¿Qué hicimos para merecer esto? La Selección dio un partidazo hasta que se asustó de su propio poderío y se refugió en su área como en el regazo materno.
Giovani, que había sido un fantasma, tuvo su domingo de resurrección. Su gol confirmó la capacidad del equipo para decidir jugadas de media distancia. Pero también tuvo un efecto emocional atroz. A partir de ese momento, el Tri ya no parecía entrenado por el enjundioso Herrera, sino por un Sófocles de barrio que propiciaba una tragedia.
En ese lapso de angustia, cada vez que Robben tomaba la pelota daban ganas de que el árbitro decretara una pausa de hidratación.
El equipo de Orange jugó a la temperatura en que crecen las naranjas. El estadio de Fortaleza parecía estar en Martínez de la Torre, Veracruz. Van Persie salió del campo, derrotado por la marca y el calor. El clima era nuestro aliado, pero ningún partido se gana por insolación.
Por desgracia, el Tri abandonó la pelota apenas se sintió fuerte. Esto sería un enigma psicológico si no formara parte de una atávica costumbre nacional: asustarse con los logros conseguidos.
Holanda carece de sentido del drama en el futbol. Tres veces ha quedado en segundo lugar sin que eso represente un trauma. Recuerdo la ocasión en que Kluivert falló un penalti y la cámara enfocó a Guillermo Alejandro, entonces príncipe de Orange. ¿Qué hizo el heredero al trono ante la pifia? Sonreír divertido.
El dolor del “Maracanazo” convirtió a Brasil en una potencia. En cambio, los prósperos Países Bajos pueden prescindir de la compensación emotiva del futbol. Si ganan, lo disfrutan; si pierden, siguen siendo holandeses.
México llegó al campo con los agravios acumulados por el gol de Peiró en Chile ‘62, la fractura de Onofre en vísperas de México ‘70, la eliminación en Haití para Alemania ‘74, las golizas recibidas en Argentina ‘78, la suspensión de Italia ‘90 por los cachirules, los penaltis de Estados Unidos ‘94. Pero no basta sufrir más que Holanda para superarla.
Herrera tomó al cuarto equipo de la Concacaf y le cambió el rostro. Su forma de festejar los goles se convirtió en el más extremo performance de la dicha. Si nuestro sueño de niños era abrazar a Santa Claus, ahora es abrazar al “Piojo”. Ojalá el sorprendente técnico siga al frente del Tri otros cuatro años.
La Selección nacional enfrentó a Holanda sin miedo, pero se temió a sí misma. Asustada de lo que había logrado, cedió la iniciativa.
Sólo cuando superemos este complejo seremos capaces de salir del laberinto de la soledad para merecer la extraordinaria frase de Miguel Herrera: “¡Somos a toda madre!”.
Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/fuimos-a-toda-madre-10102.HTML
Giovani, que había sido un fantasma, tuvo su domingo de resurrección. Su gol confirmó la capacidad del equipo para decidir jugadas de media distancia. Pero también tuvo un efecto emocional atroz. A partir de ese momento, el Tri ya no parecía entrenado por el enjundioso Herrera, sino por un Sófocles de barrio que propiciaba una tragedia.
En ese lapso de angustia, cada vez que Robben tomaba la pelota daban ganas de que el árbitro decretara una pausa de hidratación.
El equipo de Orange jugó a la temperatura en que crecen las naranjas. El estadio de Fortaleza parecía estar en Martínez de la Torre, Veracruz. Van Persie salió del campo, derrotado por la marca y el calor. El clima era nuestro aliado, pero ningún partido se gana por insolación.
Por desgracia, el Tri abandonó la pelota apenas se sintió fuerte. Esto sería un enigma psicológico si no formara parte de una atávica costumbre nacional: asustarse con los logros conseguidos.
Holanda carece de sentido del drama en el futbol. Tres veces ha quedado en segundo lugar sin que eso represente un trauma. Recuerdo la ocasión en que Kluivert falló un penalti y la cámara enfocó a Guillermo Alejandro, entonces príncipe de Orange. ¿Qué hizo el heredero al trono ante la pifia? Sonreír divertido.
El dolor del “Maracanazo” convirtió a Brasil en una potencia. En cambio, los prósperos Países Bajos pueden prescindir de la compensación emotiva del futbol. Si ganan, lo disfrutan; si pierden, siguen siendo holandeses.
México llegó al campo con los agravios acumulados por el gol de Peiró en Chile ‘62, la fractura de Onofre en vísperas de México ‘70, la eliminación en Haití para Alemania ‘74, las golizas recibidas en Argentina ‘78, la suspensión de Italia ‘90 por los cachirules, los penaltis de Estados Unidos ‘94. Pero no basta sufrir más que Holanda para superarla.
Herrera tomó al cuarto equipo de la Concacaf y le cambió el rostro. Su forma de festejar los goles se convirtió en el más extremo performance de la dicha. Si nuestro sueño de niños era abrazar a Santa Claus, ahora es abrazar al “Piojo”. Ojalá el sorprendente técnico siga al frente del Tri otros cuatro años.
La Selección nacional enfrentó a Holanda sin miedo, pero se temió a sí misma. Asustada de lo que había logrado, cedió la iniciativa.
Sólo cuando superemos este complejo seremos capaces de salir del laberinto de la soledad para merecer la extraordinaria frase de Miguel Herrera: “¡Somos a toda madre!”.
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