Una mirada a vuelo de pájaro
La maledicencia y el humor populares lo captaron de manera clara: el momento estelar de la política mexicana a lo largo de varias décadas fue el del “destape” del candidato presidencial. Y para que funcionara se requería de un destapador legitimado, capaz de ungir con su dedo a quien sería el Jefe del Estado. Apareció así también “el dedazo”.
El asunto tiene su historia: el movimiento revolucionario de principios del siglo XX generó, en un primer momento, una ola centrífuga: caudillos regionales, jefes militares, cientos de partidos, conformaban una constelación inestable y cargada de tensiones. No fue casual que antes de cada coyuntura electoral se produjeran alzamientos militares, luego de los cuales, se celebraban los comicios, donde resultaban ganadores los mismos que lo habían hecho en el campo de batalla.
Recordemos: Los hombres de Agua Prieta se levantan en armas contra el Primer Jefe Carranza, luego de lo cual Álvaro Obregón es electo presidente de la República (1920). Adolfo de la Huerta toma las armas contra sus compañeros de ayer, y después de su derrota es electo Plutarco Elías Calles (1924). A Francisco Serrano se le asesina en Huitzilac, lo que permite a continuación la reelección de Obregón (1928). Nuevo levantamiento, ahora encabezado por Gonzalo Escobar, que luego de su fracaso, allana el camino para la elección de Pascual Ortiz Rubio (1929).
Es la creación el Partido Nacional Revolucionario (PNR), por iniciativa de Calles, lo que empieza a revertir esa situación. La construcción de un espacio institucional al que puedan concurrir todas las “corrientes revolucionarias” para dirimir sus diferencias. Se trata de pasar, dice el presidente, de los caudillos a las instituciones, y también de los conflictos armados a la convivencia pacífica. La iniciativa tiene éxito, y cuando el PNR se transforma en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), e incorpora a sus filas a las grandes organizaciones de masas (1938), se sientan las bases para la edificación de uno de los pilares del “régimen de la Revolución Mexicana”.
El otro será el poder presidencial. Si bien la Constitución de 1917 otorgó al presidente facultades amplias e inéditas (en materia agraria la capacidad de expropiar y dotar de tierras y en materia laboral un arbitraje indiscutido), además de las que suelen ser connaturales al cargo, la construcción de un partido hegemónico, colocó en la cúspide de la pirámide del poder al titular del Ejecutivo.
De manera sistemática sus capacidades se fueron ensanchando, de tal suerte que se convirtió en un poder constitucional que detentaba y ejercía poderes metaconstitucionales (como los llamó Jorge Carpizo). Se volvió el primer legislador, gracias a la subordinación del Congreso; en el juez supremo de los litigios políticos porque la Suprema Corte (casi) no pintaba en ese terreno; en el líder fundamental de las organizaciones sociales que habían sido incorporadas “al carro de la revolución”; en la última palabra en materia de nombramiento y remoción de gobernadores; en el conductor del partido hegemónico porque sus dirigentes reconocían en él a la encarnación de la voluntad de la nación; en fin, en el Líder Indiscutido de las Instituciones.
Esa pirámide de poder, que encauzó y modeló las pasiones y apetitos políticos, desarrolló un método de sucesión en la presidencia original y eficiente. No era democrático pero permitía mantener “las cosas” en paz, no demandaba participación popular pero aplacaba los instintos guerreros, no estimulaba el debate de plataformas políticas pero evitaba la incertidumbre.
Constaba de dos piezas básicas: el dedo y el tapado. El dedo era el del Presidente, el cual nombraba a su sucesor. El tapado era el beneficiado, el relevo en la presidencia, el coronado. Pero nadie sabía con certeza quién era hasta que el presidente emitía su juicio inapelable.
Luego de ello seguía el ritual. Todos los sectores lo proclamaban, los medios le ofrecían una voluptuosa visibilidad pública, los políticos (oficiales) le rendían pleitesía, el candidato se paseaba a lo largo y ancho del país cosechando sonrisas, apretones de manos, solicitudes, genuflexiones, los partidos opositores (más bien testimoniales o germinales, pero en todo caso minúsculos comparados con el Partidazo) clamaban en el desierto. Y así llegaba el día de la elección que no conmovía a nadie: el ganador estaba predestinado y los perdedores también. El protocolo se cumplía y el tapado, luego candidato predestinado a la gloria, por fin, era el Paladín de la Nación, el Patrono, Tutor y Dirigente del país y sus instituciones.
La película
En 1982, Alejandro Pelayo filmó La Víspera. Un largometraje independiente en blanco y negro de 76 minutos de duración. Con actores profesionales trató de recrear el momento previó al destape. Pero no el del presidente, sino el de un candidato (tapado) a una secretaría de gobierno. Porque en efecto, el ritual que se seguía para la designación del jefe del Ejecutivo se reproducía luego entre las legiones de sus colaboradores. En ese año -1982- el expediente tenía vida propia y plena vigencia.
