Hoy se promulgarán las leyes en materia energética. No hay duda de que se trata del mayor éxito de la administración de Enrique Peña Nieto. Su gobierno parece haberse diseñado para llegar precisamente a este festejo: lograr la reforma imposible. Así se veía apenas hace unos meses. Un cambio económicamente urgente y políticamente inviable. La reforma más necesaria y la más espinosa. El diagnóstico de las élites era coincidente: la modificación del régimen energético era el gran pendiente del proceso iniciado hace casi treinta años. Transformar el estatuto del petróleo era visto como algo tan decisivo como inviable. Económicamente indispensable, políticamente imposible.
Quedan, desde luego, muchos capítulos pendientes para hacer realidad los propósitos del cambio. Lo que conocemos como la “implementación” de la reforma encierra seguramente más retos que el cambio de las reglas constitucionales y legales. Pero el hecho mismo de que se haya podido modificar el marco normativo de la energía en México es un acontecimiento histórico. Podremos diferir al evaluar las bondades, miserias o peligros del cambio pero creo que es imposible negar su profundidad.
Si es debido reconocer el éxito de la administración al lograr su meta más cara, habrá también que evaluar sus méritos y sus consecuencias a la luz de sus altísimas aspiraciones. El rasero de la reforma es muy alto. Es que en la reforma energética no se ha visto simplemente un cambio al sector, una estrategia para modernizar la industria petrolera o eléctrica, para introducir competencia y atraer inversión. En la reforma que hoy cristaliza en numerosos cambios legislativos se ha querido ver el acto que logrará la liberación de todo el potencial de nuestra economía. Muchas voces coincidieron al ubicar en el estancamiento normativo del petróleo la razón principal de la falta de energía, la discontinuidad y la mediocridad del crecimiento. Abandonar el tabú del petróleo era indispensable para alcanzar finalmente las posibilidades de nuestro desarrollo. La reforma energética era la reforma reina.
Las expectativas de los promotores nos hacen recordar los sueños que se tejieron al promover el Tratado de Libre Comercio hace veinte años. La firma de aquel convenio se dibujó como una plataforma milagrosa. El acuerdo trilateral colocaría a México en la senda de la modernidad. El acuerdo económico se vendió como un acto de redefinición nacional. Exportaríamos productos, no personas. No niego el éxito comercial del tratado, dudo que sus efectos sociales hayan sido los que se anunciaban hace dos décadas. ¿No valdría equiparse de cierta cautela frente las expectativas que hoy se inflan por la ansiada reforma energética?
En todo caso, esta reforma que no ha sido promovida como una simple reforma energética, no puede ser ser evaluada en esos términos estrictos. En ella cae una responsabilidad que trasciende la suerte de la empresa pública de petróleo, los precios de tal o cual producto, los efectos de la competencia en el sector eléctrico, la capacidad del Estado mexicano para regular a las multinacionales más poderosas o la posibilidad de combatir la corrupción en este ámbito. Por su relevancia económica, por su peso simbólico y por el momento en que se produce, la reforma energética terminará siendo la prueba de fuego de un proyecto reformista que no ha dado los resultados que ha prometido desde hace un cuarto de siglo. Quiero decir que, si con esta reforma se corona el ímpetu iniciado desde finales de los años ochenta, habrá de ser esta misma reforma la que la selle políticamente. Sus retos, siendo muy técnicos, son esencialmente políticos.
¿Exagero si digo que la viabilidad misma de aquel proyecto cuelga de la desembocadura de esta reforma? Creo que no. Esta reforma está obligada a dar los resultados que ha prometido explícitamente. Pero a esta reforma se le ha colgado una esperanza tácita: lograr, finalmente, proyectar un crecimiento alto y sostenido. Es la oferta que se nos ha hecho reiteradamente. Los defensores del proyecto que es económicamente hegemónico desde hace treinta años han reiterado que la mediocridad de nuestro crecimiento se debe al carácter trunco de las reformas y han señalado precisamente al sector energético como causante de nuestra insuficiencia. Con una reforma a la medida de sus deseos se habrán quedado sin excusas. Si esta reforma falla, una era reformista habrá muerto.
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