lunes, 30 de junio de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - Legitimidad y conflicto de intereses

Los escándalos van y vienen. Se cobran su víctima y desaparecen. No suele aprenderse mucho de ellos; no parecen ser inhibidores eficaces del atropello. Alimentan el morbo, permiten el desahogo de la rabia y poco más. Los problemas quedan. Por eso no tiene mucho sentido detenerse en el escándalo y sus protagonistas. Lo que permanece con nosotros es un grave vicio de nuestra vida pública: la utilización de la función pública para la ventaja privada. Tan imbricada entre nosotros es esa confusión que, a quienes se pilla en abierta transgresión, se dicen sorprendidos por la queja: también soy abogado y puedo representar a quien sea; soy empresario y pienso en los negocios que pueden abrirse en el país para generar empleo. Es irrelevante que sea funcionario público, no importa que sea legislador. El ladrón que es sorprendido hurtando suele negar los hechos; quien es descubierto en abierto conflicto de interés se indigna por la acusación.








El conflicto de intereses, particularmente en la órbita legislativa, tiene un efecto corrosivo que es necesario atender: la legitimidad misma de la tarea queda en entredicho cuando los legisladores actúan como delegados de su propio interés o como agentes de fuerzas económicas. Desde luego, la representación absorbe los intereses diversos de una sociedad, expresa directa o indirectamente la voluntad de los grupos políticos, de centrales sindicales o sectores empresariales pero no puede ser simple traslado del interés parcial a la vida pública. La democracia se alimenta de la expectativa de transformar esos intereses en política común. Un parlamento es moderno precisamente cuando rompe con ese vínculo medieval que hacía de los representantes simples mensajeros que portaban la instrucción de sus patrones. Tener legisladores al servicio de su propia ambición empresarial o entregados a un patrocinador es romper el principio democrático elemental: el Congreso como foro deliberante de lo público.


Quiero decir que la legitimidad de la representación política no depende solamente de la fuente electoral sino también del desempeño de los representantes como agentes del interés común. No hay, desde luego, una sola vía para llegar a ese interés; no existe tampoco una ruta única para acceder a él. Se trata, por supuesto, de una noción ambigua y disputable. ¿Qué propuesta de las que se debaten en un Congreso es la que, auténticamente defiende el interés común? Nadie puede decirlo de antemano. Es imposible suprimir la controversia sobre el contenido específico de nuestras normas pero es fácil detectar qué condiciones pervierten el juicio de los legisladores. Empecemos diciendo que es inadmisible que un legislador intervenga en la discusión de una ley mientras hace cálculos de inversión que dependen de esa ley.

Pero en México se ha normalizado la aberración de ofrecer a los grandes conglomerados empresariales una porción de la representación política. Los partidos han puesto a disposición de esos que ahora llamamos poderes fácticos, plazas para que promuevan, desde la sede misma del Congreso, sus intereses. La vía proporcional sirve como envoltura de ese regalo. La existencia de una bancada considerable que no reconoce filiación partidista sino solamente una lealtad a su padrino empresarial es una monstruosidad. Que se haya aclimatado esta práctica no la dispensa. No se trata, bajo ningún concepto, de un mandato del pluralismo. Los agentes económicos tienen derecho a hacerse escuchar y tienen, evidentemente, capacidad para influir. Obsequiarles curules para que actúen desde el Congreso mismo es una abdicación gravísima de los partidos políticos que pervierte la débil democracia mexicana.

Por eso tiene razón Purificación Carpinteyro cuando exige que se juzgue a otros legisladores con la severidad con la que se le ha juzgado a ella. Si la exhibición de sus conversaciones muestran un claro conflicto de interés, hay muchos otros casos que son aún más escandalosos que el de ella: diputados y senadores que deben su asiento al patrocinio de las grandes conglomerados mediáticos y que actúan abiertamente como delegados a su servicio. El escándalo del día debe servir precisamente para eso: para exhibir la corrupción de nuestro régimen representativo y para terminar con la inadmisible práctica de entregar sillas de representación nacional a los grandes poderes empresariales.
 



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