sábado, 5 de julio de 2014

Juan José Arreola - Ejercicio de diminutivo

Juan José Arreola
1918 - 2001

Ejercicio de diminutivo

Estamos en clase, somos pocos y no hay textos para leer. Alguien pregunta por qué no estoy en los Juegos Florales de Tabasco, tal como lo había prometido.
Ni nodo, ya quedé otra vez mal con Carlos… Y él sí estuvo una vez en la feria de mi pueblo, manteniendo unos juegos con voz, floral y rotunda, pero ni modo, don Felipe está enfermo y mañana me voy a Zapotlán.

 Inmediatamente arrepentido, confieso: No es cierto. Cada vez que debo eludir un compromiso grave, digo con autorización suya que mi padre está al borde de la muerte. Dios nos perdone.

 Como si bajara de las nubes, Amparo pregunta angelical:

 –¿Vive su papá?



 –Desde hace noventa años y de puro milagro, porque apenas nació. Es una invención de mi abuela, porque más que a la luz, lo dio a una especie de acuario sombrío donde la criatura vivió muchos meses en plan de infusorio, digamos como un enorme paramecio. Sus ojos todavía no eran ojos. Parecían entre unos párpados que tampoco funcionaban, dos esferitas de cha, esas pequeñas semillas que se le ponen al agua fresca de limón y de jamaica para hacerla medicinal. Son negras, y al empaparse se hinchan y les crece alrededor una orlita transparente de filamentos viscosos.


 –¡Ah, claro, la chía de las horchatas! –dice Carmen con alegre insolvencia.


 –No, Amparo. Vamos por partes: una cosa es la chía y otra la cha. Otro día se lo explico. Pero si me vuelven a interrumpir ya no les sigo contando nada. La chía es muy chiquita y más o menos ovalada, como un frijolito jaspeado, mientras que la cha es redonda y aplanada cual una lenteja y flota y nada como larva de medusa, esa criatura casi inmaterial que es un puro esplendor y que se llama Cinturón de Venus. Nada menos.


 –Perdón, perdón, es que me acordé de la Suave Patria vendedora de chía.

 –Sí, Amparo, sí, quiero raptarte en la cuaresma opaca y toda la cosa… ¿Quieren que se la recite entera?

 –No, no, mejor síganos contando el nacimiento de su papá.

 –Bueno, quedamos en que sus ojos eran dos semillitas de cha hinchadas por el agua materna. Opacos, pero yo mejor diría glaucos para ser más literario, glaucos como los ojitos de los canarios cuando nacen, ¿ustedes los han visto? No parecen canarios ni nada: una brizna de plumitas. Mi papá tampoco parecía niño ni cosa que se le parezca. Pero el amor hizo un milagro, aunque yo no crea que puede llamarse amor lo que sintió mi abuela por aquello que acababa de sucederle, ya pasados los cincuenta. Pero como buena cristiana temerosa del limbo, pensó inmediatamente en el bautismo: tarea nada fácil, porque fue día de San Felipe.

 –¡San Felipe Neri!

 –No, Amparo, no. Usted todo quiere referirlo a Italia, y no hay manera de sacarla de su eterno Renacimiento. A Neri se le llama el Apóstol de Roma, fíjense nomás, porque en medio de la pompa practicó la pobreza y predicó la humildad con todo el encanto de su palabra franciscana… Tampoco nació mi padre el 6 de junio, día en que celebraba la Iglesia al Diácono Felipe, ese que convirtió a Simón Mago y al eunuco de la reina Candacia, ni el 23 de agosto que está dedicado a la memoria de un médico apellidado Benitti o Benezzi, que rehusó el arzobispado de Florencia y luego la tiara de San Pedro en 1269.

 Amparo no cede su derecho al error:

 –¡San Felipe Apóstol!

