Lo que no anunció y se guardó para sí mismo es que la primera fase de la llamada Pacificación sería la Guerra contra las autodefensas, los grupos de ciudadanos que habían ya liberado del crimen poblados completos y atraían hacia sí el entusiasmo y la esperanza del país.
Ataca a tus aliados sin dejar de llamarlos aliados. Atácalos tomándote fotos con ellos. Atácalos cortando las cabezas de sus ejércitos. Atácalos de forma fulminante. O de forma gradual. Es decir, como mejor puedas.
De inmediato el comisionado para la Pacificación encarceló a una de las cabezas de las autodefensas, Hipólito Mora, acusándolo de un asesinato, gracias al testimonio de una señora que presenció el crimen a cinco cuadras de distancia, y en la noche.
Luego, aunque más gradualmente, desprestigió al segundo cabecilla más visible, el doctor Mireles, acusándolo de carismático, de hombre de discurso claridoso y de ser muy apuesto (y otras afrentas a la clase gobernante), amén de asesino y loco.
¿Qué hacía el secretario Chong? ¿Por qué atacaba a sus aliados? ¿No debían ser ellos sus aliados y la Guerra debía ser contra el crimen?
Nadie lo entendía, el lenguaje se había desfondado de sentido, lo Bueno era ya lo Malo, lo Malo quién sabe ya qué era, y una niebla de ambigüedad nubló el panorama de Michoacán.
De esta manera el país vio su entusiasmo convertido en una vaga angustia, una sensación idéntica a su identidad usual.
La idea es ganar la Guerra contra los aliados, antes que la dirigida contra el enemigo, y eso por dos razones tácticas. Están más cerca y más desprevenidos (¿cómo demonios imaginarían que su aliado los atacará?).
La idea del astuto secretario Chong era destruir a los autodefensas antes de derrotar a los criminales. Eso por lo expuesto antes: era más fácil.
Además, como lo explicó el comisionado, los autodefensas podrían en un futuro incierto volverse paramilitares. O podían volverse políticos. O volverse algo peor: ciudadanos que exigieran al Estado la garantía de la sobrevivencia y de la paz.
En cualquier caso, la meta final es siempre que el Estado, no grupos independientes, decida la vida y la muerte de los ciudadanos y no reciba órdenes de nadie.
Perder esa exclusividad es perder lo más querido, el Poder.
Así desmoralizados, sin líderes, confundidos y aterrados, los aliados se incorporaron a las fuerzas del Estado en calidad de vasallos.
A los autodefensas se les vistió de policías y se les enseñó a cuadrarse y a decir Sí señor, Sí señor, Sí señor. Se volvieron así legalmente miembros de las mismas fuerzas que antes y durante 12 años no habían podido enfrentar a los criminales en Michoacán, en buena medida por estar infiltrados de criminales.
No importa, como se dijo, lo importante era la hegemonía del Estado, es decir, asegurar que si el Estado no puede ganar la Guerra contra el crimen tampoco pueda nadie más.
Ya subyugados los ejércitos aliados, se hizo la paz con los líderes defenestrados y se les concedió graciosamente volverse también servidores del Estado.
Hipólito Mora y el doctor Mireles fueron contratados para ser parte de la policía y se les tomaron fotos dándole la mano al comisionado.
Entonces el astuto secretario Chong sacó sus cuentas.
En menos de un año había derrotado a sus aliados y regresado al país a un estado de cosas llamado por el filósofo Confucio así: confusión.
Fue en ese momento que el astuto secretario Chong emprendió por fin la Guerra contra el verdadero enemigo: el crimen. O bien, no la emprendió.
Sintiéndose por fin en calma, libre de exigencias, el astuto secretario Chong se dispuso a considerar cómo iría contra los criminales. O como no iría contra los criminales. Carecía ya de urgencia la decisión.
En tanto el líder de los criminales, La Tuta, que había observado desde su casa y por la televisión los avances de la Pacificación, se rascó la mollera.
Famosamente un mes antes había declarado en una entrevista para Telemundo: Yo sé que el Estado algún día me tiene que matar.
Ahora ya no estaba tan seguro…
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