Juan José Arreola 1918 - 2001 |
Ejercicio de diminutivo
Estamos en clase, somos pocos y no hay textos para leer. Alguien pregunta por qué no estoy en los Juegos Florales de Tabasco, tal como lo había prometido.
Ni nodo, ya quedé otra vez mal con Carlos… Y él sí
estuvo una vez en la feria de mi pueblo, manteniendo unos juegos con voz, floral
y rotunda, pero ni modo, don Felipe está enfermo y mañana me voy a
Zapotlán.
Inmediatamente arrepentido, confieso: No es cierto.
Cada vez que debo eludir un compromiso grave, digo con autorización suya que mi
padre está al borde de la muerte. Dios nos perdone.
Como si
bajara de las nubes, Amparo pregunta angelical:
–¿Vive su papá?
–Desde hace noventa años y de puro milagro, porque
apenas nació. Es una invención de mi abuela, porque más que a la luz, lo dio a
una especie de acuario sombrío donde la criatura vivió muchos meses en plan de
infusorio, digamos como un enorme paramecio. Sus ojos todavía no eran ojos.
Parecían entre unos párpados que tampoco funcionaban, dos esferitas de cha, esas
pequeñas semillas que se le ponen al agua fresca de limón y de jamaica para
hacerla medicinal. Son negras, y al empaparse se hinchan y les crece alrededor
una orlita transparente de filamentos viscosos.
–¡Ah, claro, la chía de las horchatas! –dice Carmen con
alegre insolvencia.
–No, Amparo. Vamos por partes: una cosa es la chía y
otra la cha. Otro día se lo explico. Pero si me vuelven a interrumpir ya no les
sigo contando nada. La chía es muy chiquita y más o menos ovalada, como un
frijolito jaspeado, mientras que la cha es redonda y aplanada cual una lenteja y
flota y nada como larva de medusa, esa criatura casi inmaterial que es un puro
esplendor y que se llama Cinturón de Venus. Nada menos.
–Perdón, perdón, es que me acordé de la Suave Patria
vendedora de chía.
–Sí, Amparo, sí, quiero raptarte en la cuaresma opaca y
toda la cosa… ¿Quieren que se la recite entera?
–No, no, mejor síganos contando el nacimiento de su
papá.
–Bueno, quedamos en que sus ojos eran dos semillitas de
cha hinchadas por el agua materna. Opacos, pero yo mejor diría glaucos para ser
más literario, glaucos como los ojitos de los canarios cuando nacen, ¿ustedes
los han visto? No parecen canarios ni nada: una brizna de plumitas. Mi papá
tampoco parecía niño ni cosa que se le parezca. Pero el amor hizo un milagro,
aunque yo no crea que puede llamarse amor lo que sintió mi abuela por aquello
que acababa de sucederle, ya pasados los cincuenta. Pero como buena cristiana
temerosa del limbo, pensó inmediatamente en el bautismo: tarea nada fácil,
porque fue día de San Felipe.
–¡San Felipe Neri!
–No, Amparo, no. Usted todo quiere referirlo a Italia,
y no hay manera de sacarla de su eterno Renacimiento. A Neri se le llama el
Apóstol de Roma, fíjense nomás, porque en medio de la pompa practicó la pobreza
y predicó la humildad con todo el encanto de su palabra franciscana… Tampoco
nació mi padre el 6 de junio, día en que celebraba la Iglesia al Diácono Felipe,
ese que convirtió a Simón Mago y al eunuco de la reina Candacia, ni el 23 de
agosto que está dedicado a la memoria de un médico apellidado Benitti o Benezzi,
que rehusó el arzobispado de Florencia y luego la tiara de San Pedro en
1269.
Amparo no
cede su derecho al error:
–¡San Felipe Apóstol!
