Rafael Loret de Mola |
Entre febrero de 1930 y septiembre de 1932 ostentó la banda presidencial el ingeniero Pascual Ortiz Rubio en cuyo periodo sólo pudo hacer relevante el apodo con el que fue conocido: “el nopalitos”, por lo “baboso”. Y es que, en un arranque de soberbia y calculando que podría manejar al personaje a su antojo, el llamado “jefe máximo de la Revolución”, el general Plutarco Elías Calles, lo había importado desde Brasil en donde desempeñaba el cargo de embajador, sin grupo político ni alcances para desarrollar las delicadas tareas de la Presidencia. Quien mandaba, Calles, “vivía enfrente” de acuerdo al dicho popular también acuñado entonces.
Sin que nadie le respetara, humillado hasta niveles insoportables, Ortiz decidió renunciar y autoexiliarse en los Estados Unidos. Nadie, desde luego, le extrañó ni volvió a generar la menor atención hasta su muerte, en 1963, en la ciudad de México. Su caso fue demostración extrema de la patología del poder cuando los “caudillos” intentan perpetuarse más allá de los lindes legales y con la obsesión se ser indispensables y, por ende, insustituibles. La reelección, habilitada contra el espíritu del Constituyente de 1917, fue erradicada finalmente ante el túmulo de quien ya ostentaba la condición de “presidente electo”, el general Álvaro Obregón, en 1928. El duelo de caudillos lo ganó Calles.
Como ahora, en sentido contrario a la costumbre del ostracismo que se mantuvo durante la hegemonía priísta, los ex mandatarios andan muy activos, acaso porque perciben los severos vacíos de poder en la conducción gubernativa, es obligado insistir en la reflexión sobre el tema dados los antecedentes de nuestra historia, siempre infortunados, y los severos riesgos que se avizoran por efecto de las inconsistencias políticas en el país.
Por principio de cuentas, la falta de una revisión histórica, como señalamos ayer, pone sobre la mesa la posibilidad de la reincidencia de los males. Contamos todavía –y hasta diciembre, cuando menos- con un mandatario vulnerable y temeroso, también bien intencionado y con muy pobre capacidad operativa. Copado por la violencia, el acecho del narcotráfico, la expansión de los grupos armados y la cada vez más evidente indignación de la ciudadanía por el mantenimiento del ominoso estado de cosas, Felipe Calderón nunca pudo --como sí lo hizo uno de sus predecesores, Carlos Salinas, en condiciones semejantes--, legitimar su mandato sobre los rastros infectados de los comicios de 2006. El espejismo de las encuestas favorables, tendientes a exaltarlo con el propósito de poner fin a las prolongadas querellas poselectorales de 2006 y 2012, duraron sólo meses, y acaso determinaron la temprana tranquilidad de los cuadros oficiales que creyeron, en serio, haber superado el colapso de la polarización partidista y la consiguiente crispación de los mexicanos.
La violencia y ahora la crisis global dieron al traste con un gobierno inerte y bajo el flagelo de las pesadillas frecuentes. Acaso Calderón habría podido con el paquete en términos de estabilidad no críticos como los que ahora dominan los escenarios. Para decirlo claramente, no estaba preparado para el caos sino para la amable continuidad que, desde luego, volvió a alterarse cuando intervino el aparato estatal para trocar la voluntad colectiva en 2006 aun cuando muchos piensen que la arribazón perredista no habría sido la mejor salida. Pero tal criterio resulta pueril porque se especula sobre una situación que no se dio y además, lo que resulta bastante peor, se pretende con ello justificar las trampas que permitieron a la derecha mantenerse en el ejercicio del poder presidencial. Al fin y al cabo, en la democracia es necesario correr los riesgos de la alternancia cuando así lo determinan los electores.
El caso es que, en este momento preciso, la vulnerabilidad del Ejecutivo federal también es extrema no sólo porque han vuelto a polarizarse los criterios respecto a las reformas por venir, exaltada esta tendencia con la presencia de López Obrador en el recinto del Legislativo en 2008 durante los debates por la iniciativa sobre los energéticos --con lo que se le reconoció la calidad de “líder de la oposición” aunque no tuviera posición institucional alguna como suele ocurrir en las naciones parlamentarias e incluso en las presidencialistas con mayor madurez política--, sino también por la constante intervención, retórica sobre todo, de los ex mandatarios insolentes, incluso desatados y calculadores.
La nostalgia por el poder corroe más de lo que pueda imaginarse. No son pocos los hechos probatorios. Uno de ellos tuvo como protagonista al hoy extinto Miguel de la Madrid, cuya supuesta mediocridad no le inhabilitó para heredarnos una generación de políticos amañados y profundamente arraigados, hasta hoy, a los cargos públicos.
