Marcos Roitman Rosenmann |
La democracia es una forma de vida que habla en plural. Ser demócrata exige carácter, ser consciente de los actos emprendidos y asumir responsabilidades. Supone autocontrol. Un ciudadano no puede, por ejemplo, actuar de mutuo propio y bajo el concepto de propiedad privada contaminar las aguas, cambiar el curso de los ríos, talar bosques o en nombre del progreso expropiar las tierras comunitarias de los pueblos originarios. Tampoco disponer, bajo el ideario de la libertad individual, de bienes colectivos, privatizando los servicios públicos en pro de su beneficio particular y en detrimento de sus iguales.
La democracia porta un código, un ADN constituyente. Se trata de las formas de convivencia básicas. Un saber estar y saber vivir bajo el principio de coacción, el que no requiere una ley externa para comprender que su práctica es contraria al sentido común. Todos sabemos la diferencia entre actuar con honestidad o marrulleramente. No necesitamos recurrir al derecho penal o civil cuando aceptamos sobornos, usamos información privilegiada y damos favores saltándonos normas del decoro social. Somos conscientes de estar vulnerando la ética de la convicción democrática.
El acto democrático, cuando es generalizado, no conlleva reconocimiento social, ni premios, se ejerce sin esperar nada a cambio. Forma parte del quehacer cotidiano. En definitiva, la democracia, puede sintetizarse como
un mandar obedeciendo. Por esta razón, capitalismo y democracia no hacen buenas migas. El capitalismo privilegia al individuo, el yo hasta la extenuación y por otro lado pide acciones de caridad y la aparición de héroes. Mecenas a los que agradecer su generosidad. Empresarios de éxito que donen una parte de su fortuna para la investigación del sida, Alzheimer u otras enfermedades. Bancos que otorguen becas a estudiantes, fundaciones que patrocinen museos e instituciones eclesiásticas que fomenten la caridad cristiana. Todo envuelto bajo el denominador común de ayuda a los necesitados, filantropía o altruismo. Lamentablemente, ninguno de los tres hace democracia ni fomenta la ciudadanía participativa, son limosna. Los restos de un festín al cual no todos están invitados. Más bien están excluidos.
Optar por un comportamiento democrático exige templanza. Valoración de consecuencias, autoestima, confianza y dignidad. Pensar en un nosotros. Cualquier decisión democrática nos compromete. No planteo que la democracia sea una forma de vida monacal, estoica o inmaculada. La virginidad social no es viable, ni tampoco aconsejable. Pero el comportamiento democrático tiene límites y es necesario respetarlos, de lo contrario su vulneración reiterada la niega en su esencia. Podríamos decir que tiene un punto de saturación, tras el cual el cambio de estado trae consigo un sin retorno. La democracia se corrompe, haciendo imposible su realización, convirtiéndose en un sinsentido. El sálvese quien pueda y el todos contra todos se convierte en el alma mater de actos adjetivados como democráticos, pero no lo son, convirtiéndola en un objeto imposible.
Los ejemplo sobran. El primero lo obtenemos del derecho a recibir una educación de calidad, pública y gratuita, es decir pagada por el Estado, levantada con el esfuerzo de quienes trabajan y aportan al erario público sus impuestos. Una persona analfabeta, sin memoria colectiva, ni historia, sin pasado, es la negación del hecho democrático. Pero también lo es llamar educación de calidad a la formación obtenida por los alumnos en centros privados, laicos o religiosos, que hacen de ella un negocio, convirtiéndola en una fuente de ingresos, donde su ideario y planes de estudios se adecuan a la lógica del sálvese quien pueda: competitividad, competitividad y competitividad. Las movilizaciones y la emergencia de nuevos movimientos estudiantiles poniendo en cuestión esta forma de entender la educación es una muestra fehaciente del fracaso del modelo. En Chile, cuna del neoliberalismo, la crisis es completa y no deja lugar a dudas sobre su ineficiencia.
Otro ejemplo lo constituye la libertad de expresión y prensa. En la actualidad, su práctica no trae una proyección democrática. No se trata de formar una opinión pública ilustrada con discernimiento y capacidad deliberativa en la lectura. En su lugar, aparece un sentido monopólico de lo conveniente y lo inadecuado para publicar y decir. La manipulación, la noticia falsa, el libelo, las verdades a media, los manuales de estilo, la censura, son el pan nuestro de cada día. No hay país donde no se den casos de falta de ética y vulneración de códigos deontológicos. La prensa ya no es libre, ni democrática y cuando lo es, mejor ahogarla. El control de la noticia, de los medios de comunicación acaban despidiendo a los buenos periodistas, llevándolos a la cárcel o incluso matándolos. Honduras, Colombia o México son buenos ejemplos en la región. Bien señala Arturo Barea, en La forja de un rebelde, un formidable análisis de la sociedad española de principios del siglo XX y la guerra civil, refiriéndose a la prensa y los medios de comunicación:
Me enseñaron a leer, y después me enseñaron que no debía leer más que lo que ellos me dejaran. Así se corrompe la democracia, la libertad de prensa y de expresión.
Ser demócrata hoy en día es una pesada carga de la cual muchos desean liberarse. No es bueno ser amigo de personas críticas, cuyas palabras molestan, llaman a la reflexión y cuestionan el capitalismo salvaje. Peor resulta convertirse en uno de ellos, trae consecuencias nefastas para las arcas personales. Va contra los interese personales, es tirar piedras sobre el tejado de la casa. Mejor adoptar una doble moral, pero sin llamar la atención. Para conseguirlo se requiere cómplices y vivir sin remordimientos. Así se ha corrompido la democracia. El bien común, su fundamento, se volatiliza bajo el interés común o social, algo gelatinoso e imposible de definir, pero eficaz para mutar al ciudadano en consumidor y abandonar la práctica democrática.
Una de las frases emblemáticas del movimiento de los indignados levantada como símbolo de la crisis social del capitalismo neoliberal ha sido:
lo llaman democracia y no lo es. El postulado se refiere a la paradoja de hablar y no practicar los principios democráticos. Y sin práctica la democracia se ve amputada de su inherente valor político. A cambio, se ofrece un sucedáneo para el consumo, la democracia de mercado. Invento para satisfacer las malas conciencias y los comportamientos más propios de dictaduras. Así, por defecto, la inexistente democracia de mercado cubre el expediente celebrando elecciones disque libres y democráticas y deja al desnudo lo abyecto de un orden de explotación totalitario, excluyente y desigual.
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