domingo, 25 de mayo de 2014

Rubén García García - Aguanta, hijo

Rubén García García
1946
Veracruz, México
Aguanta, hijo
Una semana antes había caído un rayo: aislado, seco, ausente de agua, que partió en dos al cedro. A puro golpe de hacha y machete lo desmenuzó; dejó el tronco principal con una rama adelante y varias atrás, con el propósito de que su hijo jugara.
Llegó al agua sin aviso. Lo despertó su esposa porque lloraba el puerco y el perro no cejaba de ladrar. Al levantarse para buscar el machete, se hundió en el barro hasta las rodillas. Como pudo, se allegó a la lámpara...
¡Dios! Pensó que la presa se había roto.
Tomó el sable, el lazo y salió hacia la casa de su compadre Filemón, quien la había construido mirando al cerro. Ubicó el camino, pero cambió de idea y volvió; seguramente, el arroyo no le dejaría paso.


—¡Vieja, apresúrate! ¡El agua sube muy rápido!
—Déjame, al menos, soltar los animales, para que ellos solitos busquen su vida. ¿Pero, adónde vamos?
—Hay que salir de aquí, tráete al niño con todo y colcha.
—¿Adónde? —volvió a decir.
En medio del chapoteo del agua, llegaba el ruido de árboles quebrados, el chiflido del viento y el grito agónico de algunos animales.
A lo lejos, zumbaba el atropello del agua en el cauce del río. Miró el ceibo y sólo movió la cabeza. Pensó en los demás preguntándose, qué harían.
—¿Adónde? —insistió su compañera.
—Aquí —y alumbró con la lámpara el tronco del cedro—, súbete y acomoda al niño en tus piernas, a él lo situaremos en medio. ¡Voy a amarrarte!
—¡Pero no me aprietes mucho! No vayas a lastimar mi panza...
El agua hacía remolinos que saltaban de un lado a otro del río como si tuvieran zancos. Puercos y becerros se distinguían porque lloraban en la inmensidad: eran quejidos que se volvían húmedos cuando el agua los sumergía. A lo lejos, crepitaban los arbustos.
Hubo un momento en que el agua disminuyó su rugido. La alborada estaba cerca...
Con una mano, recorrió las hebras y nudos del mecate que sujetaban el cuerpo de su hijo al tronco. La corriente, a cada metro se volvía más violenta.
Llegó la mañana; sólo se veían las puntas de los árboles, que parecían arbustos sembrados en el agua. La luz tenue hacía que el paisaje luciera aún más desolado y en los recodos las sombras husmeaban agazapadas.
Pronto podrían alcanzar el puente nacional; sus ojos escrutaban la penumbra, con el deseo de saber si la corriente del río no rebalsaría la plataforma. A cien metros, la estructura se veía borrosa, la corriente bufaba enfurecida. Se dio cuenta que, para suerte de ellos, el agua aún pasaba bajo la estructura; pero también grandes avalanchas rompían contra los gruesos muros de hierro y cemento.
—¡Aguanta, hijo! ¡Aguanta!
—¡Papá! ¡Papá, tengo frío!
—¡Aguanta, hijo! ¡Aguanta!
—¡Mujer! ¡Mujer! —gritó.
Sintió las manos del niño apretujadas en la cintura. Sólo contaba con siete años y era el vivo retrato de su madre.
—¡Papá! ¡Papá, tengo hambre!
—¡Aguanta hijo! Ya vamos a salir de esto.
—¡Mujer! ¡Mujer! Arropa a tu hijo, mira que tiene frío. ¡Cuando les diga "ya" metan mucho aire en los pulmones y después, ¡ya no respiren! Aguanta todo lo que puedas, hijo, ¡aguanta! ¡Recuerda! ¡Cuando te diga ya!
¡El puente! ¡Ya!
Fueron segundos eternos… A punto de estallar, sintió los alfileres del agua y los pedazos de viento.
—Hijo, hijo... —quiso palpar y sólo sintió la humedad y el frío— ¡Hijo, hijo! —gritó con más fuerza.
—¿Ya puedo respirar, papá?
—Sí, hijo, respira.
El agua se mezcló con un instante de felicidad.
—¡Mujer! ¡Mujer! —gritó— Fernando, hijo, ¿y tu mamá?
—Ya no la siento, papá.
Apretó los dientes, crispó las manos y el sollozo se ahogó en el viento.
Allá muy cerca, en el pueblo grande, se veía a la gente y las lanchas, en busca de sobrevivientes.
El aguacero había amainado, pero una llovizna de dardos caían hiriendo sus ojos; el niño aferrado a la cintura del padre y él a las ramas.
Días después, en la playa, la encontraron boca arriba, con las manos en cruz sobre su vientre, como protegiendo a ese otro hijo que nunca iba a llegar. A su lado, un tronco cubierto de arena. Con la luz del atardecer, los cristales de sal centelleaban sobre el verde intenso del musgo que recién nacía.


® Rubén García


Leído en http://www.letrasperdidas.galeon.com/n_rubengarcia01.htm

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