lunes, 9 de junio de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - Felipe, el último

La abdicación de Juan Carlos I vuelve a colocar sobre la mesa lo que suele barrerse bajo la alfombra. Lo que se pretende raíz inconmovible aparece ahora como rama frágil. Era inevitable que la sucesión instalara nuevamente a la monarquía española como problema. ¿Cómo no preguntarse ahora si tiene sentido el pacto originario de la transición? La exigencia racionalista resurge frente a la inercia hecha norma constitucional. ¿Monarquía? La mera pregunta sobre la forma de Estado parece un acto de subversión. Lo es en alguna medida porque el hábito se presenta como la marca de la lealtad.

Los reyes sirven cuando no se cuestiona su existencia porque se apoyan en la tradición, no en el argumento. En el pasado, no en lo pensado. Las monarquías de hoy son demostración de que el prejuicio (aquello que aceptamos sin reflexión) sigue siendo principio político vigente. No niego que las monarquías puedan ser funcionales, que hayan resultado útiles a lo largo del tiempo o en coyunturas críticas. Me parece evidente que son compatibles con un régimen plenamente democrático y que pueden perdurar en los climas más igualitarios del planeta. Útiles arcaísmos si es que logran ocupar sensiblemente su irrelevancia.








Dije irrelevancia pero me corrijo: las monarquías constitucionales pueden cumplir las funciones del símbolo que no son, en modo alguno, triviales. A la política no le corresponden exclusivamente tareas funcionales, también le son inherentes las ceremonias, el rito, la teatralización de la unidad. Esa era la grandeza que Walter Bagehot veía en la constitución británica: la manera ingeniosa de combinar dispositivos eficaces con listones “dignificantes”. La corona servía, a fin de cuentas, de disfraz: Gran Bretaña vivía una política esencialmente republicana con una señora disfrazada de reina. Una distracción que permitía imaginar que, entre tantas disputas y diferencias, había un punto de confluencia nacional, una línea de permanencia en el tiempo. Emblemas nacionales: una bandera, un himno, una familia real. Si el proceso político moderno es conflicto y discontinuidad, la realeza ofrecía la apariencia -tano solo la apariencia- de una armonía duradera.


La monarquía parlamentaria ha de elevarse por encima del conflicto político, ha de flotar lejos del pleito pero la sucesión del rey español lo inserta de nuevo como problema. No puede decirse que sea piedra del consenso. Es ya lo contrario: constatación de una desavenencia profunda. La abdicación cae en mal momento dijo hace unos días Arcadi Espada: a la mitad de una brutal crisis económica y con amenazas de desintegración nacional. Le corresponde a la institución, justificarse. La tarea no es solamente difícil... es imposible. Es cierto que la decisión crucial de España hace cuarenta años era autoritarismo o democracia. Aceptar la monarquía constitucional fue una apuesta sensata, una loable traición, podría decirse. Lo importante era la legalización de las oposiciones, la aceptación de todas las ofertas, la oxigenación de la vida pública, la instauración del principio parlamentario. La democracia bien valía una cesión en lo simbólico.

La popularidad que alcanzó el rey en la conducción del proceso democrático fue personal y pasajera. Es también un recuerdo remoto. La corona española, pues, no logró asentar una sólida legitimidad institucional. Porque no descansa en un firme respaldo popular, cuelga de un frágil acuerdo político. La corona que hereda Juan Carlos I a su hijo es una corona desacreditada, impopular y, en lo esencial, perecedera. ¿Es perdurable el acuerdo monárquico de la transición? No lo creo. La coalición que lo sostiene puede aplazar el debate sobre la república pero no podrá cancelarlo. La monarquía española no depende de la línea de sucesión de la Casa Real sino de la renovación generacional dentro del Partido Socialista. Si el príncipe heredará es porque los socialistas han decidido retardar su propia discusión sobre la forma de Estado. Tarde o temprano tendrán que revisar la decisión inaugural de la democracia. El símbolo que sirvió una vez no es perpetuo.

La sucesión cumplirá puntualmente las previsiones constitucionales pero la corona que anticipadamente hereda el Príncipe de Asturias parece tocada de muerte. Juan Carlos I no fue Juan Carlos, el breve, como algunos anticiparon en su momento. Su reinado fue largo, una admirable inauguración y una penosa decadencia. Legará el trono a Felipe, el último.




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