sábado, 22 de septiembre de 2012

Juan Villoro - Rojos o verdes

Juan Villoro

En el "mes de la patria" conviene revisar los valores que damos por sentados y a veces son herméticos o por lo menos misteriosos.
Me propongo hablar de los dos colores fundamentales que arden en el paladar vernáculo. La gastronomía mexicana creó salsas bicolores para honrar la dualidad de nuestra cultura. El pensamiento prehispánico se regía por una creativa pugna entre los opuestos. Baste pensar en el juego de pelota, representación del tránsito del sol y la luna, la vida y la muerte, la tierra y el inframundo, el triunfo y la derrota y todas las tensiones que mantenían vivo el cosmos.
De manera emblemática, el Templo Mayor de Tenochtitlan tenía un carácter dual: un altar consagraba a Huitzilopochtli, dios solar y de la guerra, y otro a Tláloc, dios pluvial. En el abigarrado panteón mexica no podía faltar un Señor de la Dualidad. Ometéotl representaba al indivisible Dios Dos.
¿Qué queda de esa dialéctica? Es obvio que no vivimos en estado de éxtasis azteca, pero hemos logrado que algunos usos cotidianos preserven el vínculo con esa era perdida.




Las mesas mexicanas son cosmogramas de la identidad. Ahí coexisten distintas culturas, la del pan y la de las tortillas de maíz. Esta es la parte criolla del asunto. Pero hay algo que viene de más lejos: las salsas conservan el sentido de la dualidad. Aunque hay de muchos tipos, reconocemos dos polos canónicos. Las enchiladas y los chilaquiles pueden ser rojos o verdes, y las mesas ofrecen dos cuencos con líquidos que pican en esos colores.
Disponer de esa alternativa ha llevado a algo más que un enriquecimiento del gusto. Las salsas tienen un sentido identitario. Sin ellas, la comida es "internacional". Sus colores son los más enfáticos de la bandera (el blanco es neutro, una ausencia de color) y aluden a una cultura dual, que erigía una pirámide al sol para erigir otra a la luna y hacía un agujero en el poniente cuando ya tenía uno en el oriente.
Una mesa con una salsa es sospechosa de dogmatismo. También el exceso despierta suspicacias. Los restaurantes que ofrecen siete salsas obligan a recordar que las básicas son dos, la roja y la verde.
El mundo se divide en esas opciones tan arraigadas que definen nuestro inconsciente colectivo: también la gasolina, salsa automotriz, es roja o verde.
¿Sería posible clasificar a los amigos a partir de una psicología de las salsas? Algunas posibilidades: "Ni le hables a Carlos; no lo calienta ni el sol: está cambiando de salsa", "No confíes en Julia: es de las que mezclan las salsas", "Jamás convencerás a Federico: no ha probado otra salsa en su vida".
Todas estas reacciones expresan la angustia de elegir. El ser contemporáneo no es dual; está obligado a escoger entre una cosa y otra. En la lacustre Tenochtitlan, tener dos salsas era tan normal como adorar dos dioses. La mente azteca fundía opuestos: la salsa verde incluía algo de la roja; una no existía sin la otra; elegir "ésta" implicaba a "aquélla".
En cambio, los atribulados habitantes de la posmodernidad tenemos que escoger, o creer que lo hacemos. A cada rato debemos singularizarnos, definirnos a través del NIP o el password que permiten la vida en común.
En un sentido profundo, las salsas no llegan a nuestras mesas como una disyuntiva que significa abundancia, sino como un recordatorio de que todo es dual y los extremos viven juntos.
¿Qué tan distintas son esas opciones? Llegamos a un desafío del conocimiento. Las salsas se parecen mucho, pero no son idénticas. Confieso un desconcierto que no le deseo a nadie. Con los ojos abiertos, prefiero la roja. Esta elección es cromática. Si pruebo ambas salsas sin abrir los ojos, escojo la verde. ¿Podemos separar el gusto de la mirada? Los integristas gastronómicos se guían por sus papilas, los que entienden el placer como algo ambiental, híbrido, privilegian la presentación, y los neurasténicos se preocupan de que haya opciones.
Las salsas esenciales representan una versión asequible y gustativa de la dualidad. ¿Hasta dónde podemos lograr que, al optar por una, nos alejemos de la otra?
"¿Sus chilaquiles: rojos o verdes?", pregunta el mesero. La lucha de los contrarios parece a punto de ser resuelta por el libre albedrío. Un partido en el que no hay empate: "¿rojos o verdes?".
Pero Huiztilopochtli y Tláloc han encontrado el modo de preservar su señorío dual. Si pides "rojos" es muy posible que te los traigan "verdes". ¿Estamos ante una de las muchas pruebas de ineficiencia en un país de baja competitividad?
De nuevo se trata de algo más complejo. El 90% de las veces, el comensal dice: "Los pedí rojos, pero ya déjelos". Por orgullo, le demuestra al otro que se equivocó, pero acepta el error porque a fin de cuentas una salsa da lo mismo que la otra.
Calificar esta reacción de "confor-mista" sería ignorar nuestras complejas raíces. Si algo define la identidad del mexicano es saber que si pides enchiladas verdes, te pueden traer rojas sin que eso sea distinto.
En la rueda del cosmos, los colores se borran y lo único que importa es que todo pique.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, sean civilizados.