Clarice Lispector 1920 - 1977 |
Felicidad clandestina
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente
crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras
todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se
llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a
cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño
de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos:
incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos
entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de
Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que
vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como
“fecha natalicio” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras
haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía
odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello
libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por
leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía
pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a
infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de
Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para
quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima
de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella
me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve
transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar
suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su
casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar.
Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña
y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio,
pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya
caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las
calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el
día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor
por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan
secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día
siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón
palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún
en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde,
en el curso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi
corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos
los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo
ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a
otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se
ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la
casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre.
Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su
casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa,
entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez
más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se
volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha
salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo
que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos
espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña
rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue
entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a
prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el
tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen
regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o
pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue
así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No,
no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía
el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa
también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón
pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo
tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde
lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la
casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber
dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes.
Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad.
Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo
presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor.
Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con
el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más
una niña con un libro: era una mujer con su amante.
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