lunes, 10 de noviembre de 2014

Gao Xingjian - En el parque

Gao Xingjian 
1940


En el parque

Hace mucho que no vengo a pasear por el parque. No he tenido tiempo, ni ganas. 

—Suele pasar: terminas de trabajar, y a casa; la vida ajetreada que llevamos.

—Me acuerdo que de niño me gustaba mucho venir a este parque a revolearme por la hierba.

—Tus padres te traían.

—Sobre todo cuando venía con mis compañeros.

—Sí, claro.

—Sobre todo cuando tú estabas.

—Me acuerdo.









—Llevabas dos coletitas.

 
—Y tú siempre llevabas un peto y eras muy presumido.
 

—Y tú siempre tan inabordable, tan orgullosa.
 
—¿Sí?

 
—Sí, nadie se atrevía a acercarse.

 
—No me acuerdo; pero me gustaba mucho jugar contigo, darle patadas a aquella pelota de goma.

 
—¿Tú, jugar a la pelota? Llevabas zapatos blancos y siempre tenías miedo de manchártelos.

 
—Es verdad; cuando era pequeña, me encantaban las zapatillas de deporte blancas.

 
—Parecías una princesa.

 
—Eso, una princesa con zapatillas de deporte.

 
—Luego te fuiste a vivir a otra parte.

 
—Sí.

 
—Al principio venías mucho los domingos por casa, pero luego cada vez menos.

 
—Me hice mayor.

 
—Mi madre te adoraba.

 
—Ya lo sé.

 
—Mis padres no tuvieron ninguna hija.

 
—Todos decían que nos parecíamos, que yo era como tu hermana mayor.

 
—No olvides que nacimos el mismo año y que yo soy dos meses mayor que tú.

 
—Pero yo parecía mayor, te sacaba un puño de alto y era como tu hermana mayor.

 
—Las niñas crecen más deprisa a esas edades. Bueno, hablemos de otra cosa.

 
—¿De qué?

 
Un seto de cipreses recorría la avenida bajo los árboles que la bordeaban; una muchacha con vestido de una pieza y bolso rojo se sentó en uno de los bancos de piedra que había en la cuesta situada más allá del seto.

 
—Sentémonos también un momento.

 
—Bueno.

 
—El sol está por ponerse.

 
—Sí, es muy bello.

 
—No me gusta la belleza de este paisaje artificial.

 
—¿No decías que te gustaba mucho venir al parque?

 
—Cuando era pequeño. En el monte trabajé siete años de leñador en los bosques vírgenes.

 
—Pudiste aguantarlo.

 
—El bosque es duro.

 
La muchacha del bolso rojo se levantó del banco de piedra y se quedó mirando hacia el extremo de la avenida que discurría más allá del seto de cipreses primorosamente recortados. Algunas personas venían de ese lado; entre ellas, un joven muy alto de largas patillas. El ocre esplendoroso del crepúsculo se tornaba violeta entre las copas de los árboles y detrás del muro del recinto y se propagaba en forma de hilachas de nubes onduladas sobre nuestras cabezas.

 
—Hacía mucho que no veía un atardecer tan bello; es como si el cielo estuviese ardiendo.

 
—Como un incendio.

 
—¿Como qué?

 
—Como un incendio en el bosque…

 
—Di, continúa.

 
—Cuando ardía el bosque, el cielo era así; el fuego se propagaba con tanta velocidad y violencia que no teníamos tiempo de abrir cortafuegos. Era terrible; los árboles talados se elevaban por los aires y de lejos parecían pajas de arroz danzando en medio del fuego. Los leopardos huían como locos y se lanzaban al río y nadaban hacia nosotros…

 
—¿Los leopardos no os atacaban?

 
—Ni caso nos hacían.

 
—¿No les disparabais?

 
—Nosotros también estábamos espantados, mirando como atontados desde la orilla.
—¿No podíais hacer nada para salvaros?

