El ensayista francés Pascal Bruckner publicó hace veinte años un ensayo al que puso por título La tentación de la inocencia. Anagrama lo tradujo pocos meses después. Se trataba de un argumento sobre la infantilización del mundo. El hombre corría hacia su infantilización. La cultura contemporánea de los países ricos en Occidente se empeñaba en proteger al individuo, en cubrir su cuerpo de colchones para que ninguna fricción lo lastimara. El niño era el nuevo Dios porque el capricho se había vuelto sagrado, porque la cultura se empeña en mimarnos y en evitarnos el fastidio de hacernos responsables. Al hablar de la infantilización del mundo, el escritor asumía que el resguardo afectivo era condición innegable de los primeros años de la vida. Guarecer con cariño, mantener al niño al margen de los peligros circundantes, librarlo de las cargas de la adultez son marcas irrenunciables de nuestra civilización. Bruckner se oponía a la prolongación excesiva de ese estatuto protector. Que el adulto sea tratado como adulto.
Que el niño sea tratado como niño era el argumento implícito. Abro el periódico y veo el retrato opuesto: estampas de una niñez sin infancia. Bruckner hablaba de una adultez irresponsable y sobreprotegida. Lo que vemos es lo contrario: una niñez descobijada y agredida; una infancia abortada por una barbarie de insensibilidad. Niños expuestos en todas partes a la violencia y al abuso. Niños sin protección, niños lanzados a todas las crueldades del mundo, niños tratados como si no requirieran de un abrigo especial. Blancos del odio, víctimas de la guerra. Migrantes solitarios en busca de una salvación que no llega. Niños que viajan miles de kilómetros, atraviesan el peligro y tocan el infierno para encontrar una puerta cerrada. Niños sofocados en los albergues que debían cuidarlos. Niños que no juegan ni estudian porque trabajan sin haber alcanzado su estatura.
El éxodo de los niños mexicanos y centroamericanos es una de las estampas más terribles de nuestro tiempo podrido. Niños solos, que dejan su pueblo escapando de la violencia o en busca de sus padres ausentes. No los acompaña ningún mayor, no los cuida nadie. El desamparo los expulsa de sus lugares de origen para dirigirlos al rechazo. Atraviesan todo tipo de peligros, sufren agresiones inimaginables y encuentran repulsión al final del recorrido. Ni en el origen ni en el trayecto ni en el destino, los niños encuentran el trato que corresponde a su condición. Al llegar a Estados Unidos son tratados despiadadamente como migrantes ilegales, como si fueran adultos sin papeles que roban trabajos. La reacción del gobierno norteamericano, empezando por la postura del presidente de los Estados Unidos es ciega, insensible ante la dimensión humanitaria de esta tragedia. Ante la calamidad, Obama responde con lenguaje de aduanero. Si los niños no tienen el sello de autorización deben ser expulsados de inmediato. Mientras los niños necesitan resguardo frente a las amenazas que los destierran, el poder actúa como muralla indiferente. Una crisis humanitaria es abordada como un problema migratorio. Su vulnerabilidad no es reconocida, su necesidad de encontrar algún tipo de protección es ignorada. Huyendo de la pobreza, de la violencia, de la extorsión de los criminales; víctimas de los traficantes de personas, encuentran un boleto de regreso a su desolación. Los niños no son tratados como niños.
El vicepresidente boliviano, flanqueado por niños, firma una ley que autoriza el trabajo infantil. Simbólicamente entrega el documento a una niña pequeña de unos doce años que sonríe para las cámaras. Celebra como un triunfo el que los niños de su edad puedan trabajar legalmente. La reforma del gobierno de Evo Morales ha puesto sobre la mesa un problema que, por supuesto, va más allá de la controversia de la legalización. De acuerdo a la OIT, en América Latina hay cerca de 13 millones de niños trabajadores. En México, a pesar de todas las restricciones legales, son más de tres millones de menores de entre 5 y 17 años que trabajan. No parece haber duda de que el circuito de la pobreza se estrecha con el trabajo infantil. Si la legalización no es salida, tampoco lo es la ignorancia de la realidad que empuja a estos niños a dejar la escuela y salir a la calle en busca de un salario o una propina. Condiciones que arrebatan infancia a los niños.
Y de nuevo tenemos en México muestras de un Estado ausente, incapaz de actuar como vigía efectivo de los derechos de los niños en albergues y residencias propios o particulares. Los más vulnerables son los más ignorados.
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