Gustavo Masso (1952) |
Comillas ratas comillas
Claro que era desesperante, pero no me podía quejar. Éramos
unos privilegiados entre tanta gente que estaba sin trabajo, deberían estar
agradecidos cabrones, eso era lo que nos decían los sobrestantes.
De todos modos se me hacía eterna esa última media hora en que
las manecillas estaban por llegar a las seis. Una mirada al reloj y otra a las
cuchillas de la troqueladora. Antes nunca me chingué una mano...
Los compañeros empezaban a prepararse para la salida, hacían
planes: que hay fiesta en casa de Gonzalitos o dominó con el Chino, se agrupaban
y bromeaban. Y cuando al fin sonaba el silbato, salía yo encarrerado antes de
que llegaran a invitarme, ya ven que antes no me gustaba beber y siempre he sido
así, como quien dice, muy insociable. Pero lo raro era que apenas ponía un pie
afuera de la fábrica, ya no sabía qué hacer, comenzaba a aburrirme. Era una
situación muy jodida.
Lo que hacía entonces era meterme en algún cinito de barrio,
desos que pasan tres películas en función corrida, o subirme en un
Tlalnepantla-San Lázaro para ir al centro a ver los aparadores repletos de puras
cosas que no podía comprar. Pero la mayoría de las veces, sobre todo en épocas
navideñas, cuando la gente anda como desatada en las tiendas, prefería ir a
encerrarme en mi cuarto, nomás a hacerme pendejo, hasta que llegara la hora de
dormir. Nunca he soportado ver a esos santacloses panzones con barbas de
algodón.
Por esa época empecé a cambiar, en esas tardes y noches
aburridas que me pasaba en mi casa. Tenía varias revistas viejas y media docena
de libros bajo la cama. Aunque no lo crean yo estudié la secundaria, no soy tan
ignorante y me gusta leer. Pero las revistas eran demasiado atrasadas y los
libros ya me los sabía de memoria. Me preparaba entonces cualquier cosa de
cenar, no importaba lo temprano que fuera, y me acostaba con la luz encendida
hasta que me ardían los ojos y me quedaba dormido.
Desde hacía un tiempo, ya sabía que habían ratas en el cuarto
(dos o tres veces encontré pedazos de pan o tortilla roídos), aunque nunca las
había visto. Hasta aquella tarde lluviosa en que estaba tumbado bocarriba en la
cama contando loas manchas que dejaban los mosquitos aplastados en el techo. Ya
había hecho lo mismo un montón de veces, pero al menos con eso me tranquilizaba.
Afuera caía la lluvia recia y tupida, y la cacerola que puse en la gotera del
rincón estaba a punto de derramarse. En ese momento me llamó la atención oír
allí, dentro del cuarto, un ruido diferente al rítmico gotear del agua.
Cuando uno lleva mucho tiempo oyendo un sonido continuo,
cualquier cosa fuera de lo normal lo pone alerta. Más a mí, que estoy
acostumbrado a llevar el ritmo de la troqueladora por el puro ruido que hace. A
veces, cuando camino por la calle, me doy cuenta de que mis pasos conservan ese
mismo ritmo, y por las noches, con las cobijas sobre mi cabeza, me sorprende la
perfecta sincronía de los latidos dentro de mis orejas, como si todavía afuera
de la fábrica siguiera acoplado con la máquina.
Bueno, el caso es que aquella tarde en que oí ese nuevo ruido,
me levanté un poco en la cama y vi a la rata. No era muy grande, pero era gris,
con una cola larguísima y unos ojillos astutos. Me estuve mirándola un buen
rato, muy quietecito para no asustarla. Me gustaba la forma en que se movía por
todo el cuarto, nerviosa, buscando algún desperdicio de la cena. Tenía tanta
agilidad que a veces ni se le veían las patas al correr y parecía una bola de
pelos flotando apenas sobre el piso.
Tratando de no hacer ruido, me estiré hacia la mesa para
agarrar un pedazo de pan, pero la pinche cama, como de costumbre, rechinó. La
rata corrió y se metió en una rendija junto a la estufa.
¡Qué paciencia tuve esa noche! Me puse a hacer guardia frente
al agujero hasta que la rata, después de dos o tres intentos, se animó y salió a
comerse el pedazo de pan que le había dejado sobre el piso.
A partir de entonces, todos los días, al salir de la fábrica,
me iba directo al cuarto para darle de comer a mis ratas. Porque pareció que a
la primera le gustó mi pan y fue y les avisó a sus cuatitas. Ahora eran varias y
yo podía distinguirlas por el tamaño y por el color. Después de un tiempo les
puse nombres y me acostumbré a verlas correr tras de mí por el cuarto, esperando
que les sirviera su cena, casi siempre pedazos de pan duro o tortillas que
también les gustaban. Eso que dicen en las revistas, que a las ratas les gusta
el queso, es puro cuento. Cantidad de veces me gasté mi buen dinerito en
comprarles del más fino y todo me lo dejaban.