La Víspera reconstruye un día en la vida de un hombre ansioso y nervioso. Pero no un día cualquiera. Se trata del momento en que los posibles funcionarios se convertirán, por magia del dedo del Presidente, en los próximos miembros de su gabinete. Todos los signos parecen apuntar a que ocupará –de nuevo- el cargo de secretario de Estado. Un alto dignatario del partido se acerca a darle la buena nueva, se “filtra” en la prensa su nueva promoción, llegan a su casa los colaboradores más cercanos y los integrantes de su familia. Esperan que la noticia sea develada, que el anuncio cambie sus vidas, que la designación vuelva a convertir al Ingeniero en Secretario.
Pelayo se aleja de la caricatura, de la simplificación extrema, lo que no le impide arrancar algunas sonrisas cuyo resorte es el patetismo extremo de la situación. Claro, vista la situación desde lejos… en el tiempo y en cuanto a posibilidades de identificación con los personajes. El tono de la película es más bien contenido, pausado, frío. Como si se retrataran los usos y costumbres de una comunidad extraña y ajena. Recuerda la sensibilidad del antropólogo que se acerca a su “caso de estudio” con una cierta mirada crítica pero comprensiva, distante pero fascinada por el descubrimiento de “algo nuevo”.
Ernesto Gómez Cruz da vida al funcionario disciplinado que espera el llamado el Presidente. Es un hombre protocolario, serio, servicial. No olvida a sus amigos, colaboradores, familiares. Hombre de partido, fiel a sus reglas escritas y sobre todo a las no escritas. Hace 12 años vivió una situación similar y fue ungido por el Señor Presidente. Luego cayó en desgracia, tuvo que pasar a la “banca” y al parecer ha llegado el día de su nuevo encumbramiento. Su secretaria/amante (María Rojo) le tiene una enorme devoción. Está para servirle aunque sabe o intuye que difícilmente podrá aparecer con él a la luz del día. No le conviene demasiado que su querido vuelva a ser parte de las estrellas que deambulan por el escenario de la política. Es su esposa (Marta Aura) la que debe acompañarlo ese día. No importa que se encuentren separados, un matrimonio formal, de mutua conveniencia, es lo mejor para el caso. “-Si confirman mi nombramiento, ¿puedo contar contigo? – Sí, soy una mujer independiente. – Tendrías toda la independencia. Yo también tengo mi vida privada”. Se trata de la esposa/complemento, buena para las ceremonias públicas, para las fotos protocolarias, para recibir a los invitados, y nada más.
En un aspecto la película se adelanta a su época. Aparece una “profesional de los medios”. Una “experta” en imagen, encargada de diseñar la eventual campaña, más el vestido, el peinado, los gestos, las sonrisas del próximo alto funcionario. Se trata de una práctica que se ha expandido con fuerza en los últimos años, hasta hacer de la política, también, una representación teatral con muchas luces y escasos contenidos. Son los expertos encargados de dar una “manita de gato” para hacer más atractivos a candidatos y candidatas.
La espera es larga y tensa. Pero no hay salida. Es necesario hacerse de paciencia hasta que el “dedo” hable. Los convocados comentan los sucesos de entonces (la devaluación, los excesos en el gasto público, la transnacionalización de la economía o de los pilares de la economía mixta), se cuentan chistes y chismes, fuman, toman, e incluso para amenizar la espera el más vago de los amigos del “tapado” invita a un trío (sin muchachas) para que el rato sea más agradable.
Por supuesto se barajan los nombres de aquellos que deben y pueden acompañar al Ingeniero en su futura encomienda. Éste rememora la emoción y el agradecimiento eterno que le causó la invitación del entonces presidente electo para ser uno de sus secretarios. Ese día cambiaron no sólo la vida del Ingeniero y su familia, sino la de sus amigos, colaboradores, conocidos, es decir, de todos aquellos que conformaban su pequeño sistema solar, donde él como el Astro Rey brillaba entre todos. Ahora, esperanzados, esperan que la función se repita.
Mientras tanto, el amigo bohemio recita una sentida y afectada poesía. Con una copa en la mano, su esclava de oro tintinando, su bigotito perfectamente alineado y su peluquín para rejuvenecer, intenta distender la sesión. La hermana, a la espera de poder reverdecer añejas epopeyas, como la de acompañar a la Señora del Señor Presidente en sus viajes, es sacudida por el llanto. El reino de las expectativas priva en los salones de la mansión, todos esperan con fervor que el nuevo Líder Indiscutible de la Nación se acuerde del Ingeniero (hermano, esposo, padre, amigo, conocido, amante): el que si es designado Secretario será el nuevo dador de vida, fama, dinero y poder.