Caliente,
caliente, pero todavía no. A ese galileo de Betsaida, que fue uno de los
primeros en acudir al llamado, también lo crucificaron… Precisamente en
Hierópolis, ciudad sagrada aunque pagana. Pero mi padre nació, fíjese, Amparo,
fíjese usted muy bien porque le voy a ayudar: mi padre nació… un 5 de
febrero…
Amparo se
pone a meditar inútilmente, pero alguien junto a ella se apiada y le dice al
oído soplando con urgencia: “¡San Felipe de Jesús!”
–¡Ay de
veras, ya se me estaba olvidando aquel mexicano que crucificaron los japoneses!
¡Pero si hasta hubo una excursión por todo el Oriente, con escala en Nagasaki!
Le gustaban mucho los higos pero la higuera de su casa no daba más que puras
brevas. Y la criada repetía: “cuando la higuera dé higos, Felipillo va a ser
santo”. Porque era pillete.
… Estamos
en el aula 304 de la Facultad de Filosofía y Letras (Seminario de Creación
Literaria, todos los viernes hábiles, de cinco a siete p.m.). Poseído ya por el
espíritu familiar y en plena libertad de cátedra, yo soy quien pide a los
oyentes:
–Déjenme seguirles contando y no se olviden de que para
la semana próxima todos ustedes deben traerme, para calificarlos debidamente, un
ejercicio en diminutivo.
–Sí, sí, que cuente, que cuente, al fin que no tenemos
nada que hacer. –Y para no hacer nada, pues yo me puse a
contar:
–Mi abuela estaba torteando… Bueno, yo bien podría
decirles aquí que mi abuela no torteaba por obligación, pero prefiero la verdad.
Aquellos tiempos no fueron buenos, como ustedes los recuerdan, quienes
estudiaron historia. 1888 fue un año de hambre muy mala, sobre todo allá en el
sur de Jalisco, y casi nadie tenía con qué pagar un cajón de muerto. A casi
todos los enterraban envueltos en petate o de a tiro encuerados. Por eso mi
abuelo cerró provisionalmente su taller de carpintería y se fue de jornalero a
los campos de maíz, por un real de sol a sol. ¿Se acuerdan ustedes? Aquella
moneda de entonces… Mi abuelita tenía las manos muy finas y todos dirán que no
servía para el comal. Pero se equivocan, porque las tortillas mejores las hacen
manos muy delicadas, esas que se inflan y se inflan, y que tienen carita, no
como las mestizas, que son de una sola pieza y masudas como sopes. Bueno, las
mujeres tienen otra vez razón, aunque nos cueste a los hombres: haciéndonos las
tortillas, se les acaban las manos por la cal del nejayote. Como se le acabaron
a mi abuela. ¿Pero dónde se quedó lo que les estaba
contando?
–En el limbo. La mamá de su papá tuvo miedo de que su
hijo se fuera al limbo.
–Ah, sí ya me acordé. Como uno de esos pajaritos que se
caen del nido y que una chiquilla recoge en el jardín cuando sale de la escuela
y se lo echa en el seno para criarlo en su casa, así era el hombre de quien yo
nací. Y como estos pajaritos casi siempre se mueren, a mi abuela le dio un salto
el corazón cuando vio pasar por la ventana, muy aprisa, al padre Arrónez. Pero
más aprisa lo detuvo:
–Deténgase un momentito, ¿es que quiere un favorcito
hacerme por amor de Dios?
–Dígame usted, comadrita, ¿en qué puedo yo
servirle?
El padre
Arrónez estaba de muy mal humor, porque acababan de sacarlo de una gran fiesta,
aquella con que celebraba don Felipe de Jesús Mendoza todos sus cumpleaños. Y
nada menos que con el pretexto eclesiástico de que don Homobono Partida se
estaba muriendo allá muy lejos en su rancho de Las Peñas. Y debería ser él y
nadie más quien fuera a darle la Extrema Unción. El padre Arrónez hizo un rápido
cálculo teológico: “¿Decir adiós al que viene? ¿Saludar al que se va? Bueno,
finalmente, puedo hacer las dos cosas, si Dios nos presta vida y licencia a los
tres. Primo: recibo. Secundo: despido.” Y entró resueltamente a la casa
diciendo: “Ya tráiganme a la criatura.” Pero al ver el tamaño estuvo a punto de
suspender toda iniciativa de sacramento.
