Un axioma de las respuestas discursivas ante los atentados de París
consiste en una especie de mantra. Los islamistas radicales, o los
extremistas islámicos responsables de los odiosos crímenes contra la
libertad de expresión y contra la comunidad judía en Francia (la tercera
del mundo, después de Israel y Estados Unidos), no representan a los
auténticos musulmanes o en todo caso a la inmensa mayoría de los devotos
de Alá y de su profeta. Esta afirmación comienza a volverse
problemática, y se vincula a una pregunta espinosa: ¿existe un islam
moderado?
En abstracto, por supuesto que sí. La religión musulmana —mucho más un credo existencial que religioso— se caracterizó durante siglos por su tolerancia, su abertura a otras creencias y su capacidad de incluir distintas interpretaciones del propio Corán. No hay nada intrínseco, consustancial al islam, que arrastre a sus adeptos a la violencia, al extremismo o a la intolerancia, aunque la dificultad inicial de fijar una clara separación entre mezquita y Estado, entre religión y ley, entre la fe y un código de conducta de vida, pudo contener la semilla del dogmatismo ulterior.
Sabemos, obviamente, que las dirigencias musulmanas de las comunidades en Europa Occidental —hasta el líder de Hezbollah— han denunciado los sangrientos hechos de París, y proclaman, una y otra vez, que ese no es el islam que defienden. Es evidente que abundan los musulmanes individuales en Francia, pero en Turquía también, que no comparten el extremismo de EISL o EISI y Al Qaeda. Y es obvio que en varios países hoy —cada vez menos— sí subsiste un islam moderado. Los casos más conocidos son las dos comunidades musulmanas más numerosas del mundo: en Indonesia e India. Bangla Desh, de una manera muy peculiar y contra-intuitiva Irán, y quizás, Jordania, Marruecos y Turquía —cada vez menos— completan la lista. Pero otros países no árabes con una fuerte presencia islámica —el mejor ejemplo, desde luego, es Nigeria— no pueden decir lo mismo.
La pregunta entonces se matiza. ¿En las condiciones actuales de Europa Occidental, del Magreb, del Golfo Pérsico, y de una parte creciente del Sahel, puede existir un islam moderado? En vista del incremento poblacional musulmán cada vez más significativo en esos países —mayor en Francia que en cualquier otro país, pero no solo en Francia; de la exclusión cada vez más aguda en esas sociedades de jóvenes árabes o del Sahel de segunda o tercera generación; de la vigencia de libertades individuales insoslayables y que impiden un control social completo; del fracaso del desarrollo de todos los países de África del Norte y de Medio Oriente, de su explosión demográfica y de la consiguiente y espantosa frustración de millones de jóvenes egipcios, sirios, iraquís, argelinos e incluso marroquís cuando emigran a España; en vista de la tendencia ineluctable de Arabia Saudita de financiar madrasas e imames fundamentalistas desde India hasta Liverpool para contrarrestar la modernización iraní; y en vista, finalmente, de la polarización provocada por las intervenciones de Estados Unidos y sobre todo por la imposibilidad de resolver el conflicto entre Israel y los palestinos; ¿hay manera de impedir una radicalización inaceptable del islam entre esos jóvenes, en esas sociedades, en este momento? Sin saber mucho al respecto, intuitivamente, temo que no.
En abstracto, por supuesto que sí. La religión musulmana —mucho más un credo existencial que religioso— se caracterizó durante siglos por su tolerancia, su abertura a otras creencias y su capacidad de incluir distintas interpretaciones del propio Corán. No hay nada intrínseco, consustancial al islam, que arrastre a sus adeptos a la violencia, al extremismo o a la intolerancia, aunque la dificultad inicial de fijar una clara separación entre mezquita y Estado, entre religión y ley, entre la fe y un código de conducta de vida, pudo contener la semilla del dogmatismo ulterior.
Sabemos, obviamente, que las dirigencias musulmanas de las comunidades en Europa Occidental —hasta el líder de Hezbollah— han denunciado los sangrientos hechos de París, y proclaman, una y otra vez, que ese no es el islam que defienden. Es evidente que abundan los musulmanes individuales en Francia, pero en Turquía también, que no comparten el extremismo de EISL o EISI y Al Qaeda. Y es obvio que en varios países hoy —cada vez menos— sí subsiste un islam moderado. Los casos más conocidos son las dos comunidades musulmanas más numerosas del mundo: en Indonesia e India. Bangla Desh, de una manera muy peculiar y contra-intuitiva Irán, y quizás, Jordania, Marruecos y Turquía —cada vez menos— completan la lista. Pero otros países no árabes con una fuerte presencia islámica —el mejor ejemplo, desde luego, es Nigeria— no pueden decir lo mismo.
La pregunta entonces se matiza. ¿En las condiciones actuales de Europa Occidental, del Magreb, del Golfo Pérsico, y de una parte creciente del Sahel, puede existir un islam moderado? En vista del incremento poblacional musulmán cada vez más significativo en esos países —mayor en Francia que en cualquier otro país, pero no solo en Francia; de la exclusión cada vez más aguda en esas sociedades de jóvenes árabes o del Sahel de segunda o tercera generación; de la vigencia de libertades individuales insoslayables y que impiden un control social completo; del fracaso del desarrollo de todos los países de África del Norte y de Medio Oriente, de su explosión demográfica y de la consiguiente y espantosa frustración de millones de jóvenes egipcios, sirios, iraquís, argelinos e incluso marroquís cuando emigran a España; en vista de la tendencia ineluctable de Arabia Saudita de financiar madrasas e imames fundamentalistas desde India hasta Liverpool para contrarrestar la modernización iraní; y en vista, finalmente, de la polarización provocada por las intervenciones de Estados Unidos y sobre todo por la imposibilidad de resolver el conflicto entre Israel y los palestinos; ¿hay manera de impedir una radicalización inaceptable del islam entre esos jóvenes, en esas sociedades, en este momento? Sin saber mucho al respecto, intuitivamente, temo que no.
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