 
—El río no era obstáculo para el fuego: los árboles de esta orilla también estaban chamuscados y restallaban y de golpe se ponían a arder con un rugido. En varios kilómetros a la redonda había tanto humo y fuego que el aire era irrespirable. Lo único que podíamos hacer era esperar a que el viento cambiase de dirección, o confiar en que el río detuviese el avance del fuego y que éste se fuese apagando por sí mismo.

 
La muchacha volvió a sentarse en el banco y dejó a su lado el bolso rojo.

 
—Cuéntame algo más de lo que te ha pasado en estos años.

 
—No hay mucho que contar.

 
—¿Cómo que no hay mucho que contar? Lo que acabas de contar es impresionante.

 
—Contarlo ahora no produce ninguna impresión. Habíame tú de lo que has hecho estos años.
—¿Yo?

 
—Sí, tú.

 
—Tengo una hija.

 
—¿De cuántos años?

 
—De seis.

 
—¿Se parece a ti?

 
—Sí, todos dicen que se parece mucho.

 
—¿Se parece a ti cuando eras niña? ¿También lleva zapatillas de deporte blancas?

 
—No, le gustan los zapatos. Su padre le ha comprado pares y pares.

 
—Ya veo que eres muy feliz. ¿Él es bueno?

 
—Conmigo sí lo es. Pero no sé si soy o no feliz.

 
—¿No estás contenta con tu trabajo?

 
—Sí, comparado con el que tienen muchos de mi edad, no está mal: sentada en una oficina, atendiendo el teléfono o mandando documentos a la dirección.

 
—¿Eres secretaria?

 
—Archivista.

 
—Además, es un trabajo confidencial, un trabajo de confianza.

 
—Es mejor que ser obrera. ¿No has luchado tú también para salir adelante? Has ido a la universidad; ¿ya serás ingeniero?

 
—Sí, todo con mi propio esfuerzo.

 
El arrebol menguante del crepúsculo se había tornado rojo oscuro y en el horizonte pegado a las copas de los árboles sólo asomaba una línea de claridad anaranjada coronada de nubes negruzcas. Entre los árboles de la cuesta reinaba la penumbra. La muchacha estaba sentada con la cabeza gacha; miró, al parecer, el reloj y se levantó con el bolso, pero al punto volvió a dejarlo en el banco y observó la avenida que discurría más allá del seto, como atraída por el fulgor de la luna entre las nubes. Luego volvió la cara y comenzó a pasear con la cabeza baja, midiendo cada uno de sus pasos.

 
—Está esperando a alguien.

 
—Esperar a alguien es un fastidio. Ahora son los chicos los que te dan plantón.

 
—¿Hay muchas muchachas en la ciudad?

 
—Los chicos abundan, pero hay pocos que sean buen partido.

 
—Pues esa muchacha está muy bien.

 
—La mujer que se enamora primero es siempre la desgraciada.

 
—¿Vendrá él?

 
—Quién sabe. Es algo que te pone histérica.

 
—Suerte que ya hemos pasado esa edad. ¿Te ha tocado esperar a muchos?

 
—Siempre era mi marido el que esperaba. Y tú, ¿has hecho esperar a muchas?

 
—Nunca he faltado a una cita.

 
—¿Tienes una amiga?

 
—Creo que sí.

 
—¿Y por qué no te casas?

 
—Quizá lo haga.

 
—Parece como si ella no te gustara.

 
—Le tengo lástima.

 
—La lástima no es amor. Si no la quieres, no le mientas así.

 
—Sólo me miento a mí mismo.

 
—Pero también mientes al otro.

 
—No hablemos de eso.

 
—Como quieras.

 
La muchacha se sentó. Pero se levantó al instante mirando hacia la avenida borrosa: la última mancha rojiza del horizonte también era casi imperceptible. Volvió a sentarse. Notando, al parecer, que alguien la observaba, bajó la cabeza e hizo como que se arreglaba el vestido sobre las rodillas.

 
—¿Crees que vendrá?

 
—No lo sé.

 
—No deberías hacerle esto.

 
—Hay muchas cosas que no deberían hacerse.

 
—¿Es guapa tu amiga?

 
—Es digna de compasión.

 
—¡No hables así! Si no la quieres, no le mientas; búscate una mujer que te guste de verdad, una muchacha joven y bonita.

