Oscar Bibrián 1979 |
Lágrimas de sangre
Mi marido siempre fue uno de esos hombres enfrentados consigo mismos, personas inmaduras que se han quedado atrás en el tiempo, lamentándose de aquello que no han podido hacer durante su adolescencia, y desean volver a una niñez imposible tratando de revivir recuerdos que les causan más daño que beneficio. Jamás se hacen a la realidad de ser adultos. Prefieren caminar con la cabeza gacha por la calle, con la condena de muchos mal llevados años achacándoles las espaldas, y llegan a sus casas apoltronándose en el sofá o se quedan varados en los bares como ballenas melancólicas, arrepintiéndose de lo que no hicieron, buscando una ayuda que les haga entender la razón del paso del tiempo, por qué éste se ha vengado de ellos, de su cobardía, de su indeterminación en la vida, y los ha dejado sin nada, sin algo por lo que sentirse orgullosos de sí mismos. Algunos de estos hombres pueden ser peligrosos, llegan a los bares y tratan por todos los medios de encontrar jarana con los demás comensales, otros se gastan el dinero en máquinas tragaperras y otros vicios que les hacen olvidar sus obligaciones para con los suyos o maltratan a sus seres queridos al volver a casa.
Son niños enrabietados después de haber perdido la batalla de la vida. La mayoría no son así, muchos pasan desapercibidos por el mundo, con más pena que gloria, encerrándose en sus pisos de soltero o divorciado viendo la televisión o leyendo libros para no tener que pensar. Otros simplemente lloriquean, siempre a escondidas, y toman copas hasta la extenuación esperando que el camarero les preste atención aunque sólo sea para echarles a la calle. Todos ellos quisieron alcanzar la madurez muy pronto, perdiéndose la mejor parte de la película. La juventud es sin duda la mejor época del ser humano, pero ha de finalizar para que nos demos cuenta de lo valiosa e irrepetible que es, de lo poco que la hemos exprimido. Lo justo sería guardarse unos diez años de juventud para aprovecharlos al finalizar la vejez, esa sería la mejor de las pensiones: cumplir los setenta años, con toda la experiencia de la vida en nuestras retinas y recuerdos, y volver a ser joven por una década para aprovechar los momentos perdidos, las oportunidades desperdiciadas, los amores resignados, los besos y caricias anheladas, las lecturas y aprendizajes nunca cursados, los viajes olvidados debido a la falta de dinero en la adolescencia, las aficiones abandonadas.
Probablemente no volvería a casarme con mi marido si nos dieran la oportunidad de ser jóvenes nuevamente, no cometería el mismo error dos veces, aunque a menudo me da la sensación de que si los hombres son el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, las mujeres somos las únicas que tropezamos cien veces con el mismo hombre, o por lo menos las mujeres de mi edad, porque hay que reconocer que las jóvenes de hoy en día tienes bien puestos los... atributos. Ése ha sido el gran logro de las mujeres de mi época, el haber inculcado a nuestras hijas que somos iguales a ellos y tenemos sus mismos derechos. Antes no era así. Antes las mujeres esperábamos al hombre ideal de nuestra vida, pero, mientras tanto, nos casábamos con el primero que nos decía cuatro tonterías y tenía un empleo asegurado.
¿Quién me mandaría a mí casarme con semejante personaje? Ya me lo advertía mi madre:
—Hija, mira que este chico parece buen mozo a primera vista, pero lo veo un poco autoritario contigo, y eso que sólo sois novios desde hace unas pocas semanas. Además, parece un poco borrachín con eso de tener siempre la copa de vino en la mano cada vez que cena con nosotros en casa, que parece que el vaso lo lleve pegado a los dedos.
—No diga bobadas, madre— respondía yo.
¡Pero qué tonta! En cuanto nos casamos, lo primero que hizo él fue comprar un minibar para el salón, bien completito, con sus copas de bohemia y sus botellas de bourbon, vodka y otras "bebidas de hombres", como él las denominaba. Al principio echaba mano de la bebida a escondidas, algo avergonzado de aquello, pero cuando fue aumentando la confianza, o la convivencia mejor dicho, porque confianza nunca la hubo, se preparaba siempre las copas con el mayor descaro, delante de mí, e incluso delante de los niños cuando llegamos a tenerlos. Yo aguantaba este vicio porque ningún daño me hacía, pero cuando se trataba de mis hijos era otra cosa. Buenas broncas tuvimos en casa. Claro que nunca logré disuadirle. Y del sexo ni hablemos, no creo que ningún hombre hubiese sido tan malo en la cama como mi marido. Ya lo decía mi madre, los hombres y las mujeres son como el aceite y el agua, los echas en un vaso, y si no los agitas continuamente, se separan. Algo así nos sucedió a nosotros. Casados oficialmente, aunque aislados el uno del otro. Sin embargo, fue cuando llegaron los verdaderos problemas, los económicos y laborales, cuando mi marido mostró su verdadera cara, su rostro más oscuro, y jamás pude contenerlo.