Cuando cesó al fin su deplorable mandato –marcado por los asesinatos contra líderes opositores y periodistas-, fue maldecido por el ostracismo etílico del que sus familiares lo rescataron, suplicando, sí, una posición política menor para él. Y fue así como su sucesor, Carlos Salinas, se sacó de la manga la dirección del Fondo de Cultura Económica en el que se mantuvo por espacio de una década, hasta el 2000, cuando ya no quiso pertenecer a la “nueva” administración de derecha. Descanse ¿en paz?
Otros no tuvieron tal suerte. Luis Echeverría intentó asegurarse una posición en el Senado, con carácter vitalicio, con la falaz argumentación de que no debían dilapidarse las experiencias de los ex mandatarios, y acabó, por un tiempo, en Canberra, el punto geográfico más alejado del territorio nacional. Y otros, bienaventurados gracias a los réditos de sus amarres soterrados con algunas multinacionales, hicieron de los foros internacionales el mejor de sus refugios mientras cesaban los sacudimientos propios de la transición sexenal. Salinas optó por el autoexilio, implorando por la defensa de su honor, y Zedillo, el más afortunado, recibió el espaldarazo de la tendencia partidista que no había cesado en señalar a su régimen por predador: el “gran simulador” –así titulé su radiografía, publicada por Grijalbo en 1998- se salió con la suya.
Debate
Como van las cosas, el rancho San Cristóbal estrenará pronto, además del mausoleo del sexenio anterior, una sala de prensa con reporteros fijos en esta fuente bastante más movida que la de Los Pinos. Allí, el ex mandatario, vindicado por la sostenida impunidad que cobija a quienes han transitado por la residencia oficial, recibió en 2008 al entonces presidente del Fondo Monetario Internacional, el español Rodrigo Rato –una de las figuras claves de la derecha española por cuanto aportó a la gestión de José María Aznar en calidad de vicepresidente-, quien se hizo acompañar, nada menos, por dos secretarios de Estado, el de Hacienda, Agustín Carstens –no debemos olvidar que éste se consolidó como el “segundo” de Rato y desde esta posición partió para integrarse al gabinete de Calderón-, y el de Economía, Gerardo Ruiz Mateos, el ingeniero industrial bendecido por su larga cercanía con el mandatario en funciones.
Desde luego, no se recordaba un hecho similar desde los tiempos del “maximato” callista. Echeverría, es cierto, mantuvo una antesala nutrida hasta que la vergue3nza de4l genocidio –1968 1971- le hizo bajar el rostro, pero, en lo general, integrada por vendedores de antigüedades, inmuebles y obras artísticas, impulsados por la amplia capacidad de compra de este personaje quien, además, sigue la máxima del desaparecido neoleonés, Alfonso Martínez Domínguez, quien acabó aborreciendo al hombre de San Jerónimo, en el sentido de que una audiencia copiosa otorga estatus a quien la mantiene.
Los Fox, ella y él naturalmente, asimilaron la lección y mantienen su política de puertas abiertas. Además, gracias a la primera visita de Bush junior como presidente global, digo, de los Estados Unidos, unas semanas después de su protesta en enero de 2001, las instalaciones de la heredad exista fueron dotados de sofisticados aparatos de vanguardia y de toda la parafernalia necesaria para nutrir los espacios electrónicos y cibernéticos.
Un caso único: desde los primeros meses de su mandato, y cuando aún no se oficializaba su relación con la señora Marta, Vicente se preparó para ser el más influyente ex presidente de la historia.
Lamentaciones o no al canto, el hecho es que tal es posible porque en el Palacio Nacional se vivió la ausencia de gobierno. Quizá por ello, a últimas fechas, lo más relevante haya sido la aceptación de parte de las iniciativas de sus contrarios, los priístas que quieren habilitar el “retorno de los brujos” y los perredistas quienes, al fin, salieron de la intransigencia absoluta. ¿Se benefició más Calderón o fueron sus opositores quienes se llevaron el gato al agua?
La Anécdota
Casi al finalizar el periodo de Plutarco Elías Calles, el asesinato de Obregón, quien había ganado su reelección, encendió la polémica:
--¿Quién mató a Obregón? –preguntaban por doquier-.
--¡Cálles... se la boca! –respondían-.
En 1994 ocurrió algo similar ante la interrogante permanente.
--¿Quién mató a Colosio?
Y la respuesta era, sigue siendo la misma:
--Pues, la verdad, está “pelón” saberlo.
Los magnicidios se dan la mano. El primero ya cumple ocho décadas y el segundo se acerca a los tres lustros. Y los arcones de la justicia permanecen cerrados todavía. Esto es no se tienen llaves para abrir los candados de la impunidad.
E-MAIL: loretdemola.rafael@yahoo.com.mx
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