 
—Una muchacha bonita no puede fijarse en mí.

 
—¿Por qué?

 
—Porque no tengo un padre importante.

 
—No quiero oírte decir esas palabras.

 
—Pues no las escuches. Deberíamos irnos ya.

 
—¿Vienes a mi casa?

 
—Tendría que llevarle algún regalo a tu hija. Que sirva también para felicitarte a ti.

 
—No hables así.

 
—¿Qué tiene de malo?

 
—No paras de soltar indirectas.

 
—-No es mi intención.

 
—Deseo que seas feliz.

 
—No quiero oír esa palabra.

 
—¿Es que eres infeliz?

 
—No quiero hablar más de ello. No ha sido nada fácil que nos volvamos a ver después de tantos años; no hablemos de cosas deprimentes.

 
—Bueno, hablemos de otra cosa.

 
La muchacha se levantó de pronto; la sombra de una persona se acercaba con paso ligero desde el otro extremo de la avenida.

 
—Al fin llegó.

 
El joven cargado con la cartera de lona pasó por delante sin detenerse. La muchacha se volvió.

 
—No es el que ella espera. Como tantas veces ocurre en la vida; ¡hay que ver!

 
—Está llorando.

 
—¿Quién?

 
La muchacha se sentó cubriéndose el rostro; al menos las manos alzadas le ocultaban el rostro, o eso parecía, pues la oscuridad reinante en el bosquecillo de la cuesta no permitía apreciarlo con claridad. Los pájaros piaban.

 
—¿Aún quedan pájaros?

 
—No sólo hay pájaros en los bosques.

 
—Por aquí aún quedan gorriones.

 
—Te has vuelto arrogante.

 
—Así he podido salir adelante. Si no hubiera conservado un mínimo de arrogancia, hoy no estaría aquí.

 
—No estés tan hastiado del mundo, no eres el único que ha sufrido: todos hemos pasado por la experiencia del campo. Deberías comprender que una chica que se encuentra en el campo sin parientes ni conocidos pasa muchas más dificultades que vosotros los hombres. Si me he casado con él ha sido porque no tenía una opción mejor. Fueron sus padres los que arreglaron todo para conseguir mi traslado a la ciudad.

 
—No te culpo de nada.

 
—No tienes derecho a culparme.

 
—Nadie tiene derecho a culpar a nadie.

 
Las farolas se encendieron y su luz pálida se proyectó a través de las hojas verdes de los árboles. El cielo nocturno estaba nublado y costaba ver las estrellas sobre la ciudad; las farolas parecían refulgir con brillo inusitado en medio de la arboleda.

 
—Creo que deberíamos irnos.

 
—Sí, no tendríamos que haber venido a este lugar.

 
—La gente puede pensar que somos un par de enamorados. Si tu marido lo sabe, no se imaginará cosas raras, ¿verdad?

 
—No es de esa clase de personas.

 
—Es un buen hombre, entonces.

 
—Podrías pasarte por nuestra casa.

 
—Si él me invita.

 
—¿Si yo te invito no es lo mismo?

 
—Es una pena que no supiese tu dirección: por eso he ido a buscarte al trabajo. Si no, habría ido directamente a tu casa, de visita formal.

 
—Deja ya esa actitud.

 
—Dejemos ya de llevarnos la contraria.

 
—Eres tú el que habla con segundas.

 
—Bueno, perdona, no lo he hecho adrede.

 
—Hablemos de otra cosa, pues.

 
—Bien.

 
El bosquecillo estaba sumido en la oscuridad y ya no se distinguía la silueta de la muchacha. Iluminadas por el brillo de las farolas, las hojas de los álamos blancos verdeaban como si fuesen de jade, como fosforescentes. Había algo de brisa. Las hojas de los álamos temblaban tenuemente y brillaban con la tersura del satén.

 
—Parece que aún no se ha ido.

 
—No, está apoyada en un árbol.

 
A pocos pasos del banco vacío había un árbol de tronco grueso y, reclinada en él, la sombra de una persona.