 Caliente, caliente, pero todavía no. A ese galileo de Betsaida, que fue uno de los primeros en acudir al llamado, también lo crucificaron… Precisamente en Hierópolis, ciudad sagrada aunque pagana. Pero mi padre nació, fíjese, Amparo, fíjese usted muy bien porque le voy a ayudar: mi padre nació… un 5 de febrero…

 Amparo se pone a meditar inútilmente, pero alguien junto a ella se apiada y le dice al oído soplando con urgencia: “¡San Felipe de Jesús!”

¡Ay de veras, ya se me estaba olvidando aquel mexicano que crucificaron los japoneses! ¡Pero si hasta hubo una excursión por todo el Oriente, con escala en Nagasaki! Le gustaban mucho los higos pero la higuera de su casa no daba más que puras brevas. Y la criada repetía: “cuando la higuera dé higos, Felipillo va a ser santo”. Porque era pillete.

 … Estamos en el aula 304 de la Facultad de Filosofía y Letras (Seminario de Creación Literaria, todos los viernes hábiles, de cinco a siete p.m.). Poseído ya por el espíritu familiar y en plena libertad de cátedra, yo soy quien pide a los oyentes:

 –Déjenme seguirles contando y no se olviden de que para la semana próxima todos ustedes deben traerme, para calificarlos debidamente, un ejercicio en diminutivo.

 –Sí, sí, que cuente, que cuente, al fin que no tenemos nada que hacer. –Y para no hacer nada, pues yo me puse a contar:

 –Mi abuela estaba torteando… Bueno, yo bien podría decirles aquí que mi abuela no torteaba por obligación, pero prefiero la verdad. Aquellos tiempos no fueron buenos, como ustedes los recuerdan, quienes estudiaron historia. 1888 fue un año de hambre muy mala, sobre todo allá en el sur de Jalisco, y casi nadie tenía con qué pagar un cajón de muerto. A casi todos los enterraban envueltos en petate o de a tiro encuerados. Por eso mi abuelo cerró provisionalmente su taller de carpintería y se fue de jornalero a los campos de maíz, por un real de sol a sol. ¿Se acuerdan ustedes? Aquella moneda de entonces… Mi abuelita tenía las manos muy finas y todos dirán que no servía para el comal. Pero se equivocan, porque las tortillas mejores las hacen manos muy delicadas, esas que se inflan y se inflan, y que tienen carita, no como las mestizas, que son de una sola pieza y masudas como sopes. Bueno, las mujeres tienen otra vez razón, aunque nos cueste a los hombres: haciéndonos las tortillas, se les acaban las manos por la cal del nejayote. Como se le acabaron a mi abuela. ¿Pero dónde se quedó lo que les estaba contando?

 –En el limbo. La mamá de su papá tuvo miedo de que su hijo se fuera al limbo.

 –Ah, sí ya me acordé. Como uno de esos pajaritos que se caen del nido y que una chiquilla recoge en el jardín cuando sale de la escuela y se lo echa en el seno para criarlo en su casa, así era el hombre de quien yo nací. Y como estos pajaritos casi siempre se mueren, a mi abuela le dio un salto el corazón cuando vio pasar por la ventana, muy aprisa, al padre Arrónez. Pero más aprisa lo detuvo:

 –Deténgase un momentito, ¿es que quiere un favorcito hacerme por amor de Dios?

 –Dígame usted, comadrita, ¿en qué puedo yo servirle?

 El padre Arrónez estaba de muy mal humor, porque acababan de sacarlo de una gran fiesta, aquella con que celebraba don Felipe de Jesús Mendoza todos sus cumpleaños. Y nada menos que con el pretexto eclesiástico de que don Homobono Partida se estaba muriendo allá muy lejos en su rancho de Las Peñas. Y debería ser él y nadie más quien fuera a darle la Extrema Unción. El padre Arrónez hizo un rápido cálculo teológico: “¿Decir adiós al que viene? ¿Saludar al que se va? Bueno, finalmente, puedo hacer las dos cosas, si Dios nos presta vida y licencia a los tres. Primo: recibo. Secundo: despido.” Y entró resueltamente a la casa diciendo: “Ya tráiganme a la criatura.” Pero al ver el tamaño estuvo a punto de suspender toda iniciativa de sacramento.

