martes, 11 de noviembre de 2014

Denise Maerker - Crispados y divididos.



La indignación surgida por la atrocidad de Iguala lleva semanas
buscando salida y soluciones. No es fácil y ya nos empieza a dividir.
Hay quienes piensan que el objetivo es que renuncie el Presidente y los
que pensamos que la solución está en fortalecer a las instituciones. Hay
los que piensan que la forma de lograr un cambio es a través de métodos
pacíficos y los —muy pocos pero suficientes para crispar y enfrentar—
que insisten en la violencia para lograrlo.




Como siempre las soluciones rápidas y simples parecen las más
atractivas. Es tentadora por su simplicidad la tesis de que basta con
cambiar de presidente para resolver la situación de inseguridad y
violencia que nos ha agobiado los últimos años y que llegó al zenit del
horror con Villas de Salvárcar, San Fernando e Iguala. Un hombre y su
equipo más cercano, por incapacidad o mala fe, serían los responsables
de que vivamos con miedo, que nos chantajeen, nos roben, nos maten y que
asesinen con saña a nuestros hijos. Sería entonces suficiente que los
quitáramos y pusiéramos a otros en su lugar para mejorar
significativamente nuestras vidas. A ratos me gustaría que así fuera
para que la salida fuera clara y sencilla. Pero la terca realidad nos
dice otra cosa. Todo lo que hemos vivido en los últimos 15 años: las
alternancias en el poder, las diferentes estrategias, lo que han escrito
los especialistas, lo que dicen los números es que violencia ha sido
consecuencia de muchos factores: de ubicación geográfica (nuestra
cercanía con el mercado más voraz en sustancias prohibidas), de una
larga concatenación de malas decisiones de gobiernos federales y locales
anteriores: abandono del campo, falta de crecimiento, desempleo de los
jóvenes, falta de planeación de las nuevas ciudades, y extrema debilidad
de las instituciones encargadas de garantizar la seguridad. En el viejo
régimen priísta el gobierno negociaba con los grupos, se arreglaba con
ellos, repartía puestos y bienes, o reprimía, pero nunca construyó una
burocracia autónoma (no politizada) y eficaz, mucho menos una policía
profesional. Sin esos dos elementos no hay un Estado fuerte. Muchos
pensaron (pensamos) que la alternancia por sí misma resolvería muchas de
las trabas del viejo sistema y en parte ocurrió. Pero en los temas que
exigen un Estado fuerte: cobrar impuestos a todos, hacer buena obra
pública, fundar un Estado de derecho, no se avanzó.

Estar a favor de fortalecer a las instituciones no es defender a Enrique
Peña Nieto, ni implica un respaldo a su gobierno y menos a la forma en
que ha manejado esta crisis. Este gobierno tiene que cambiar. En materia
de seguridad y combate a la corrupción, el cambio es urgente e
impostergable. No puede ser lo mismo dejar de hablar de temas de
violencia que desentenderse del tema, no pueden repartirse las
delegaciones de la PGR en los estados como si fueran parte de un botín
de puestos burocráticos para premiar amigos, no se puede ignorar que un
presidente municipal es parte de una pareja criminal.

Apostar por construir y fortalecer instituciones —empujar, por ejemplo,
la creación de un sistema anticorrupción o exigir el nombramiento de un
verdadero ómbudsman— es plantear un objetivo mucho más amplio y
ambicioso: el de buscar una solución no sólo al tema de la inseguridad
que nos agobia, sino al de las desigualdades que perpetúa un Estado
débil y fácilmente cooptable.

La tragedia de Iguala ha sacado a miles a las calles, es una fuerza
transformadora, invaluable, que puede pesar para que las cosas cambien.
Sería una tristeza que esta nueva polarización sobre el objetivo y los
métodos para lograrlo, provoquen que muchos abandonen el espacio público
y se replieguen de nuevo en sus casas y en la indiferencia.

Fuente: http://www.eluniversalmas.com.mx/columnas/2014/11/109738.php

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