jueves, 10 de octubre de 2013

José Woldenberg - Lamentable

Sí, lamentable es el adjetivo para calificar la renuncia del ex presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, Luis González Placencia. En la última recta para su ratificación por parte de la Asamblea Legislativa, declinó ante la certeza de que no alcanzaría las dos terceras partes de los votos necesarios para su reelección.

González Placencia encabezó una institución que muy buenas cuentas entrega. Sus antecesores, Luis de la Barreda y Emilio Álvarez Icaza, habían construido y fortalecido una Comisión volcada a defender y ampliar ese piso civilizatorio al que denominamos derechos humanos, y sin el cual la vida se convierte en una feria de abusos de los fuertes contra los débiles, en este caso, de las autoridades gubernamentales sobre los ciudadanos.




González Placencia, montado en lo que habían realizado sus antecesores, inyectó vitalidad a la Comisión: extendió la red de relaciones con las organizaciones no gubernamentales en el entendido de que su causa y la de la Comisión es una y la misma; detectó y actuó para proteger a los llamados grupos vulnerables, bajo la premisa de que unos más que otros son sujetos de violaciones a sus derechos; multiplicó los esfuerzos por socializar el cuadro de valores que ponen en pie los derechos humanos como una fórmula para hacerlos visibles y comprensibles (porque hay demasiadas expresiones diarias que ilustran la incomprensión en la materia de personas de las más diversas extracciones sociales y grados de escolaridad); puso el dedo en la llaga en un sinfín de prácticas recurrentes que resultan vejatorias de la dignidad de las personas y violatorias de derechos (arraigo, torturas, detenciones arbitrarias, condiciones de los reclusos, presentación de presuntos responsables ante los medios, etcétera); y sobre todo, actuó con absoluta independencia de los poderes públicos.

Este último punto merece ser subrayado. Las comisiones de derechos humanos tienen una misión delicada pero estratégica: señalar las violaciones a los derechos que las autoridades cometen. Eso que se enuncia con sencillez supone una tensión permanente entre gobernantes y funcionarios por un lado y la Comisión por el otro.

Está en el código genético de toda Comisión que se respete, asumir que su actuación será juzgada por su decisión de tutelar esos derechos contra eventuales o persistentes abusos por parte de las autoridades.

Y ello solamente es posible con el ejercicio cotidiano de la autonomía. Autonomía que supone que las decisiones se toman única y exclusivamente en los circuitos de deliberación de la propia Comisión, sin la interferencia del resto de las autoridades, partidos y las más variadas organizaciones.

Bien vistas las cosas, esa distancia, esa independencia, debería ser valorada por los propios gobiernos, porque puede convertirse en un auxiliar de su propia gestión (dado que ningún gobierno puede estar al tanto, día a día, de lo que sucede en sus múltiples dependencias).

Pero con más frecuencia de la deseada, los gobiernos suelen medir a los órganos autónomos con el impertinente rasero de amigo o enemigo.

El propio González Placencia hizo un primer recuento de los casos complicados en los que tuvo que intervenir (Reforma. Ciudad 8-X-13): “expropiaciones ilegales en Tepito e Iztapalapa, el News Divine, la trata de internas en los reclusorios, la Supervía, el caso Cassez, la UACM...”.

A lo que habría que sumar los temas a los que les dio visibilidad pública: “las mal llamadas fiestas clandestinas, los mal llamados reguetoneros, la defensa de las poblaciones callejeras, de las personas migrantes, de las familias de las personas desaparecidas, las detenciones arbitrarias del primero de diciembre...”.

Temas que por su propia naturaleza incomodan (por decirlo suave) a diferentes autoridades.

Es entonces una pena que los esfuerzos sistemáticos desplegados por la CDHDF, encabezada por LGP, se hayan truncado por las veleidades que presiden la toma de decisiones en la Asamblea. Quizá una lección debamos sacar de lo ocurrido: es un mal diseño institucional establecer que el ombudsman se puede reelegir luego de cuatro años de gestión, siempre y cuando logre el respaldo de por lo menos las dos terceras partes de los votos en la Asamblea.

¿Por qué? Porque me temo que el ejercicio de la autonomía y sus secuelas son mal vistos por aquellos diputados que -alineados a partidos, funcionarios o corrientes- piensan que la Comisión “maltrató” a alguno de los suyos.

Lo otro, por supuesto, sería aún peor: que el presidente de la Comisión, en busca de la reelección, se plegara a los designios de los jefes de la política capitalina. El asunto empeora cuando las bancadas opositoras son incapaces de valorar la centralidad de los derechos humanos y de un órgano autónomo.

González Placencia protegió y ejerció la autonomía de la institución que presidió. Ello le permitió ser un eficaz defensor de los derechos humanos. Debe sentirse satisfecho. De lo otro, de su no reelección, deben dar cuenta los legisladores del Distrito Federal.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=196981

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