 
—¿Qué le pasa?

 
—Llora.

 
—No vale la pena.

 
—¿Por qué?

 
—No vale la pena que llore por él. Seguro que puede encontrar a un buen muchacho que la quiera, alguien que merezca más su amor. Tendría que irse.

 
—Aún tiene esperanzas.

 
—Después de todo, la vida tiene muchos caminos y ella podría encontrar el suyo propio.

 
—Tú crees comprenderlo todo, pero no entiendes en absoluto lo que hay en el corazón de una mujer. Nada más fácil para un hombre que herir a una mujer. Las mujeres somos débiles.

 
—Si tenéis la certeza de ser débiles, ¿por qué no hacéis nada por ser un poco más fuertes?

 
—Bellas palabras.

 
—Son ganas de complicarse la vida, como si la vida ya de por sí no fuese lo bastante complicada. No hay que tomarse las cosas tan a pecho.

 
—Hay tantas cosas que no hay que hacer.

 
—Quiero decir que la gente sólo tiene que hacer lo que tiene que hacer.

 
—Eso es hablar por hablar.

 
—Así es, no tendría que haber venido a verte.

 
—Esto también es hablar por hablar.

 
—Sí, tenemos que irnos. Te invito a comer en algún sitio.

 
—No me apetece comer nada. ¿No podríamos hablar de otra cosa?

 
—¿Hablar de qué?

 
—Hablemos de ti.

 
—Hablemos mejor de los pequeños. ¿Cómo se llama tu hija?

 
—Yo quería tener un hijo.

 
—Una hija es lo mismo.

 
—No, los hijos de mayores no sufren tanto como las hijas.

 
—La gente no sufrirá tanto en el futuro, pues nosotros ya hemos pagado por ellos.
—Está llorando.

 
El único sonido es el del murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles, pero en el mismo murmullo se oyen como sollozos procedentes del banco de piedra y de la parte trasera del árbol.

 
—Tendríamos que consolarla.

 
—Para ese mal no hay consuelo.

 
—Consolarla un poco, al menos.

 
—Ve, pues.

 
—Para estos casos sólo sirve una mujer.

 
—No es ése el consuelo que necesita.

 
—No entiendo.

 
—No entiendes nada de nada.

 
—Mejor no entender nada.

 
—Entender demasiado es una carga.

 
—En tal caso, ¿para qué quieres consolarla? Harías mejor en consolarte a ti mismo.

 
—¿Qué quieres decir?

 
—Tú no comprendes los sentimientos de la gente. Si crees que los sentimientos también son una carga, más vale que sigas así, sin entender nada.

 
—Vámonos, pues.

 
—¿A mi casa?

 
—Es inútil.

 
—¿Vamos a despedirnos así?

 
—Ya te he invitado a comer mañana en nuestra casa. Él también estará.

 
—Creo que es mejor que no vaya. ¿Qué dices?

 
—Como tú quieras.

 
Los sollozos eran más nítidos en la oscuridad. El lloro contenido llegaba a ráfagas con el susurro de la brisa nocturna entre las hojas.

 
—Te escribiré cuando me case.

 
—Mejor no escribas nada.

 
—Más adelante quizá venga a verte, si paso por aquí por cuestiones de trabajo.

 
—Mejor no vengas más.

 
—Sí, ha sido un error.

 
—¿Qué error?

 
—No tendría que haber venido a verte.

 
—No, no ha sido un error.

 
—Vosotros no tenéis la culpa, son aquellos años. Pero ya todo forma parte del pasado; tenemos que aprender a olvidar.

 
—Para mí es muy difícil olvidar todo.

 
—Quizá con el tiempo…

 
—Vete ya.

 
—¿No quieres que te acompañe hasta el autobús?

 
Se levantaron. El sonido ahogado, incontenible, venía del lugar donde asomaba borroso el banco vacío, de detrás del tronco negruzco; pero la sombra humana era indistinguible.

 
—Quizá deberíamos aconsejarle que se vaya.

 
Lustrosas como el satén, las hojas nuevas de los álamos blancos relucían tenuemente a la luz de las farolas.







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