Sin embargo, en aquel tiempo yo no creía que estuviera haciendo
nada raro. Si todo el mundo tiene perros y gatos en su casa... ¿A poco no? El
otro día leí en el periódico que se murió una vieja ricachona que tenía
veintitantos gatos y les dejó toda su herencia. Por qué no iba a tener yo unas
cuantas ratas.
Lo malo fue que me empecé a encariñar con ellas, y me pasaba
las horas platicándoles todos mis problemas, como si fueran gente. Creo que
entonces sí me estaba volviendo loco, porque andaba yo bien cochino y sin
rasurar. En la casa dejaba que las ratas se subieran a la mesa a cenar conmigo y
hubo algunas que hicieron su nido con trapos viejos para dormir en mi misma
cama. Fue la temporada más crítica y duró bastante.
Empecé a darme cuenta de que ya no era yo quien mandaba, cuando
conocí a Graciela. Muchas veces, al ir al pan o a la leche, me cruzaba con una
muchacha que parecía que era muy amigable. Le gusté o no sé qué, pero luego
luego me hizo plática, a mí que era tan huraño y andaba tan mal vestido.
Descubrí que vivía en un vecindad frente a la mía, y ya después
pareció que nos pusimos de acuerdo para ir juntos a la panadería. A la misma
hora salíamos los dos y ¡qué casualidad!, fíjate que yo también voy al pan.
Aunque no era muy bonita Graciela, Chela para los cuates, era
mi única amiga y ahí me empezó a gustar. En la panadería le invitaba, ándale,
con confianza, un pastelito y ella, ay, no te molestes, se hacía del rogar, qué
pena, aunque al final siempre aceptaba y es más, me convidaba una mordida.
Fueron buenos tiempos. Otra vez volví a andar limpio, corrí a
las ratas de mi cama y dejé de hablar con ellas para no contarles nada acerca de
Chela.
Andaban entonces muy inquietas, corriendo por todo el cuarto
como extrañadas de mi cambio. Eso sí, no dejé de alimentarlas de vez en cuando.
No era cosa de dejarlas abandonadas así nomás a que se murieran de hambre. Pero
comencé a faltar a mi casa muchas tardes en que me quedaba en el parque, el
jardincito de la esquina, a platicar con Chela. La bronca era cuando regresaba
ya de nochecita. Las ratas me recibían con chillidos, como reprochándome la
tardanza. Esas veces no podía dormir.
Hasta que un día me animé a invitar a mi amiga al cine. Salí
muy contento de la fábrica. El sobrestante, así llegarás muy lejos, había notado
mi cambio y me felicitó delante de los compañeros. Fui a dar una vuelta por las
tiendas, con unos pesos que me sobraban, para comprarle un regalito a Chela y
llegué puntual a la cita.
Entramos al cine. Una buena película americana que escogí yo.
Ya habrán notado que no soy tan tonto, acuérdense que estudié secundaria. Ella
se hubiera conformado con cualquier churro mexicano.
Pero el cine era feo, sucio y, perdonándome la expresión, olía
a meados. En la pantalla se veía una historia de enamorados. El novio,
elegantísimo, llevaba a la muchacha a cenar a un lugar muy lujoso, brindaban con
champaña, bailaban acompañados por una orquesta y luego iban a un agradable
departamento donde hacían el amor en la alfombra, junto al fuego de la chimenea,
todo muy romántico. Entonces abracé a Chela y la besé. Olía a Palmolive.
Salí de allí sintiéndome mal. No tenía dinero para invitarla a
cenar y en un arranque de coraje, me decidí a llevarla a mi cuarto.
Cuando llegamos, entré con un poco de miedo pensando en las
ratas. Qué vergüenza si ella las viera. Pero afortunadamente no apareció
ninguna. Tal vez olieron o sintieron una presencia extraña y se quedaron en sus
agujeros.
Nunca había visto mi casa tan pobre y tan mal arreglada.
Carajo, ni la cama estaba tendida. Olvidándome de toda cortesía, apagué las
luces y me abalancé sobre Chela.
Al principio ella pareció asombrada de mi brusco romanticismo,
pero se dejó llevar y en un momento estuvimos ambos desnudos sobre la cama. Ella
me apoyaba en todos mis torpes intentos, pero fue inútil. No me pude concentrar.
Sabía que las ratas nos estaban observando.
No es que tuviera miedo, sólo en las malas películas se ve que
las ratas atacan a la gente. Lo que pasaba era que, en medio de mi agitación, me
daba cuenta de muchas cosas, hacía comparaciones. La pinche vida no es una
novela rosa.
Supe mientras la abrazaba (pequeñita y suave, olorosa a jabón,
te tendré presente en mis masturbaciones), que nunca la amaría frente al fuego
de una gran chimenea, que no habrían cenas ni bailes ni champaña, que la
llevaría a su casa y no volvería a buscarla.
Vi los ojillos rojos, astutos, asomando apenas por los agujeros
y el tibio cuerpo de Graciela se disolvió, se perdió entre los acompasados y
burlones rechinidos de la cama.
Extraído del libro de cuentos El albañilito Rodríguez
® Gustavo Masso
Leídos en http://www.letrasperdidas.galeon.com/n_gustavomasso01.htm
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