viernes, 4 de octubre de 2013

Juan Villoro - La piel ajena

Clasificar puede ser una forma elegante de discriminar. Fui amigo cercano de Eduardo Agayán hasta que se aficionó a detectar las razas de sus congéneres.

Hay muchas formas de entretenerse y él descubrió que es muy divertido imaginar las combinaciones físicas necesarias para producir a una persona. Por insulso que sea, todo rostro ha sido trabajado por una cadena biológica infinita, el “bosque de los cuerpos”, como lo llama Rafael Argullol.

“Provengo de un pueblo perdido”, dijo en una ocasión en que bebíamos el extraño té de clavo que tanto le gusta. Se refería al holocausto armenio perpetrado por los turcos. Su familia emigró a América después de esa tragedia que cobró más de un millón de vidas.



Como los armenios carecen de un país propio, sus sufrimientos cayeron en el olvido. “¿Quién se acuerda de los armenios?”, dijo Hitler cuando le preguntaron si no temía el juicio de la historia.

Desde la infancia en que se obsesionó con Batman, el Caballero Oscuro que buscaba vengar la muerte de sus padres, Eduardo Agayán reveló su tendencia al dramatismo. Las cosas que le interesan mucho dependen de una herida remota. Según él, indagar orígenes étnicos es una forma de honrar a los armenios, pues impide que la historia de los pueblos se pierda en la noche de los tiempos.

Lo malo de descubrir diferencias es que unas pueden ser preferibles que otras. Hace dos años Eduardo me lanzó unas palabras más incisivas que su té de clavo: “Tus facciones son turcas”. No era el primero que me lo decía, así es que eso debe ser cierto, al menos en parte. El problema es que él no ha perdonado a los turcos que masacraron a los armenios.

Como es de suponerse, la revelación de que genéticamente pertenezco al número de sus enemigos enfrió nuestra amistad. Confieso que yo también puse algo de mi parte: si él me vio con desconfianza, yo lo vi con rencor. No estaba ante un experto en antropología física, sino ante un aficionado que asociaba mi cara con un crimen contra la humanidad. Eso arde. Para demostrarle que ante todo soy mexicano, me ofendí al máximo, no lo invité a mi cumpleaños y hablé mal de él con Carlitos Muro, que es como hablar con CNN.

Durante dos años sólo nos vimos en la absurda fiesta de Halloween que organizó Chacho y a la que, por fortuna, asistimos con disfraces de brujas y calaveras que impidieron identificar nuestras razas. Luego tuvimos un encuentro casual en un cajero automático. En esta segunda ocasión, me saludó con una efusividad que tardó varias semanas en volverse lógica.

Cuando habló para que nos viéramos, me sorprendió que me citara en una sucursal bancaria. Temí que necesitara un préstamo. ¿Carlitos habría exagerado mis críticas a Eduardo, convirtiéndolas en una calumnia que yo debía resarcir con un cheque? Eduardo llegó a la cita de buen humor: “La tecnología nos ha unido”, dijo en forma enigmática. Explicó que, en nuestro encuentro anterior, había visto el trabajo que me cuesta lidiar con la computadora: “La touch screen no te obedece”.

Tenía razón. Envidio a los que activan las pantallas con un tenue roce de sus dedos. Yo me concentro para que mi alma llegue a las huellas digitales, intento caricias furtivas y luego paso a la técnica de lucha libre del piquete de ojos. Sin resultado alguno. El asunto no mejora lavándome las manos ni poniéndome crema. El siglo XXI ha inventado aparatos que revelan la incapacidad de mi epidermis.

“Ahora viene la masajista de signos”, añadió mi amigo. Mi confusión iba en aumento. Minutos después llegó una chica bajita y morena. Sus dedos cortos no hacían pensar en masaje alguno. “No todas los manos tienen la misma temperatura ni la misma piel”, dijo Eduardo: “las de Lupita fueron hechas para la touch screen”. La vi proceder sobre la pantalla con virtuosismo digital. “¿Ves?”, mi amigo sonrió como quien prueba un axioma. “Lupita trabaja en el banco, ayudando a los discapacitados digitales”. Aunque la tecnología suele ser una prótesis, la touch screen convierte a una franja de la población en impedidos.

Lupita me dio su tarjeta por si tenía emergencias de pantalla. Mi ineptitud física quedó acreditada. ¿Eso justificaba el buen humor de Eduardo?

“Me pasa lo mismo que a ti”, agregó para mi sorpresa. Me mostró sus dedos, de piel casi translúcida, llenos de rayitas, parecidos a los míos. Tocó la pantalla del cajero y no fue obedecido. “Eres turco, pero este invento nos discrimina por igual”, añadió.

Curiosamente, descubrir que armenios y turcos pueden tener la misma piel no lo llevó a pensar que, en el fondo, los enemigos son lo mismo: “El holocausto no se olvida”. Y sin embargo, había encontrado una forma de reconciliarnos: “compartimos la misma incapacidad”. Para nosotros, la computadora no servía para el moderno fin de dominar una pantalla, sino para remontarnos a un momento prehistórico en que las razas se unían por idénticas dificultades. Al despedirse, me dio la mano, con un apretón que juzgué vengativo. Respondí encajándole una uña.

Nadie es responsable de su piel, pero sí de sus intenciones.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=195862

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