El Ingeniero explica su incorporación en la política mientras realizaba su servicio social. De casualidad entró en contacto con el entonces candidato Adolfo Ruiz Cortines al que narra su proyecto. Y a partir de ese momento es succionado por el fascinante torbellino de la política. Entonces, claro, “había más disciplina y más respeto”, las campañas resultaban “agotadoras pero efectivas”, se reconocía a “los simuladores de los falsos”. Aquellos “si que eran políticos”. Tiempos de esplendor, de redes de relaciones que proyectaban a la cima.
Sobra decir quizá que el desenlace no es el esperado. El hombre del partido vuelve a la casa para decirle al Ingeniero que los tiempos han cambiado, que es el momento de los jóvenes, que “usted hizo su mejor esfuerzo”, y que no debe preocuparse porque de todas formas el Presidente “lo tiene en una alta estima”. Las noticias, por fin, han llegado, pero no son las buenas nuevas que todos deseaban. ¿Desolación es la palabra adecuada para dar cuenta del nuevo ambiente que se apoderará de la reunión?
Fiel sin embargo a la disciplina, a la jerarquía, al poder, el Ingeniero ofrece un último y patético discurso a sus invitados. Vuelan los agradecimientos y se estampa la frase ritual: “pronto tendremos oportunidad de servir nuevamente al país”. “Quiero retirarme a descansar un rato” –afirma el ex candidato a Secretario- y desfilan entonces, como si se tratara de un velorio, todos los que habían depositado en él sus más caras esperanzas.
Se queda solamente acompañado por su amigo y su secretaria/amante. Rumian su dolor, su derrota. Toman, cantan “has perdido la fe y te has vuelto medrosa y cobarde…”, alimentando una espiral depresiva. E incluso tendrá una (quizá) última pelea con su noble y sumisa secretaria, que lo abandona.
Por fin queda solo. Ahogado por la ilusión defraudada. Delira. Pronuncia frases hechas seguramente preparadas para el momento de su unción. Repite maquinalmente fórmulas patrióticas, huecas, mil veces dichas y escuchadas. Derrotado, amargado, lloroso, en tinieblas, se encuentra por fin solo.
Alejandro Pelayo narró así el ritual que prevaleció (y prevalece en buena medida) a lo largo de los años. Un régimen presidencial cuyo Poder Ejecutivo encarna en una sola persona con facultades para nombrar, sin intromisión alguna, a su gabinete. Un germen de cine político realista, crítico, irónico, que intentaba develar algunos de los entretelones de la vida política del México de entonces.
Treinta años después
Han pasado 30 años y la película merece ser vista. Es ahora un testimonio-ficción de nuestra historia reciente: la época estelar de la hegemonía de un partido y del presidencialismo todopoderoso.
Sin embargo, muchas cosas han pasado. México fue capaz de desconstruir un sistema (casi) monopartidista para dar paso a un sistema plural de partidos, de abrir paso a la coexistencia del pluralismo político en las instituciones del Estado y con ello logró forjar una presidencia acotada por otros poderes constitucionales (el Congreso y la Corte) que durante largas décadas fueron dependientes de la voluntad presidencial.
El Tapado y el Dedazo fueron desechados en alguna curva de la historia. Hoy los partidos utilizan diferentes métodos para postular a sus candidatos, pero ninguno de ellos (por lo menos desde el año 2000) tiene garantizada la victoria. Si antes el día estelar de la sucesión presidencial era el del destape ahora el día fundamental es el de la elección. Se escribe fácil pero fueron necesarias movilizaciones diversas, conflictos recurrentes, denuncias públicas, junto con debates y aprobación de cíclicas leyes, construcción de instituciones, reformas sucesivas y comicios periódicos, para que las “cosas” cambiaran.
Pero en efecto, una vez que el Presidente es electo, éste tiene facultades suficientes para nombrar a su equipo de colaboradores por sí y ante sí. Es su magna voluntad la que priva. Nadie, legalmente, puede obstaculizarlo. Y entonces, situaciones como las que recrea La Víspera seguramente no son muy diferentes. Existe una legión de colaboradores que se sienten con los méritos necesarios para ser designados para ocupar “una alta responsabilidad” por el Señor Presidente, dador de encargos y cargos. Y los días previos han de ser de incertidumbre y anhelos, de dudas y súplicas a todos los santos, de movimientos “estratégicos” (una llamada a…, una comida con…, una entrevista en…) y espera petrificada. Total: la designación depende de una persona y solo de una.
La Víspera hace alusión al momento definitivo en la trayectoria de una persona: aquel que lo lanzará al estrellato de la política o lo dejará en el círculo de espera por tiempo indefinido. Un momento dramático cuando se le vive, un momento tragicómico cuando se le observa. A fin de cuentas, eso de la solidaridad con el otro es más bien un buen deseo en el que nadie cree. Más bien, la desgracia del vecino suele ser la alegría del compadre. O a la inversa.
Apareció originalmente en Cine Toma año 5, nº 26, enero-febrero 2013
Leído en http://josewoldenberg.nexos.com.mx/?p=203
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