Dicen que se llamaba Julio César Mondragón y que por ser de la Ciudad de México le decían El Chilango en la Escuela Normal Rural de Tixtla, Guerrero, en el mismo municipio de Ayotzinapa. Dicen que eligió estudiar en esa tierra caliente por tratarse de una escuela que ofrece internado, alimentos y materiales educativos gratis para los estudiantes de muy bajos recursos que colmaban el plantel, oriundos de muchas partes de México y no sólo guerrerenses. Dicen que el joven Mondragón se unió —tal como muchos de sus compañeros— a la conmemoración del 2 de octubre y que, habiendo tomado varios autobuses (con un compromiso verbal de devolverlos intactos, “secuestrando” a los conductores que se prestaban para transportarlos), en mala hora entraron de noche a la ciudad de Iguala con el fin de buscar cooperación económica, de bote en bote, pues al parecer toda marcha estudiantil aprovecha la coyuntura para recabar recursos que en algo ayuden a su situación.
Dicen que el autobús donde viajaba El Chilango Mondragón fue interceptado por varias patrullas de la policía municipal de Iguala, alertados u ordenados por un capo del crimen organizado conocido como El Chuky (al servicio de las dizque autoridades municipales o viceversa) y que los uniformados-sicarios abrieron fuego con metralletas directamente al cráneo del primer estudiante que bajó del autobús a darles la cara e inquirir por qué se obstruía la circulación. Dicen ahora que el operativo policíaco obedecía a dictados de un grupo del crimen organizado, caciques de la zona norte de Guerrero y que, una vez abierta la refriega de las balas, muchos jóvenes descendieron del autobús y echaron a correr, para luego ser detenidos y llevados en patrullas cuyos números han sido ya publicados en los medios, con policías uniformados que curiosamente no dan la cara por estar prófugos, tal como el presidente municipal, que ha pedido licencia para ausentarse de su cargo, y el jefe de la seguridad pública de la ciudad de Iguala, que se largó sin aviso. Incluso, dijeron que un autobús con jugadores de un equipo de fútbol fue alcanzado por las balas y que los jugadores heridos habían sido “confundidos con los estudiantes” y bla, bla, bla.
No es que digan, sino consta, que transcurrió una semana entera sin que nadie se enterara a dónde se habían llevado los más de 40 estudiantes normalistas, maestros en potencia y ya en acción pensante, pero tampoco sin informar en qué posible cueva se refugiaban los trogloditas uniformados, dizque policías abiertamente al servicio del crimen, huidos de sus cotidianos puestos en el imperio de la corrupción impune… y dicen que el cadáver cuya fotografía circula despiadadamente por las redes sociales y en periódicos de todo el mundo es precisamente el cuerpo desollado de Julio César Mondragón.
La sangre se confunde con el rojo de la camiseta que se acorta a la mitad del abdomen balaceado. La mano izquierda inerte al filo del ombligo. El cráneo ensangrentado ligeramente ladeado con las órbitas oculares ya sin ojos, la cara sin nariz y la dentadura pelada. Le quitaron la piel de la cara desde la orilla de su frente, al nacimiento del pelo: lo que dejaron fue el rostro de la muerte de uno más que dio la cara por nosotros todos, aunque tanta confusión en todo lo que dicen confunde con tantas teorías, interpretaciones, dimes y diretes.
Ahora han salido en las pantallas los funcionarios de Guerrero que no funcionan, el propio gobernador que se jacta de su condición de cacique muestra una máscara como quien siente amenazado el control total de las mentiras o secretos que encierra la sierra de su estado y parecería que otros políticos no saben ni qué cara poner cuando exigen esclarecer un mapa enrevesado donde no se dice todo lo que podrían decir, no se informa de toda la información a mano o bien se informa de más y en cifras sin nombre, contribuyendo a esa neblina de confusión que a menudo se mezcla con la desilusión y el coraje de todos los ciudadanos que intentamos sobrellevar el tema como un duelo, en realidad distraídos y confundidos con tanta palabrería.
Ahora han aparecido seis u ocho fosas clandestinas en las inmediaciones de Iguala y al momento de escribir estas líneas no se ha confirmado si 28 de los cuerpos más recientemente tirados en esas trincheras son o no de los estudiantes desaparecidos. Si acaso son ellos, tal como la identidad sin cara del rostro ya desaparecido del joven Chilango Mondragón, estamos ante una nueva página de la micro-historia mexicana de la infamia cíclica, clónica, hartante, delirante e inexplicable; y si acaso, esos 28 cuerpos (más los que aparezcan en los próximos días) no corresponden a la media centena de estudiantes secuestrados y desaparecidos hace más de una semana —sean quienes sean esos muertos sin cara pero rostro en sus biografías—, estamos ante una nueva página de la vergüenza, del horror, de la impunidad, amnesia e ignorancia con la que miles de mexicanos hacemos oídos sordos, dejamos de olfatear las mentiras de todos los días y nos negamos a ver la triste realidad a diferencia de quienes dan la cara.
