sábado, 4 de octubre de 2014

Jaime Sánchez Susarrey - Prioridad 5

El futuro está alcanzando al gobierno de la República. La seguridad y el combate a la delincuencia nunca fueron sus prioridades. La estrategia se concentró en la prevención del delito.

Paradójicamente, la administración priista asumió la idea que López Obrador defendió por años: la reducción de la violencia no es una cuestión de policías, sino será efecto de la disminución de la pobreza y la desigualdad.

A ello se agregó la tesis que la percepción es más importante que la realidad. Para ilustrarlo se ponía un ejemplo: los yucatecos tenían como una de sus preocupaciones fundamentales la inseguridad, a pesar de que ese estado tiene un índice de violencia extremadamente bajo.









En consecuencia, era el impacto de los medios, no la realidad, el que moldeaba la percepción de los ciudadanos.

El corolario caía por su propio peso. Primero, el nuevo gobierno de la República desplazaría el tema de la inseguridad, la violencia y el combate al crimen organizado al quinto lugar de sus prioridades. La guerra contra los delincuentes y los partes militares quedarían en el pasado, asociados al sexenio de Calderón.

Segundo, se diseñó una estrategia de comunicación para que los diferentes medios relegaran los hechos violentos y, en ocasiones, ni siquiera los consignaran.

Los efectos de esa política fueron inmediatos: la cobertura de la violencia entre diciembre 2012 y febrero 2013 se redujo a la mitad de lo que fue reportado entre diciembre 2011 y febrero 2012.

Sin embargo, la terca realidad ha irrumpido una y otra vez. En 2013 estalló el escándalo de las seis españolas violadas en Acapulco, arreció la ola de violencia en Morelos, incluido un atentado contra el procurador del estado, y nacieron las autodefensas en Michoacán.

Ahora, la matanza en Tlatlaya y los hechos violentos en Guerrero, amén de las denuncias de que la violencia está recrudeciendo en Michoacán, confirman que el talón de Aquiles del Estado mexicano está en los cuerpos de seguridad y en el sistema de procuración e impartición de justicia.

En esa misma perspectiva, los datos que arroja la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2014, del INEGI, son particularmente ilustrativos y alarmantes: El delito de secuestro repuntó en 2013 al registrarse 131 mil 946 casos en el país, 26 mil 264 más respecto a 2012.

La incidencia delictiva de secuestros en 2013 fue de 110 por cada 100 mil habitantes, mientras que en 2012 fue de 103 por cada 100 mil habitantes, es decir, el año pasado ocurrieron un promedio de 361 secuestros al día, 15 por hora.

El INEGI reportó que el 64.8% de los casos fueron exprés -duraron menos de 24 horas-; 17.4% fueron de 1 a 3 días; 13.2% de cuatro o más días y en 4.7% no se especificó.

En tanto el INEGI arroja la cifra de 131 mil 946 secuestros, el Sistema Nacional de Seguridad Pública registra apenas mil 698 averiguaciones previas, lo que sitúa la cifra negra (secuestros que no se denuncian) por arriba del 90 por ciento.

El fracaso de la administración federal en esta materia, que no sólo compete a la Federación, ya que también incluye los gobiernos estatales, es estrepitoso. Porque significa que el secuestro se ha masificado y afecta a todos los sectores de la población, incluidos los de más bajos ingresos.

Y este delito, como bien se sabe, es de mayor impacto social que el homicidio por dos razones: a) porque los asesinatos vinculados al crimen organizado se circunscriben, mal que bien, al universo de los delincuentes; b) porque los índices de impunidad y la cantidad de secuestros afectan indiscriminadamente a amplios sectores de la población.

Lo que nos reenvía al debate sobre el origen de la espiral de violencia que ha vivido este país en los últimos años. Si la tesis de AMLO es correcta, habrá que resignarse y esperar varias generaciones antes que cese la violencia y se instaure el Estado de derecho.

Pero, si no es cierta, la masificación del delito debe explicarse por otras causas. Y la primera entre ellas es, sin duda alguna, el alto índice de impunidad que, a su vez, se debe a cuerpos de seguridad corruptos e ineficientes y a un sistema de procuración e impartición de justicia igualmente corrupto e ineficaz.

De ahí que la crítica que formuló hace unos meses César Gaviria, ex presidente de Colombia, a la estrategia del gobierno federal, haya dado en el blanco: mientras Colombia destina entre 5.5 y 6.5 por ciento del PIB a la seguridad, México apenas sobrepasa el 1 por ciento.

Por eso estamos como estamos.


@sanchezsusarrey



Leído en http://buscador.terra.com.mx/Default.aspx?source=Search&ca=s&query=jaime%20s%c3%a1nchez%20susarrey

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