La debilidad y el desconcierto del gobierno federal a raíz de la
crisis desatada por la desaparición de los 43 normalistas de Guerrero ha
sacado a sus más aguerridos opositores de la cueva donde esperaban
agazapados una oportunidad.
Durante un año y nueve meses el gobierno de Enrique Peña Nieto se mostró
con una fuerza inesperada en un sistema que lleva desde 1997 con
gobiernos sin mayorías absolutas que los apoyen desde el Congreso.
Gracias al Pacto por México —que sigilosamente negoció Peña Nieto con
los partidos de oposición—, a una férrea disciplina interna dentro del
gabinete y a una verticalidad con su partido que no se veía desde
tiempos del muy viejo sistema priísta (Ruiz Cortines y López Mateos),
este gobierno se vio y se sintió más fuerte que los gobiernos que lo
antecedieron. En este año nueve meses, gracias a este Pacto y a esta
disciplina interna del grupo gobernante, Peña Nieto pudo hacer reformas
que parecían imposibles como la educativa, la energética, la de
telecomunicaciones y la fiscal.
El Pacto tuvo las bondades de todo acuerdo excepcional entre contrarios:
la posibilidad de avanzar en puntos neurálgicos para el país y las
debilidades y los costos que estos acuerdos implican: el debilitamiento
de los mecanismos de vigilancia y de contrapesos que garantiza el
antagonismo. (Sobre este punto ver “Consenso e Impunidad” de Jesús Silva
Herzog ayer en Reforma) Pero nada comparable a los que pasó en Chile
dónde los partidos que lucharon contra Pinochet, la Democracia Cristiana
y el Socialista se unieron contra el tirano y gobernaron juntos más de
veinte años. Aquí sólo fueron dos años. Dos años que no alcazan para
explicar por qué el gobierno federal no intervino antes contra gobiernos
municipales gobernados por esa oposición pactista y en los que era
pública y notoria la presencia de los criminales. La explicación hay que
buscarla en la debilidad estructural de un Estado que durante dos años
se presumió fuerte. Una debilidad que está a la vista en una
Procuraduría General de la República muy endeble (a la que no se le
invirtió nada durante sexenios), en una impunidad generalizada, en la
ausencia de control estatal sobre regiones enteras del país, en la
cotidiana incapacidad para hacer respetar la ley hasta en los más
mínimos detalles.
Huele a sangre porque la vulnerabilidad del Rey ha quedado expuesta. La
incapacidad demostrada hasta ahora para encontrar a los 43 normalistas y
de dar con los autores materiales e intelectuales de su secuestro
revelan una debilidad que habían sabido ocultar. El Rey va desnudo.
Los afectados e inconformes de todas las reformas están saliendo a
manifestar su descontento. Más allá de si se consideran necesarias o no,
deseables o no, todo proceso reformista deja perdedores y lastimados, y
este no es la excepción. Los miles de maestros que sienten que su
estabilidad laboral y su fuente de ingresos está amenazada o que la
reforma fue errónea ven en esta crisis una oportunidad para replegar su
implementación. Los empresarios y los de grandes ingresos no olvidan ni
superan la reforma fiscal; ahora observan desde lejos y sin
comprometerse la crisis de un gobierno al que acusan de impositivo,
corrupto y endeudado. Y el movimiento de los jóvenes politécnicos vivirá
momentos tempestuosos cuando tengan que decidir si restringen sus
demandas a su pliego petitorio original o aprovechan el momento y van
por más. Andrés Manuel por su parte, aparece, convoca a mítines y pide
la renuncia de Peña Nieto.
Los adversarios ideológicos y los afectados por las reformas estaban
esperando el primer signo de debilidad de este gobierno para manifestar
su descontento. Y llegó mucho más rápido de lo que esperaban.
Todos los animales heridos saben que el olor a sangre puede ser fatal
porque atrae a sus enemigos. El gobierno seguro que también lo sabe, la
pregunta es si tiene los instrumentos y la capacidad para hacerles
frente. Pronto lo vamos a saber.
Fuente: http://www.eluniversalmas.com.mx/columnas/2014/10/109384.php
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