Kuis Rubio |
Ninguna sociedad nace con todos sus problemas o contingencias resueltas: el tiempo y las circunstancias van obligando a que se ajusten leyes, se modifiquen prácticas o se construyan formas de interactuar que permitan lograr estabilidad y funcionalidad. Es así que se van construyendo mecanismos, procesos e instituciones que tienen por propósito resolver problemas, dar continuidad a cosas que se valoran, limitar los excesos de la burocracia, evitar abusos: lo que se llama institucionalizar.
El sometimiento de los reyes al parlamento fue una forma de institucionalizar al poder, así como la adopción de reglas para la continuidad del presupuesto público cuando el cuerpo legislativo no se pone de acuerdo fue una forma de estabilizar el funcionamiento de un gobierno. Lo que en Inglaterra tomó 700 años y en EU 200, en México lo hemos tenido que ir construyendo en un lapso muy breve en buena medida porque el sistema autoritario obviaba toda necesidad (o posibilidad) de institucionalización.
El marco político-legal que se construyó a lo largo del siglo 20 fue de absoluta arbitrariedad. Las autoridades tenían enorme latitud para decidir cualquier asunto: las leyes establecían engorrosos requerimientos, pero siempre le conferían vastos poderes a la burocracia para justificar cualquier decisión, misma que usualmente respondía al interés político del jefe en turno o al pecuniario del propio funcionario. La transición política y económica que hemos experimentado ha obligado a acotar esas facultades, pero persiste un enorme potencial de abuso.
Esto lo entendí hace algunos años cuando tuve la oportunidad de observar la forma en que funciona la comisión de valores de EU (la SEC). Las facultades de esa entidad no son sólo vastas, sino que cuenta con un brutal margen de discrecionalidad. Sin embargo, en el proceso me percaté de una cosa que parece simple pero que contrasta radicalmente con nuestra realidad: esa entidad cuenta con facultades discrecionales pero jamás es arbitraria. La razón de la diferencia es que sus resoluciones (cada una un tabique) explican su decisión, pero también por qué arribaron a ésta y cómo modificaron los precedentes existentes. En nuestro caso, por ejemplo, la Comisión de Competencia emite una resolución en una carta y no explica nada, negando toda certeza a los regulados y haciendo factible cualquier cambio posterior sin explicación alguna. Esa es la diferencia entre discrecionalidad y arbitrariedad.
El objetivo de institucionalizar se puede observar en entidades e instituciones tan diversas y disímbolas como el TLC norteamericano, las Comisiones de Derechos Humanos, las comisiones de regulación económica (en Competencia, Comunicaciones, Hidrocarburos y Energía), el Instituto Federal Electoral, el IFAI y el Instituto para la Protección del Ahorro Bancario. Estas instituciones y mecanismos se vinieron a sumar a otras previamente existentes como la Comisión Nacional Bancaria.
La construcción de instituciones y arreglos políticos es un componente crucial del proceso civilizatorio de cualquier sociedad y constituye una mojonera del proceso de desarrollo mismo. Nadie, excepto quien prefiriera la arbitrariedad gubernamental como principio de autoridad, podría objetar la existencia de este tipo de cuerpos y estructuras de regulación, supervisión y observación.
Por supuesto, el grupo de entidades y procesos con los que intento ilustrar el fenómeno constituye una canasta de cosas disímbolas, muchas de las cuales nada tienen que ver en naturaleza o concepto con las otras. El TLC es un arreglo comercial y de inversión pero uno de los objetivos primordiales en su concepción fue el de conferirle certeza a los inversionistas y, en ese sentido, constituye un mecanismo para institucionalizar a la economía. Las comisiones de derechos humanos se crearon para observar y criticar a las autoridades, sobre todo judiciales, para evitar abusos y excesos en esos sub mundos. Las comisiones de regulación existen para supervisar el funcionamiento de los mercados. Cada una de estas instancias tiene sus instrumentos, procesos y formas de ser. Algunas son en realidad mecanismos descentralizados del gobierno para actuar como autoridad, en tanto que otras tienen por propósito no más que ejercer presión moral sobre diversos actores o autoridades.
A pesar de la diversidad de estas entidades e instituciones, es frecuente el llamado, tanto por parte de la sociedad como de los políticos, para constituir instituciones “ciudadanas” o para darle a personas de la sociedad civil, en vez de a funcionarios públicos, la voz cantante en sus consejos. Yo difiero. Aunque hay entidades donde son los ciudadanos quienes deben jugar el papel estelar, pues su objetivo es el de ejercer presión moral (como las comisiones de derechos humanos), las comisiones de regulación, comenzando por las económicas y siguiendo por las electorales, deben encargarse a funcionarios públicos profesionales, experimentados y con un récord que demuestre competencia, honestidad y compromiso con la función pública. Si uno observa el panorama de hoy, la diferencia es muy simple: quienes son funcionarios públicos de carrera no andan buscando los reflectores y sólo se dedican a su trabajo. Quienes son “ciudadanos” en estas funciones tienden a cuidar su espalda y emplear a los medios para satisfacer su vanidad.
Una sociedad moderna requiere instituciones y entidades sólidas, muchas de ellas autónomas, pero en general administradas y conducidas por funcionarios profesionales en la materia, cuyo único interés sea el debido funcionamiento de la actividad y sector. Por la misma razón, estas entidades requieren contrapesos muy bien estructurados que obliguen a los comisionados o consejeros a apegarse a la normatividad y a cumplir con su función no con protagonismo sino con resultados.
Uno de nuestros grandes retos hoy es el de construir un sistema de pesos y contrapesos eficiente que consolide a todas estas entidades de regulación, pero en forma tal que se elimine todo vestigio de arbitrariedad. Esa es una chamba para profesionales, no para ciudadanos sin experiencia en asuntos de Estado.
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