lunes, 12 de agosto de 2013

Jesús Silva-Herzog Márquez - El guadalupanismo constitucional

Hace ya un poco más de cien años, Emilio Rabasa detectó uno de los problemas fundamentales de nuestra vida pública: no hemos aprendido a leer la constitución. Leer la constitución no es simplemente unir las letras de su texto, sus palabras, sus párrafos, fracciones, incisos. Es entender su sitio, ubicar la función que desempeña en el régimen de la moderación política y la eficacia democrática. En La constitución y la dictadura, una de las poquísimas obras de reflexión política mexicana que merecen el calificativo de clásico, Rabasa criticó el texto de la constitución vigente pero, sobre todo, criticó su lectura. La ley de 1857 le parecía la prescripción de la anarquía. Por eso mismo obligaba a los gobernantes a su infracción: deseando libertad, la constitución provocaba dictadura. Pero debajo de la denuncia de lo que consideraba ingenua mecánica liberal se desarrollaba una crítica aún más profunda y más vigente: la constitución no se ha configurado políticamente como regla porque la adoramos como símbolo. La constitución es un emblema antes que ser norma. La perversión no es inocua. Tratar a la constitución como reliquia es invalidarla como norma. Para respetar a la constitución hay de dejar de venerarla.



Dos tipos de veneración constitucional son perceptibles en nuestra vida pública. El primero es un tic de nuestro reformismo. El instinto del cambio es insertarse en la Constitución para apuntalarse. Tal parece que en México no hay transformación que valga que no implique un cambio al texto de la constitución. El reformismo es constitucional o no es. Se trata de un curioso impulso de consagración. Desmerece cualquier reforma que no alcanza grado constitucional. El reflejo se alimenta, desde luego, en la sospecha: resguardar el cambio de la reacción de las mayorías ocasionales. Pero, como hemos visto en los últimos lustros, pocas cosas tan efímeras como un párrafo de la constitución mexicana. El pluralismo no ha detenido sino, sorprendentemente, ha atizado esta manía. La constitución ha cambiado más en tiempos de gobiernos divididos que bajo el régimen de partido hegemónico.

La pretensión de este impulso es petrificar las decisiones del instante: el efecto es convertir la constitución en papel desechable. Así, la Constitución se ensancha constantemente. Se expande hasta cubrir los detalles más nimios de nuestra organización política. Todo ha de estar ahí, alcanzar ese sitio. Las reformas recientes en materia de telecomunicaciones son, por ejemplo, más extensas que la constitución completa de los Estados Unidos. Y no es que el documento de Filadelfia sea el modelo insuperable del constitucionalismo contemporáneo; es que hemos perdido el rango de fundamento que debe conservar cualquier constitución.

La otra forma de la veneración constitucional tiene el impulso contrario: en lugar de ubicar a la constitución como el destino de cualquier cambio, la ve como encarnación de lo inmutable. Símbolo de una nacionalidad en peligro, la constitución impone la verdadera prueba de patriotismo. La idea de cambiarle una coma a uno de los artículos venerados es idéntico a imaginar la venta del territorio nacional. No es una exageración. Con esas palabras se condena a quienes creen sensato cambiar el régimen constitucional del petróleo: traidores a la patria. Santanistas de palabra, obra u omisión quienes piensan en una redacción sacrílega, vendepatrias quienes trabajan para modificar la expresión inmaculada, desleales quienes no se ponen en pie de guerra para defender la sustancia inalterable de la Constitución. El guadalupanismo constitucional cree que el artículo 27 captura de tal manera las hazañas del pueblo mexicano que la mera idea de variar su redacción es sacrilegio. Reformar el apartado de petróleo en la Constitución equivaldría a ponerle minifalda a la virgen de Guadalupe o pintarle el pelo de rojo para atraer a los turistas. Nos advierten los guadalupanos: la imagen de Tepeyac y el artículo 27 son los hilos de nuestra frágil nacionalidad. Deshonrarlos es poner en riesgo la paz, la identidad de la nación. Para los devotos, por supuesto, no valen los argumentos de utilidad, las sugerencias del exterior. Qué nadie tenga reglas como las nuestras nos recuerda que la historia mexicana es única. ¿Quieren que la virgen se ponga el bikini de moda? Nadie ha tenido nuestra historia y por lo tanto, nadie puede comprender la importancia de nuestros altares. Tenía que ser una extranjera que no comprende la historia nacional quien se atreviera a preguntar hace unos años en la basílica de Guadalupe: ¿quién pintó este cuadro de la virgen? Dios, le respondieron de inmediato a Hillary Clinton, la ignorante. Lo mismo hacen esos desleales que ignoran la historia mexicana sin saber que el régimen constitucional del petróleo lo configuró La Historia de México.

Pañuelo desechable y sábana santa, la constitución no logra ubicarse como lo que ha de ser: la plataforma normativa de lo políticamente primordial.

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Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=185707



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