para que esa misma tarde Víctor y Pablo abordaran un Corvette rojo.
Nunca pude averiguar la causa por la que reprobaron a Víctor a los seis años. Después entendí que la escuela de muros grises y puestos de jicama era insuperablemente retrógrada, pero sigo creyendo que Víctor realizó algo fuera de lo común.
Por las tardes, después de ver “El Gato Félix” y llenar varias páginas con AAAAA y BBBBB hermosamente delineadas, me iba a bañar. Las aventuras de Víctor y Pablo continuaban. Víctor adquiriría una parte cada vez más activa. Fue él quien descubrió el pasadizo para llegar al escondite de Yambalalón. Sólo que al entrar en el refugio, mis héroes vieron que estaba deshabitado y que había una nota para ellos (escrita con auténtica sangre de rata): “Ola amigos: fui a rovar el Banco Sentral”, Yambalalón también debía estar en preprimaria, me dijo mi mamá, cuando le enseñé la nota (escrita con auténtico puré de tomate rojo).
También fue Víctor el que encontró en la guarida los lentes que Yambalalón usaba para protegerse del sol. Se los podían llevar y pedirle que se rindiera, o que al menos les regalara uno de sus perros.
Pablo fue ocupando un papel secundario. Se empezó a parecer a mí. En la escuela yo me había convertido en algo así como el secretario de Víctor. Cuando robábamos un sandwich el primer mordisco lo daba nuestro líder y el segundo yo, incapaz de tragar el bocado por la emoción.
Cuando me vomité en la clase, víctima de una sobredosis de sandwiches robados, Víctor pidió permiso para llevarme a la enfermería. Me sentí tan conmovido que se me olvidó pensar que ése era un truco que usaba Víctor para estar fuera de clase.
También gané el privilegio de sentarme a su lado y de soplarle en los exámenes de aritmética lo que él no sabía. Mi historia con Víctor y Pablo había llegado a un punto clave. Yambalalón aceptó ir solo, de noche, al Penthouse (yo creía que el Penthouse era un castillo) de Víctor y Pablo para que le dieran sus lentes (hay que aclarar que esos anteojos eran únicos; estaban fabricados con el caparazón de una tortuga negra que el propio Yambalalón capturó).
Para estas alturas Pablo era francamente el ayudante de Víctor. Cuando jugaba en la tina, mi pie derecho permanecía casi sumergido, mientras Víctor hablaba sin parar. Fui forzando la historia para que se enfrentaran Yambalalón y mis héroes. Estaba tan nervioso que cuando Yambalalón les dijo a sus perros que fueran a buscarlo si no regresaba en una hora, sumergí mis pies en el agua, incapaz de seguir escuchando sus hazañas. La nana llegó con su toalla gigante. Me dio un par de besos que ni sentí y debió decirme que me fuera a tomar el choco-milk.
Esa noche no dormí, pensando en cómo acabaría todo. Me persiguió permanentemente el estribillo de “Yambalalón y sus siete perros”.
Al día siguiente era viernes y como siempre todos estaban contentos en el colegio. Me decidí a contarle a Víctor mi historia secreta. Yo creía que a los doce años sería un héroe, o más bien el compañero de un héroe, y le platiqué todo con la decidida intención de que se identificara con Víctor y pensara que yo era el Pablo ideal.
—¿Con los pies? —me preguntó después de que terminé entonando el himno de Yambalalón.
En general mi cuento le pareció bastante bobo, pero lo de los pies era definitivamente idiota.
Durante el recreo noté que Víctor me miraba los zapatos y no se decidía a incluirme en su equipo de futbolito. Finalmente lo hizo y yo me sentí perdonado. Traté de olvidar para siempre la historia que inventaron mis pies (ahora me parecía que yo casi no intervenía en el juego).
A la hora del baño puse punto final al cuento. Yambalalón llegó al Penthouse medieval de Víctor y Pablo. Era medianoche. Les dijo que iba a rendirse. Víctor, confiado, no pensó en ocultar el bumerang que estaba sobre una mesa, frente a la caja fuerte (nunca he sabido para qué usaban Víctor y Pablo la caja fuerte). Yambalalón les dijo que les daría todo el dinero que había robado en el Banco Central.
Víctor y Pablo estallaron en carcajadas (mi papá siempre decía que alguien estallaba en carcajadas) y ahí fue cuando Yambalalón se lanzó sobre la mesa.
El bumerang decapitó a Víctor y como luego iba a dar a Pablo, el secretario no pudo evitar el aguijón de mantarraya. Yambalalón encerró los cuerpos en la caja fuerte y se llevó las cabezas para dárselas de comer a sus perros.
Jamás me hubiera creído capaz de un final semejante. Toda la noche lloré la muerte de mis héroes.
El sábado y el domingo me bañé en completo silencio, sin verme los pies. La nana se extrañó de que yo no estuviera platicando solo como de costumbre.
El lunes llegué al colegio un poco tarde. Corrí hasta el salón, le pedí disculpas a la maestra y fui a mi asiento con ganas de decirle a Víctor que ya no existían Víctor y Pablo.
Casi no recordaba la historia, se había olvidado de detalles tan importantes como la sangre azul de Yambalalón. Ni siquiera me contestó. Cuando terminé me dijo que había descubierto una ventana para espiar el baño de las niñas. Víctor y Pablo se le habían olvidado como una multiplicación difícil de aritmética.
La nana fue por mí y me dijo que mi mamá se había pasado toda la mañana con dolor de cabeza. En la casa no quise comer ni ver “El Gato Félix”. Tampoco quise bañarme. Entonces mi papá salió del consultorio a decirme que era el colmo, que me iba a desvestir inmediatamente. En la mano traía un aparato para poliomielítico. Creí que me lo iba a poner.
Me dijo que él me iba a bañar. Traté de no llorar cuando miraba el aparato de metal para el niño con una pierna flaca que debía estar esperando a mi papá en el consultorio.
Mi papá terminó quitándome los botines ortopédicos. Era la primera vez que lo hacía desde que me los había recetado. Tuve ganas de que me atravesara el bumerang de Víctor y Pablo, pero preferí no pensar en eso.
Sin decir palabra entré a la tina.
Leído en http://elcuentodesdemexico.com.mx/yambalalon-y-sus-siete-perros
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