El día que desaparecieron los estudiantes, maestros en potencia ya para siempre, el Diario de Guerrero tituló a ocho columnas “Por fin se pone orden”, y bordó su vergonzosa nota (evidentemente pagada por algún poderoso don dinero) sobre la mentirosa línea de que “la acción de la Fuerza Estatal y Militares para evitar que vándalos de Ayotzinapa robaran autobuses fue motivo de aplauso público”. Pregunto al director del periodiquito de marras: ¿En dónde se escuchan aplausos si hoy hay tantas familias que no saben el paradero de sus hijos y poco a poco se suman las que lloran la muerte de los mismos? ¿Cree Usted necesario usar mayúsculas para referirse a la fuerza sea municipal, estatal o federal? Si así andan las policías de los municipios en Guerrero, ¿no sería mejor desaparecerlas? ¿Suena muy descabellado o sueña quien sugiera que —luego de medio siglo de fracaso tras fracaso con presencia constante del ejército en Guerrero— se podría dejar en manos de los propios pueblos la organización de su propia seguridad, con voz y voto en la designación de sus respectivas gendarmerías, como le llaman ahora y tal como se supone que han querido formalizar a los llamados grupos de autodefensa de Michoacán?
Hoy es deber de todo mexicano honrar a quienes dan la cara de veras, arriesgan su vida por querer ver mejor la realidad, escuchar la verdad aunque incierta y oler todo engaño de los poderosos con el mismo antojo con el que probaban el pan de cada día. Quienes dan la cara de veras son en realidad rostros que desconocemos o damos por hecho en la comodidad cotidiana de nuestras mínimas preocupaciones: no son los que salen en la pantalla, encorbatados y dispuestos a pasar a otras noticias con una sonrisa que anuncia goles o el estado del tiempo para mañana y no son los que hablan ante los micrófonos custodiados por soldados con pasamontañas o policías que nos quieren hacer pensar que sí son buenos. Quienes realmente dan la cara son los padres de los jóvenes desaparecidos, los periodistas heroicos que arriesgan todo por preguntar y preguntar sin confiar en las pistas o interpretaciones que las supuestas autoridades sueltan como guías para sus notas y sí, quienes hoy dan la cara están en las fotografías de todos los desaparecidos que deberíamos mirar con piedad y respeto.
Diego Enrique Osorno es un periodista cuya prosa cuidada logra transmitir siempre las verdades que encuentra bajo las piedras. Incansable gambusino de las noticias que le obsesionan, desde hace años alertaba sobre el acoso y mala reputación que distintos niveles de gobierno endilgaban a los estudiantes de Ayotiznapa, Guerrero. A él le consta —y lo había informado desde siempre— que el paupérrimo nivel socioeconómico de sus estudiantes contrasta con su notable nivel académico: “Los alumnos son jóvenes de origen humilde y muy estudiosos, que en promedio leen dos o tres libros por semana, más allá del material de clases, y que además están interesados por los problemas sociales y políticos de su entorno”. Por lo mismo, las autoridades, caciques, capos, sicarios y hasta la esposa de un presidente municipal cuadriculaban sus definiciones con etiquetar a estos estudiantes —en sucesivas generaciones— en el mejor de los casos como “informados y críticos”, y en el peor, “luchadores sociales”. Es decir: rijosos en potencia, latosos y gritones, rompevidrios y, según el peor cristal o dioptría, “delincuentes”. Trastocada la definición de las palabras, el policía cooptado por el crimen sigue siendo bien visto por uniformado, mientras que el estudiante que levante un puño en cualquier mitin es automáticamente visto como un peligro.
En los meses enrevesados de 1968, rumbo a Tlatelolco pero también en Praga, Berkeley, Kent State o París, todo joven que llevaba pelo largo, que repartía volantes invitando a conferencias de huelga, o abiertamente participando en pliegos petitorios contrastaba ideológicamente con los policías, los sicarios de guante blanco y los soldados de pelo cortado al ras del cráneo. Así pasen las décadas, los rostros ensangrentados de cualquier estudiante acribillado contrastan hasta emocionalmente con las caras pálidas de mucho político intransigente o ignorante, las máscaras de gas de los granaderos, los cascos de las fuerzas especiales con pasamontañas idénticos a las caras sin rostro de los sicarios del crimen organizado, las narices talqueadas de los reyes la coca y la generalizada estupefacción, horror ya contagiado de quienes estamos a la espera de que todo muerto recupere la identidad de su rostro, todo desaparecido la ubicación exacta de su desgracia y todo culpable la cara que ha de permanecer ya siempre tras las rejas.
Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2014/10/07/actualidad/1412688821_137967.HTML
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