Rolando Cordera Campos |
Hace unos años, los jóvenes turcos de la revolución capitalista postulaban la necesidad de
volver a lo básico. Pronto pudimos enterarnos de que esa vuelta habría de consistir en una búsqueda del arca perdida del mercado perfecto. Una utopía destructiva, como la estudiada décadas atrás por Karl Polanyi en su Gran transformación.
A pesar de sus efectos nocivos, cuando no desastrosos, la mata neoliberal ha seguido dando, y ahora se nos ofrece ir más a fondo, para hacer las
reformas que tanto necesitamosen el mundo del trabajo, la energía y la fiscalidad. No obstante que el cambio estructural de fin de siglo les hizo a los revolucionarios buena parte de la tarea y redujo a su mínima expresión al sindicalismo, la generación estatal de energía y hasta la exploración y explotación del petróleo realizada por Pemex, la insistencia es necia y los epígonos de aquel neoliberalismo enjundioso hoy regañan a diestra y siniestra, emplazan a futuros estrellas del nuevo gobierno a concretar las alianzas para reformar ya y, a la vez, aconsejan esperar a que se reforme la Constitución para emprender el asalto al cielo de la privatización final que a todos nos hará libres.
Si nos fijamos bien en lo que pasa y nos pasa, lo básico bien puede estar en otra parte pero también reclama profundos cambios en la manera de entender el gobierno y asignar los recursos públicos en manos del Estado. La reforma económica y política del Estado que resultaría de esta revisión podría ser tan radical como la emprendida y todavía reclamada por los neoliberales, pero su contenido e implicaciones serían bien distintos. Veamos. Estrujantes fueron las cifras que el rector de la UNAM ofreció el lunes 13 de agosto sobre el estado de la educación nacional. Sin pretender edulcorar la exigencia planteada por los jóvenes que no lograron entrar al sistema universitario público, Narro ofreció datos que remiten al fondo de la tragedia educativa nacional, ya no tan silenciosa como la estudiara Gilberto Guevara en 1989.
Cinco millones 400 mil analfabetos, de los cuales 500 mil son jóvenes de entre 15 y 29 años; 10 millones de mexicanos que no han terminado su primaria, y 16 millones que no tienen secundaria completa. Siete de cada 10 jóvenes en edad de cursar estudios superiores no lo hacen, por falta de espacio o porque dejaron la escuela en los niveles inferiores. En resumen, una llaga que no admite sigilos burocráticos y se ha convertido en vergüenza nacional.
Este y otros aspectos lamentables de nuestra situación social presente, como el desabasto de bienes fundamentales para la alimentación, encuentran en la desigualdad económica y el empobrecimiento que va y viene pero no deja de afectar a la mitad o más de las familias de México y, sobre todo a los niños, su matriz fundamental. Junto con esto, cotidianamente vivimos el hundimiento de las expectativas de los jóvenes, que no encuentran en la educación alojamiento amable ni estímulo y, en el trabajo, sólo inseguridad e incertidumbre.
Sin encarar esta circunstancia que ha cruzado nuestra historia y todos los cambios estructurales imaginables, las mudanzas políticas progresivas y el arribo y la codificación del pluralismo, poco podrá hacer el país para adentrarse con éxito en las nuevas corrientes de cambio y comercio, innovación y reindustrialización, que recorren un mundo abrumado por la crisis pero que, a la vez, busca redefinir los términos y las coordenadas de la globalización. Y todo esto contra el reloj que marca las horas de todos.
En esta redefinición radica la posibilidad de reconstruir a tiempo un orden internacional cuarteado, para adecuarlo a los reclamos airados de una ciudadanía que se quiere global, pero que primero demanda seguridades y protecciones sociales que sólo los Estados nacionales pueden ofrecer. Para estar en esta gran jugada y sacarle provecho, para nacionalizar la globalización, es indispensable forjar una agenda nacional incluyente, donde la educación, el alimento, el empleo y la seguridad social sean los criterios maestros para evaluar el cambio social y el intercambio democrático.
No hay tiempo de sobra, pero podemos crearlo si nos aprestamos a reformar el Estado en esta dirección y aprendemos a distinguir lo fundamental de lo accesorio. En lo primero están la educación que nos hace ciudadanos y la igualdad que nos acerca a la democracia profunda. Tiene que estar también, por más que nos pese, una seguridad alimentaria con la que no contamos, a pesar de las mil y una jaculatorias del secretario Ferrari.
En lo segundo, accesorio y fútil, están las ilusiones mercantiles que se empeñan, suicidas, en privatizar el petróleo o abaratar el despido. Nos falta tiempo, sin duda, y nos sobran urgencias que se abultan y soluciones siempre pospuestas.
Volver a lo básico: redescubrirnos, y pronto.
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