lunes, 9 de septiembre de 2013

Jesús Silva-Herzog Márquez - Fe en la ley

Se conmemora en estos días el bicentenario de la Constitución de Apatzingán. Se promulgaría en octubre de 1814 pero, desde septiembre del año anterior, el Congreso de Chilpancingo trabajaría en la redacción de la primera constitución mexicana. Fue el 14 de septiembre de 1813 cuando José María Morelos leyó su famoso documento con los principios básicos a los que debería sujetarse el constituyente: los Sentimientos de la nación. Morelos reafirmaba la independencia de la América mexicana, y la intransigencia religiosa. Prohibía la esclavitud y la tortura, al tiempo que pedía fiestas mensuales para la virgen de Guadalupe. Declaraba enfáticamente que la soberanía provenía del pueblo pero sugería una junta de sabios para asesorar al Congreso. La constitución que habrá de promulgarse, decía Morelos, ha de asegurar la igualdad para que sólo la virtud y el vicio distinga a un americano de otro. Eso sí: los herejes, prescribiría la constitución más tarde, no podrían considerados como ciudadanos. El punto 12 de los Sentimientos es, sin duda, el fragmento más memorable de este documento cargado de idealismo: “Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”.



La escasa vigencia de la Constitución de Apatzingán no ha limitado, sino tal vez magnificado, su fascinación. Se le imagina como una especie de Carta purísima, noble e intacta. Una ley inmune a una realidad a la que apenas intentó moldear. Ahí nace, según Luis Villoro, la noción de que el país se constituye desde cero, y con leyes. El pasado es irracional y opresivo, el futuro es lógico y liberador. El Congreso de Chilpancingo actúa como si fuera “el fundamento último de la sociedad naciente”. Hacer patria es descubrir la ley perfecta, la norma equilibrada que refleje el trazo de la Justicia. A esa utopía se refirió también Edmundo O’Gorman: “En Apatzingán nace para nosotros la tendencia tan patente en nuestro fervor legislativo, de ver en la norma constitucional un poder mágico para el remedio de todos los males porque en el fondo de esa vieja creencia está la vieja fe dieciochesca de que la ley buen no es sino trasunto de los secretos poderes del universo”. Para lograr la felicidad no habría más que traducir al lenguaje de ley los principios del evangelio natural.

Que reformar es legislar se ha convertido en un tópico de nuestro tiempo. Que el cambio tiene sede legislativa y concluye el día que se consagra en el Diario Oficial es la superstición abogadil en la que seguimos atorados. El reformista de nuestro tiempo parece renovar su fe en los efectos mágicos de la ley. Si antes advertía el deber de ajustarla al Derecho Natural, hoy quiere recomponer los ‘incentivos’. En el momento en que sirvan racionalmente al interés común y escapen de esas caprichosas configuraciones del abuso, darán paso a la modernidad. El culto a las “reformas estructurales” (catapultas de la felicidad nacional que en tanto se parecen a la utopía de Apatzingán) no es más que la puesta al día de esa fe. Se retrasa nuestro acceso a la modernidad porque no hemos logrado convertir el nuevo evangelio en Ley. Los escépticos de la prescripción, los críticos de la fórmula salvadora son responsables de nuestra postración. Los herederos del aquel utopismo no pierden oportunidad para recordarnos qué felices seríamos si se hubieran aprobado ya las “reformas estructurales”. Pero el país se aferra a su desdicha...

Que las reformas tengan un episodio legislativo no significa que ahí se agoten, que concluyan cuando se publican oficialmente. Se ha conseguido la mayoría para cambiar el marco legal de la educación en el país. Hasta donde veo, los cambios son positivos y modestos. Con enorme timidez se ha introducido el principio del mérito para recibir del Estado la responsabilidad de educar. Que el marco normativo haya cambiado, que el sistema educativo tenga nuevas bases constitucionales y nuevas reglas segundarias no significa que el proceso educativo haya cambiado. Ahora viene el desafío complejo. Sea lo que sea, la calidad educativa no es producto parlamentario. La condición de nuestra educación no depende de la intervención ocasional de los diputados y los senadores, sino de los maestros, de los alumnos, de los padres de familia, de la autoridad educativa. Si el marco legislativo de la educación ha mejorado como dicen sus promotores, hay un océano para que la letra de la ley transforme el proceso del aula. Los maestros que está de moda satanizar tienen el gis por el mango. Ignorarlos con argumentos de soberbia burocrática es desdeñar las complejidades de un proceso auténticamente reformista. Creer que la ley es el cambio es ignorarlo todo. El gobierno y su coalición rehicieron la ley. Sólo la ley.

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Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=190439

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