jueves, 9 de octubre de 2014

José Gil Olmos - El terror del narcoestado

MÉXICO, D.F. (apro).- El golpe en el ánimo social que ha provocado la desaparición y posible asesinato de estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa ha sido terrible. Va de la tristeza y la impotencia, al hartazgo y la rabia de una buena parte de la ciudadanía, que se siente frágil y desamparada ante los grupos del crimen organizado que se han fusionado con funcionarios de todos los niveles hasta convertirse en un cogobierno.

El asesinato de los estudiantes, en su mayoría campesinos e indígenas pobres, es otro ejemplo para mostrar que la gobernabilidad en México pasa por las manos del crimen organizado.

Al igual que en Michoacán, en Guerrero se ha formado esta nueva figura del cogobierno entre el grupo político predominante y los grupos del crimen organizado, que han entrado en un proceso de simbiosis para erguirse como un solo cuerpo que todo lo domina y todo lo controla dentro del propio sistema de instituciones legislativas, ejecutivas y judiciales.








Si en el caso de Michoacán se descubrió que los Caballeros Templarios habían llevado al poder al priista Fausto Vallejo, invirtiendo en su campaña e inhibiendo el voto a la oposición, en Guerrero el caso del perredista Ángel Aguirre Rivero no es tan diferente con sus vínculos con los grupos del crimen organizado del estado, como Guerreros Unidos o el cártel de Acapulco, donde aparecen algunos de sus familiares.


La formación del “narcoestado” significa que el crimen organizado –con el nombre que tiene en cada entidad– tiene el control de una parte del territorio, la imposición de las autoridades y las policías locales, el dominio de las leyes del mercado y la negociación y alianza con los grupos de poder del estado o de la región.

En esta nueva entidad en la que cohabitan políticos y jefes de los cárteles, el grupo criminal impone su ley mediante el terror, amenazas, ejecuciones o desapariciones de todos aquellos que les estorban. Su control es absoluto y pasa por encima de los derechos humanos, de los medios de comunicación y de los movimientos sociales cuyos líderes son perseguidos y sojuzgados por la fuerza de las armas.

Eso es quizá lo que pasó con los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa. Les mandaron un mensaje de poder desde el estado, usando a los policías municipales, haciéndoles ver que son ellos los que mandan y tienen en sus manos los destinos de Guerrero.

Hay zonas enteras en esa entidad donde no entran las fuerzas federales porque son controladas por alguna banda del crimen organizado en alianza con los grupos o familias de caciques que desde hace décadas ya tenían una predominancia en la región y que ahora están bajo el mando de alguno de los cárteles de la droga.

En Iguala, por ejemplo, desde hace tiempo el gobierno federal sabía que el presidente municipal perredista, José Luis Abarca, pertenecía a Guerreros Unidos, que a su vez hacían trabajo para el cártel de los Beltrán Leyva.

Gobernante narco, Abarca y su familia se comportaban como lo que son: un grupo criminal doblemente peligroso, porque además de ejercer el poder político, hacían los trabajos de mafia como lavadores de dinero, narcotraficantes y protectores de negocios ilegales.
Así actuaron cuando Abarca ejecutó a su compañero de partido Arturo Hernández Cardona, el 3 de junio de 2013.

René Bejarano, el denostado perredista, reveló el sábado 4 que en una reunión con el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y en otra con el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, les dijo que había tres testigos que presenciaron la ejecución de Hernández Cardona a manos del presidente municipal de Iguala.

“Tuve oportunidad de hablar con el procurador en persona. Le dije lo que me habían dicho los sobrevivientes, porque hubo tres testigos de esa masacre. Me narraron lo que vivieron, las torturas y la manera en que murió Arturo. Nicolás Mendoza Villa dijo: ‘Me atrevo a declarar porque no confío en las autoridades locales’, y la PGR no quiso atraer las investigaciones por motivos políticos.

“Me vi con Osorio Chong y le pedí que iniciara el juicio de procedencia. Nicolás dijo que cuando ejecutaron a Arturo, llegó el director de la Policía de Iguala y el presidente José Luis Abarca y le dijo: ‘Me voy a dar el gusto de matarte, qué tanto me estás chingando con los fertilizantes’. Y ahí lo mató”.

Antes ya había antecedentes de la connivencia del presidente municipal de Iguala con el crimen organizado y, aun así, desde el gobierno federal dejaron que las cosas siguieran igual.
Cuando encontraron en las fosas clandestinas los cuerpos de 28 de los 43 normalistas desaparecidos, el gobierno estatal aseguró que el crimen organizado había ordenado la acción. Hoy se sabe por informes de inteligencia del gobierno federal que fue una orden de José Luis Abarca para darles una lección a los estudiantes de Ayotzinapa que querían realizar una movilización en Iguala, mientras su esposa María de los Ángeles Pineda Villa daba un informe como presidenta del DIF.

No fue una acción concertada o planeada desde el gobierno ni tampoco del grupo Guerreros Unidos, fue la estúpida e irrisoria voluntad de un presidente municipal enloquecido por el poder de las drogas el que ordenó la matanza únicamente para que no molestaran a su esposa.

En el “narcoestado” la locura y el terror son las leyes máximas. El presidente municipal de Iguala, representante de este nuevo orden de gobierno, aplicó estas leyes con la matanza de los estudiantes de Ayotzinapa. Pero lo hizo porque hay un contexto de impunidad en el cual los principales responsables son el gobernador Ángel Aguirre Rivero, ahora acusado de haber ganado la elección con dinero del cartel de los Beltrán Leyva, y el presidente Enrique Peña Nieto, quien sigue en su narcisismo de verse en el espejo de la reforma energética sin mirar la violencia que hunde todos los días al país.

Twitter: @GilOlmos



Leído en http://www.proceso.com.mx/?p=384154


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