Tras quince años dedicados a la misma empresa, un taller mecánico de automóviles, el negocio cerró y él se quedó en la calle. No tardó en encontrar un nuevo empleo en la cadena de montaje de una fábrica, pero mucho peor pagado y más agotador. Ya nada fue lo mismo. Llegaba a casa exhausto, se sentaba a la mesa para comer, refunfuñando si la comida no era de su completo agrado, abroncando a sus hijos más que de costumbre cuando armaban algo de jaleo por el piso. Su carácter era mucho más irascible. Dejó el minibar por la taberna de la esquina, la cual fue frecuentando los fines de semana primero, día tras día después, sin descanso, hasta acostumbrarse a llegar a casa a diario totalmente ebrio y enojado por haber acabado así en la vida. Traía tal desprecio y resentimiento a la casa que muy pronto le tuve miedo, y la única vez que osé abroncarle tras llegar borracho a las dos de la madrugada de un martes, me golpeó de tal manera que ya nunca abrí la boca cuando veía en sus ojos el odio de un cobarde embrutecido por el alcohol. Con el tiempo se hizo más agresivo y los maltratados pasaron de la madre a los hijos. Yo no podía soportarlo. Recuerdo a mi hijo menor corriendo despavorido por el pasillo, escondiéndose tras de mi falda para evitar las bofetadas y las patadas de su desmerecido padre. A duras penas conseguía retener a mi marido. Muchas veces me ponía por delante para que se ensañase conmigo. Nunca dormíamos juntos por aquella época. Él decidió dormir en el salón, en el sofá, con la televisión encendida toda la noche y el volumen al máximo, y yo permanecía en la cama de matrimonio de nuestro dormitorio, llorando, temiendo que en algún momento entrase en el cuarto quejándose de mis sollozos y me arrease una paliza.
La falta de dinero se unió infaustamente a su hábito por el juego. Yo al principio no sabía si era realmente tan estúpido como para esperar solucionar todos nuestros problemas con una buena racha en el Bingo, o si simplemente había decidido acabar con lo poco que poseía. Ahora sé que jamás se le pasó por la cabeza sacar su vida, nuestra vida, adelante. En su dispendio ludópata apenas nos dejaba una porción de su salario para sobrevivir como presos. Mis hijos tenían que acudir al colegio como pordioseros, con pantalones apolillados y camisetas descoloridas que debían remangarse para ocultar que eran dos tallas menores de lo relativo a su estatura. No les podía comprar ropa nueva ni libros para su educación, el dinero apenas llegaba para poner un plato en la mesa. Pero lo peor llegaba todas las noches cuando volvía mi esposo de la taberna, después de haber despilfarrado su mensualidad en varias docenas de cartones de Bingo y apuestas, incluso con alguna fulana de club nocturno. Mis niños rara vez percibían su llegada, y si lo hacían, bien se cuidaban de permanecer callados en sus cuartos, ocultos bajos las mantas. Mi marido llamaba primero por el videoportero, pulsando repetidamente el interruptor, como si imaginara que estaba marcando cualquier número a través de una cabina telefónica. Entonces yo descolgaba y preguntaba. Él no respondía, pero lo escuchaba arrimarse contra la puerta y golpear fuerte para que ésta se abriera, mientras maldecía y emitía sucios regüeldos provocados por las nauseas. Siempre le abría. Probablemente debí haber llamado a la policía la primera noche que hizo aquello, pero no fue así, no sé si por azoramiento o por resignación, pero el caso es que nunca avisé a los municipales hasta la última noche de mi desgracia.
Tras varios años soportándolo me cansé de él y me cansé de aguantar el suplicio de convivir con un fantasma continuamente encolerizado. Sólo los peces muertos se dejan llevar por la corriente, y a mis cuarenta y dos años yo estaba todavía muy viva, demasiado viva para desaprovechar el resto de mi vida en compañía de ese cobarde borracho. En una ocasión, la noche de un viernes frío de invierno, hice acopio de voluntad y decidí no contestarle cuando trataba de volver a casa. Él siempre llevaba las llaves del portal consigo, por lo que si no abría nunca la puerta era debido a una necesidad de hacerme la vida imposible y contagiarme la desdicha que lo corroía a él día tras día. Aquél viernes fatídico recuerdo no haber contestado a su llamada. En lugar de eso decidí asomarme a la ventana para ver cómo reaccionaba, y al observar mi marido que su mujer no respondía, encolerizó de tal forma que sus gritos despertaron a buena parte del vecindario. Comenzó a golpear la puerta con tal ferocidad que a punto estuvo de echarla abajo. Miraba hacia arriba para encontrarme, intuyendo con acierto que yo estaría observándole desde la ventana, pero andaba demasiado ebrio para concentrar la vista en un único punto fijo. Mientras tanto yo le espiaba desde las alturas del cuarto piso, sonriendo por su forma de intentar torpemente abrir la puerta sin acertar con la llave en la cerradura. Tras unos instantes lo consiguió, se abalanzó sobre la puerta y el corazón me dio un vuelco. Llamé rápidamente a la policía. Apenas pude articular palabra hasta que conseguí concederles con mucho esfuerzo nuestro número de teléfono completo y la dirección exacta. Sin embargo, en lugar de permanecer en casa atrancando la puerta, como me sugirió la joven agente que contestó al teléfono, por irracional decisión de mis piernas y brazos me acerqué a la puerta de entrada y la abrí para asomarme a las escaleras, como un infeliz espera la llegada del demonio pese a saber que éste lo enviará al mismísimo infierno si lo atrapa.