Pero Don
José María Moreno había llegado ya, protector de la familia, y dijo sin más ni
más levantando su copa porque venía “a hacer las once”.
–Usted bautice y después
averiguamos…
–¿Pero, y el nombre, va a ser niño o
niña?
–Ni siquiera lo hemos visto… Más bien dicho, sí lo
vimos, pero no le vimos nada.
–A ver, a ver, déjenme ver… Aquí entre las piernitas
tiene muchas arruguitas, no se le ve nada, nada… ¡Pero sí, ya se le vio! Un
frijolito que empieza a germinar… Usted, comadre, pídale a Dios, hoy que es día
de San Felipe, que esto sea un hombrecito… ¡Qué buen patrón tiene el niño! ¿Se
acuerda usted de la higuera? Pero denme también una copa para brindar por la
vida, porque tengo un trago de tepache atorado en la
garganta.
(Dicho
sea entre paréntesis, debo alabanza y memoria eterna al padre Arrónez, porque
pronosticó en la vida de mi padre una fuente de vida: nada menos que la de
catorce.)
–¡La del doble de los gatos! –dijo Amparo sin poderse
contener.
Yo no me
di por ofendido ante aquella observación incomprensible y sigo entre paréntesis
(nacimos catorce y vivimos doce, seis mujeres y seis hombres, aunque en la
página de la eternidad somos quince, porque la fuentecita de vida nos tenía
reservada una última sorpresa, pero cierro el paréntesis), a fin de que el padre
Arrónez consume la experiencia de un bautismo
inesperado:
–Tú, muchacho, que nomás estás aquí de mirón asomándote
por la ventana, toma estos tlacos y vete corriendo al curato. Diles que me
manden un caballo y un monaguillo, que me tengan listo el viático a las puertas
de la parroquia porque a don Homobono ya no le queda más que un hilito de vida…
¡Traigan un jarro de agua, una jicarita por favor y unos cuantos granitos de
sal…! Pero ante todo salud, salud en este valle de lágrimas por los que llegan o
se van… ¿Y quiénes van a ser los padrinos?
–Pues que sean sus hermanos grandes ¿no le parece?
Refugio y Librado…
–¡Carambas, carambas, este mezcal de veras raspa, si
hasta parece tequila! Qué se acerquen los padrinos… Espérense, espérense, no
agarren al niño con las manos porque lo van a matar… Vamos a ponerlo encima de
esta almohadita… ¿Dónde dejé mi copita? Gracias, muchas gracias por la molestia.
In nomine Patris et Fillium… –Un largo acceso de tos interrumpió la ceremonia,
como Amparo mi relato otra vez:
–¿Usted sabe latín?
–Amparo por favor, si yo supiera latín no estaría aquí
dando clases de redacción en español, sino traduciendo a Propercio… El padre
Arrónez no tenía muchos latines y por eso abrevió a más no poder: “Ego te
baptiso in nómine ¿de quién? De Filipo. Philippus apóstolus tuum, Jhesus
Christus… in die, in die ¿a cuántos estamos hoy? Calendas februarii quintum
diem, mexicanae primus mártirum conmemorantur… ¡Denme otra jícara de agua, por
favor! ¿Dónde está mi caballo? ¿Ya me lo trajeron? ¡Don Homobono Partida se está
muriendo de deveras mientras yo estoy aquí bautizando una criaturita de
mentiras! ¿Ya llegó? ¡Bendito sea Dios! Vengan muchachos, uno sostenga las
riendas y otro el estribo y entre todos ayúdenme a montar… Y usted, comadrita,
quítese por favor esa cara de Mater Dolorosa entre tantos hijos que tiene buenos
y sanos y dele gracias al Creador. Si se le muere entiérrelo en el patio, sin
que se entere mi compadre… Por cierto, hace tres días que no lo veo, ¿por dónde
anda? Adiós, adiós a toda la concurrencia…”
(Se lo
estoy viendo en la cara: Amparo ya no se aguanta las ganas de hablar mal de los
sacerdotes y yo tengo la culpa. Por eso me abstengo de comunicar una última
ocurrencia: don Homobono Partida le había prometido desde hace mucho un caballo
entero, el mejor de los suyos, pero no cumplía su palabra. Y el padre Arrónez
debía aprovechar la oportunidad de que le entregara el garañón en su lecho de
muerte. Por eso la detengo con el gesto y formulo una pregunta
imperiosa:)
–¿Ustedes han oído hablar de las
salamanquesas?