 Pero Don José María Moreno había llegado ya, protector de la familia, y dijo sin más ni más levantando su copa porque venía “a hacer las once”.

 –Usted bautice y después averiguamos…

 –¿Pero, y el nombre, va a ser niño o niña?

 –Ni siquiera lo hemos visto… Más bien dicho, sí lo vimos, pero no le vimos nada.

 –A ver, a ver, déjenme ver… Aquí entre las piernitas tiene muchas arruguitas, no se le ve nada, nada… ¡Pero sí, ya se le vio! Un frijolito que empieza a germinar… Usted, comadre, pídale a Dios, hoy que es día de San Felipe, que esto sea un hombrecito… ¡Qué buen patrón tiene el niño! ¿Se acuerda usted de la higuera? Pero denme también una copa para brindar por la vida, porque tengo un trago de tepache atorado en la garganta.

 (Dicho sea entre paréntesis, debo alabanza y memoria eterna al padre Arrónez, porque pronosticó en la vida de mi padre una fuente de vida: nada menos que la de catorce.)

 –¡La del doble de los gatos! –dijo Amparo sin poderse contener.

 Yo no me di por ofendido ante aquella observación incomprensible y sigo entre paréntesis (nacimos catorce y vivimos doce, seis mujeres y seis hombres, aunque en la página de la eternidad somos quince, porque la fuentecita de vida nos tenía reservada una última sorpresa, pero cierro el paréntesis), a fin de que el padre Arrónez consume la experiencia de un bautismo inesperado:

 –Tú, muchacho, que nomás estás aquí de mirón asomándote por la ventana, toma estos tlacos y vete corriendo al curato. Diles que me manden un caballo y un monaguillo, que me tengan listo el viático a las puertas de la parroquia porque a don Homobono ya no le queda más que un hilito de vida… ¡Traigan un jarro de agua, una jicarita por favor y unos cuantos granitos de sal…! Pero ante todo salud, salud en este valle de lágrimas por los que llegan o se van… ¿Y quiénes van a ser los padrinos?

 –Pues que sean sus hermanos grandes ¿no le parece? Refugio y Librado…

 –¡Carambas, carambas, este mezcal de veras raspa, si hasta parece tequila! Qué se acerquen los padrinos… Espérense, espérense, no agarren al niño con las manos porque lo van a matar… Vamos a ponerlo encima de esta almohadita… ¿Dónde dejé mi copita? Gracias, muchas gracias por la molestia. In nomine Patris et Fillium… –Un largo acceso de tos interrumpió la ceremonia, como Amparo mi relato otra vez:

 –¿Usted sabe latín?

 –Amparo por favor, si yo supiera latín no estaría aquí dando clases de redacción en español, sino traduciendo a Propercio… El padre Arrónez no tenía muchos latines y por eso abrevió a más no poder: “Ego te baptiso in nómine ¿de quién? De Filipo. Philippus apóstolus tuum, Jhesus Christus… in die, in die ¿a cuántos estamos hoy? Calendas februarii quintum diem, mexicanae primus mártirum conmemorantur… ¡Denme otra jícara de agua, por favor! ¿Dónde está mi caballo? ¿Ya me lo trajeron? ¡Don Homobono Partida se está muriendo de deveras mientras yo estoy aquí bautizando una criaturita de mentiras! ¿Ya llegó? ¡Bendito sea Dios! Vengan muchachos, uno sostenga las riendas y otro el estribo y entre todos ayúdenme a montar… Y usted, comadrita, quítese por favor esa cara de Mater Dolorosa entre tantos hijos que tiene buenos y sanos y dele gracias al Creador. Si se le muere entiérrelo en el patio, sin que se entere mi compadre… Por cierto, hace tres días que no lo veo, ¿por dónde anda? Adiós, adiós a toda la concurrencia…”

