Gustavo Masso 1952 |
Aquí nomás de hablador
¿Se imaginan lo que es estarse un domingo encerrado toda la tarde? Con el televisor descompuesto, el tocadiscos empeñado y sin tener siquiera un pinche quinto, ya de perdida para invitar a Conchita la del dos a ver la que pasan en el Mariscala. Porque claro, como de costumbre la quincena nada más me duró una semana y parecía que faltaban siglos para el día de pago. Pero ustedes ya han de haber pasado por todo esto, ¿verdad?, así que para qué les voy a amargar el rato.
Pos ya saben, así andaba yo, como león enjaulado, parriba y pabajo y ya se me hacía chiquito el cuarto, pero lo que más me desesperaba era lo silencioso que estaba el edificio. Carajo, ni siquiera se oían gritar los escuincles de la portera que son bien chillones. Por eso mejor agarré mi chamarra y que me salgo para la calle.
Y ai me tienen, caminé y caminé como pinche loco, parándome de repente a ver las carteleras de los cines que pasan puras películas de esas pornográficas, ¿así se dice?, o para mirar, con ganas de llegarles, a las chamacas que pasaban meneándolas mucho, aunque ya sabía que sin dinero nomás no hay de piña.
Bueno, el caso es que me aventé, así a pata, desde las calles del Carmen, que ahí tienen su casa, hasta el Caballito que es donde empezó a llover. Uta madre eso sí fue el colmo. Ya era de noche y de pronto se quedaron las calles vacías. Y yo allí, en pleno Reforma, con el humorcito que me cargaba, chorreando agua como un imbécil y parado debajo de una cornisa que ni me tapaba nada, esperando que se quitara la lluvia o quién sabe qué cosa.
Pero no se aburran que aquí viene lo bueno. En esas estaba cuando ai tienen que salió un coche derrapándose por la glorieta y zas pum ¡mocos!, que llega y se estrella contra un poste a un lado de donde estaba yo. Me escapé apenas por un pelito, y todavía no me reponía del susto cuando oí que alguien se quejaba. Me acerqué y vi a un hombre que salía arrastrándose de entre los restos del coche, que no había quedado ya ni pa chatarra.
Estaba fregado el cuate este, todo lleno de sangre y con un fierro del coche enterrado en la barriga. Se quejaba muy quedito, pero cuando vio que me acercaba comenzó a dar tremendos gritotes el pinche maricón, quién sabe qué me notaría en la cara. Yo entonces voltié pa todos lados, para asegurarme de que no viniera nadie, y agarrando el fierro que traía clavado, se lo hundí más en la panza hasta que dejó de gritar y se quedó quieto. Luego fui corriendo a llamar una ambulancia y me estuve ahí bajo la lluvia hasta que llegaron a recoger el cadáver. "Ha de haber andado borracho", le dije a unos de los camilleros y me fui para mi casa en el momento en que dejaba de llover, evitando a las viejas que me salían al paso en todas las calles oscuras. Esa noche dormí muy a gusto.
Leído en http://www.letrasperdidas.galeon.com/n_gustavomasso03.htm
® Gustavo Masso
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