Ante el
silencio general, declaro impunemente:
–Se trata de unos pequeños lagartos de jalea que cuando
más miden un jeme, ese espacio comprendido entre el índice y el pulgar, cuando
uno abre la mano.
–¡Los ajolotes!
–No. Las salamanquesas viven en la tierra, mientras los
ajolotes desarrollan sus malas costumbres en el agua, allí donde las mujeres no
deben bañarse sin tomar las debidas precauciones en estanques y
jagüeyes.
–¿Por qué?
–Veo con tristeza que ustedes no han leído un página
mía que se refiere al asunto y a ese texto los remito si quieren mayor
información. Lo cierto es que mi padre se agarró a la vida como una salamanquesa
a la pared. Y aunque viscoso, si ese lagartijito se cae o le damos un golpe,
tiene la facultad de romperse en mil pedazos, como si fuera de vidrio. Por eso
mi abuela tomó precauciones infinitas y puso a mi padre dentro de un cajoncito
que le servía de costurero. Y más que por la boquita, lo alimentaba por todo el
cuerpecito. ¿Saben cómo? Humedeciéndolo con un hilachito empapado en el agua del
machihuis, esa palanganita de barro donde las mujeres que están echando
tortillas se humedecen los dedos, y que por lo tanto está más o menos saturada
de sustancias nutritivas: esas que se desprenden al mismo tiempo de la masa del
maíz y de la calecita del nixtamal. A todas las damas que tengan un hijo
demasiado prematuro, les recomiendo el tratamiento. ¡Pero mucho cuidado! Si se
les pasa la mano y el niño se esponja más de la cuenta, hay que ponerlo a secar
junto al fogón, para que se le evaporen los tejidos y se le vaya amacizando el
esqueletito. Todo es cosa de agua de más o de menos. Pero eso sí, váyanlo
acostumbrando poquito a poco a que algo también le entre por la boca, y denle
con una hoja de naranjo en vez de cuchara, sus gotitas de leche adelgazada con
té de yerbabuena y con unos cuantos granitos de azúcar, y ya verán cómo se les
crían… ¡Como si los hubieran traído los nueve meses completos bajo el vientre,
antes de aplicárselos al seno!
–¡Pobrecita de ti, alma mía, cuánto
sufrirías!
–¿Quién dijo eso?
Doña
Jesucita Solórzano. La única persona fuera de la familia que se enteró del caso,
y que tantas veces le oyó decir a mi abuelo, cuando preguntaba en voz alta, una
mano en la cintura y la otra apoyada en el filo de la
puerta:
–¿Ya se murió la criatura?
–No, Salvador, sigue viviendo…
Incrédula
a más no poder, Amparo pone un punto de interrogación final a mi
cuento:
–¿Pero de veras vivió su papá?
Ante la pregunta iluminada, desciendo ostentosamente de
la cátedra para confundirme entre los alumnos. Y cuando estoy cerca de Amparo,
la interpelo en voz muy baja: “¿Acaso no estamos usted y yo en este mundo, aquí
en esta sala de clases?” Y le estrecho ambas manos dentro de un silencio que
todos los circunstantes hicieron de pronto respetuoso y
solemne
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