 (Se lo estoy viendo en la cara: Amparo ya no se aguanta las ganas de hablar mal de los sacerdotes y yo tengo la culpa. Por eso me abstengo de comunicar una última ocurrencia: don Homobono Partida le había prometido desde hace mucho un caballo entero, el mejor de los suyos, pero no cumplía su palabra. Y el padre Arrónez debía aprovechar la oportunidad de que le entregara el garañón en su lecho de muerte. Por eso la detengo con el gesto y formulo una pregunta imperiosa:)

 –¿Ustedes han oído hablar de las salamanquesas?

 Ante el silencio general, declaro impunemente:

 –Se trata de unos pequeños lagartos de jalea que cuando más miden un jeme, ese espacio comprendido entre el índice y el pulgar, cuando uno abre la mano.

 –¡Los ajolotes!

 –No. Las salamanquesas viven en la tierra, mientras los ajolotes desarrollan sus malas costumbres en el agua, allí donde las mujeres no deben bañarse sin tomar las debidas precauciones en estanques y jagüeyes.

 –¿Por qué?

 –Veo con tristeza que ustedes no han leído un página mía que se refiere al asunto y a ese texto los remito si quieren mayor información. Lo cierto es que mi padre se agarró a la vida como una salamanquesa a la pared. Y aunque viscoso, si ese lagartijito se cae o le damos un golpe, tiene la facultad de romperse en mil pedazos, como si fuera de vidrio. Por eso mi abuela tomó precauciones infinitas y puso a mi padre dentro de un cajoncito que le servía de costurero. Y más que por la boquita, lo alimentaba por todo el cuerpecito. ¿Saben cómo? Humedeciéndolo con un hilachito empapado en el agua del machihuis, esa palanganita de barro donde las mujeres que están echando tortillas se humedecen los dedos, y que por lo tanto está más o menos saturada de sustancias nutritivas: esas que se desprenden al mismo tiempo de la masa del maíz y de la calecita del nixtamal. A todas las damas que tengan un hijo demasiado prematuro, les recomiendo el tratamiento. ¡Pero mucho cuidado! Si se les pasa la mano y el niño se esponja más de la cuenta, hay que ponerlo a secar junto al fogón, para que se le evaporen los tejidos y se le vaya amacizando el esqueletito. Todo es cosa de agua de más o de menos. Pero eso sí, váyanlo acostumbrando poquito a poco a que algo también le entre por la boca, y denle con una hoja de naranjo en vez de cuchara, sus gotitas de leche adelgazada con té de yerbabuena y con unos cuantos granitos de azúcar, y ya verán cómo se les crían… ¡Como si los hubieran traído los nueve meses completos bajo el vientre, antes de aplicárselos al seno!

 –¡Pobrecita de ti, alma mía, cuánto sufrirías!

 –¿Quién dijo eso?

 Doña Jesucita Solórzano. La única persona fuera de la familia que se enteró del caso, y que tantas veces le oyó decir a mi abuelo, cuando preguntaba en voz alta, una mano en la cintura y la otra apoyada en el filo de la puerta:

 –¿Ya se murió la criatura?

 –No, Salvador, sigue viviendo…

 Incrédula a más no poder, Amparo pone un punto de interrogación final a mi cuento:

 –¿Pero de veras vivió su papá?


Ante la pregunta iluminada, desciendo ostentosamente de la cátedra para confundirme entre los alumnos. Y cuando estoy cerca de Amparo, la interpelo en voz muy baja: “¿Acaso no estamos usted y yo en este mundo, aquí en esta sala de clases?” Y le estrecho ambas manos dentro de un silencio que todos los circunstantes hicieron de pronto respetuoso y solemne


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