Baetriz Pagés |
Enrique Peña Nieto ha quedado en medio de “dos Méxicos”. Entre el México viejo que se resiste a cambiar, que huele a carroña y a humedad de panteón, y el otro que busca formar parte de la modernidad.
La iniciativa de ley que envió el presidente electo al Congreso para dotar al IFAI de plena autonomía y ampliar su competencia para que cualquier autoridad, entidad u organismo de gobierno transparente y rinda cuentas a la ciudadanía sobre el uso de recursos y toma de decisiones puede detonar, si así se quiere, una revolución política.
El tema va más allá de los pesos y los centavos, de lo que hay o no en la caja registradora de las secretarías de Estado, gobiernos estatales o municipales. Se trata de generar un cambio de moral y mentalidad, de actitud y conducta en el funcionario y en la ciudadanía misma.
Desde su creación en el 2002, el IFAI ha sufrido sonadas derrotas al enfrentarse a una clase política acostumbrada a gastar, robar, desviar, comprar voluntades, tomar decisiones y utilizar los recursos de la nación con absoluta arbitrariedad y plena impunidad. En una palabra, a ocultar información para evitar dejar ver la turbiedad con la que se ejerce el cargo.
El Centro de Estudios del Sector Privado publicó, apenas en abril pasado, un informe que revela el altísimo costo que tiene la corrupción en México. De acuerdo con los cálculos hechos, la cultura de la ilegalidad le cuesta al país 1.5 billones de pesos, lo que representa el 10 % del Producto Interno Bruto.
La iniciativa sobre transparencia y rendición de cuentas que presentó Peña Nieto a los legisladores le gustó a la sociedad, pero no a los poderes. ¿A quién se refería el secretario general de la OCDE, José Angel Gurría, cuando dijo que había llegado la hora de “enfrentar con entereza y decisión a quien se oponga al cambio y a quienes se benefician con el statu quo”? Con el statu quo de la corrupción, claro. ¿El mensaje era para los sindicatos, el Congreso, los partidos, los gobernadores, o para los llamados poderes fácticos, a los que por cierto mencionó?
El cambio no tiene vuelta de hoja y eso lo sabe el próximo presidente. Es una cuestión de sobrevivencia y estabilidad política. O su gobierno impulsa las reformas o el impulso que traen las nuevas corrientes de cambio lo puede devorar a él. Aunque por otro lado tendrá que lograr —y aquí lo paradójico— la colaboración de ese statu quopara evitar que las fuerzas parásitas, corruptas, de fáciles privilegios, sigan impidiendo la modernización del país.
Peña se encuentra en una situación similar a la del presidente norteamericano Barack Obama. El primer mandatario estadounidense no ha podido lograr las reformas que prometió en campaña porque se lo han impedido los intereses del sistema. Tiene conciencia de que el mundo ya cambió y que su país tiene que adaptarse a la nueva realidad mundial. Washington ya no puede pretender invadir naciones o encabezar golpes de Estado como antes y como insisten en hacerlo el Pentágono y los grupos más conservadores aglutinados en el Tea Party del Partido Republicano.
Sin embargo, como alguien dijo: “El sistema devoró a Obama”. Y en México, entonces, ¿el sistema también devorará a Peña, o hasta dónde podría llegar su revolución?
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