El país cambió a raíz del 2 de octubre. Por supuesto que en esta sentencia hay mucho de mito, pero hay un gran consenso en que esa fecha es un punto de quiebre y que, al menos simbólicamente, tiene todo para ser considerada como tal: juventud, rebelión, represión, martirio. Lo que no ha cambiado es el rito, esto es, la forma en que conmemoramos la noche de Tlaltelolco; son las mismas marchas, con las mismas consignas, las mismas demandas y los mismos líderes, como si el país de hoy fuera el mismo de hace 10, 15, 35 o 40 años.
¿Qué sentido tiene hoy la consigna de “castigo a los responsables” cuando la mayoría está muerto en en vías de hacerlo?, ¿qué sentido tiene la marcha si no le damos nuevo contenido?, ¿cuál es la lógica de protestar contra la represión golpeando policías por el simple placer de golpear? El ritual del 2 de octubre necesita revitalizarse y resemantizarse para no terminar siendo una parodia de si mismo. Son unos pocos los se han apropiado de la memoria y, como bien plantea Luis González de Alba, recordamos solo lo que ellos quieren recordar.
Hoy el 2 de octubre está cada vez más lejos de la agenda libertaria, de la reivindicación de educación pública y la democracia, demandas fundamentales de aquellas marchas de hace 45 años. No deja de ser paradójico que en pleno debate sobre el futuro de la educación en el país la memoria de la noche de Tlaltelolco no tenga nada que decir en este tema; que en un país donde aún se debaten de los derechos de las minorías los movimientos sociales no encuentren en las reivindicaciones del 68 una bandera significativa.
La agenda de la memoria define también la agenda de futuro, porque finalmente construimos sobre los imaginarios. La no asimilación del 68 en términos históricos y simbólicos es el reflejo de los atavismos que tenemos en este país. No es gratuito que la reforma energética que propone el PRI sea rescatando el texto constitucional de 1938, o que le tengamos tanto miedo a discutir siquiera temas como la reorganización de los sistemas de salud porque las instituciones, el IMSS o el ISSSTE son totémicas, y por lo tanto son más importantes que los derecho habientes.
Los mexicanos administramos la memoria de manera ritualista. La forma termina invariablemente imponiéndose sobre el fondo, el símbolo sobre el significado y el recuerdo sobre la construcción de futuro. La gran reforma que necesita este país es la de la reforma de la memoria, un cambio radical en la manera en que hacemos, escribimos, entendemos y nos apropiamos de la historia.
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