Lo observé subir lentamente los escalones dando bandazos, pese a que trataba de apresurarse. Recé para que tuviera un fatídico resbalón que lo hiciera trastabillar y caer escaleras abajo, o que en un intento por regurgitar se asomara a la barandilla y cayera al vacío hasta estrellarse contra el suelo del vestíbulo. Pensé también en atacarle aprovechando su confuso ascenso, pero no me atreví. Cuando llegó al patio del cuarto piso lo vi desabrocharse el cinturón mientras maldecía mi nombre. Entonces volví a entrar en mi casa, horriblemente asustada, sin acordarme de cerrar la entrada tras de mí. Cuánto hube de lamentar semejante olvido. Intenté esconderme en la cocina atrancando la puerta, pero cuando amenazó alejándose por el pasillo con matar a mis hijos me vi obligada a entregarme. Entreabrí la puerta para saber si aún andaba cerca y le grité que viniera a por mí con la garganta acuchillada por el miedo. Habiéndome engañado, escondido tras la pared de la cocina, mi marido aprovechó el despiste para precipitarse sobre la puerta y con ello derribarme. En un vano intento por aferrarme a algo mientras caía al suelo volqué la frágil mesa de la cocina. Varios platos y una jarra llena de agua cayeron en mi tentativa por incorporarme. Mientras tanto mi esposo franqueaba el umbral con una rabia infinita fulgurando en su mirada. Cinturón en mano, me golpeó sin piedad como a un animal indefenso. Entretanto yo me arrastraba a través de las baldosas mojadas que me hacían resbalar en la huida. Alcancé con la mano derecha la pata de una silla y la interpuse delante de mi esposo. Él intentó sortearla saltando, pero afortunadamente el whisky mermaba su equilibrio y cayó de bruces en el suelo con las piernas enredadas con las patas de la silla. Conseguí incorporarme, y junto a mí, en el fregadero, vi el cuchillo utilizado horas antes para cortar el pescado y separar las vísceras. Apareció ante mí la oportunidad, la ocasión de terminar por mí misma el infierno que había vivido durante años y de empezar una nueva vida. Mi mente navegó por un instante en lo que podría haber sido mi existencia de no haberme casado con ese desgraciado. Cientos de ingratos recuerdos se presentaron ante mis ojos a modo de desagradables flashes fotográficos que estremecían todo mi interior y rebelaban mi alma. Acaloradas discusiones por tonterías, días de celebración aguados por el alcohol, ninguna noche en familia, nerviosismo, miedo, disgustos e injurias, bofetadas, patadas, violaciones. Desperté de la pesadilla al escuchar a mi marido gritarme puta a la cara mientras se incorporaba torpemente después de varios segundos de aturdimiento. Decidí no volver a sufrir jamás.
*********
Cuando la policía llegó al piso encontraron a una mujer arrodillada encima de su marido tendido sobre un gran charco de sangre. La esposa se debatía nerviosa en desgarradores sollozos entre el odio y el arrepentimiento, con el afilado cuchillo en las manos y un rostro cubierto por lágrimas de sangre que anhelaba mostrar descanso, aunque sólo transmitía histeria por el encabritado palpitar de su corazón marchito.
Mis hijos salieron de la casa en cuanto escucharon la amenaza de su padre, por lo que salieron ilesos físicamente aunque traumatizados para siempre.
El juez estimó que los maltratos sufridos hasta entonces no justificaban el motivo de mi sanguinario ensañamiento. Además, no creyó totalmente que los maltratos se hubiesen sucedido durante años, pues yo nunca había interpuesto denuncia alguna. Declaró ante los abogados y el jurado que la esposa podía haber atrancado la puerta de entrada y haber esperado a la policía, intuyendo que si no lo hice fue por aprovechar la embriaguez de mi marido para asestarle a sangre fría las diecisiete puñaladas. Tal vez debí dejarme asesinar, pero si no lo hice fue por evitar las ulteriores preguntas de algunas personas que siempre se ponen de parte de los maltratadores: ¿qué habrá hecho la mujer para que su marido la matara? ¿es que era una pareja de drogadictos?
Para los actos más violentos siempre se buscan justificaciones.
Tampoco quise dejar solos en este mundo a mis hijos, y opté por sobrevivir para demostrarles que los malos jamás se salen con la suya.
Me equivoqué.
Ahora mi confinamiento en una celda durante los próximos veinte años me hace renegar categóricamente de la justicia. Pero lo peor sucede a medianoche, cuando, refugiada bajo las sábanas, intuyo la incorpórea forma de mi marido atravesar los barrotes del cuarto y acercarse a mi lecho para susurrarme al oído un insulto y reírse de mi desgracia. Promete no cejar jamás en su empeño por martirizarme, no tiene otro objetivo ahora que su alma vaga errante por el mundo.
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