La discusión de las reformas impositivas plantea un debate acerca de la política económica y del proyecto de país que defiende el gobierno en turno. Se trata de un debate eminentemente político, pues si algo define el perfil de un gobierno es cómo se obtienen los ingresos públicos y hacia dónde los destina. Como decía Joseph Schumpeter: “Los impuestos son la columna vertebral del Estado”.
En las últimas décadas, las administraciones del PRI y del PAN han aplicado el mismo modelo económico. Las diferencias entre ambas administraciones derivan de los matices que adquiere la política económica ante la coyuntura y la fase del ciclo económico que enfrentan, las que se han caracterizado por el desatino de las medidas adoptadas que han conducido a recesiones económicas; a una mayor concentración del ingreso y a más pobreza y desigualdad.
Los mexicanos hemos asistido, lo mismo al error de diciembre de 1994 que derivó en el “efecto tequila”, que al catarrito del señor Agustín Carstens en 2008 que duró la friolera de dos años. Hemos pasado del “vocho, tele y changarro” al “ahí te dejo estos seis mil pesos, paga la renta el teléfono y hasta el club”.
En estas medidas ha predominado, hasta hoy, el criterio de imponer dogmáticamente el equilibrio macroeconómico y de las finanzas públicas, cuyas consecuencias han convertido al país en una fábrica de pobres.
Subrayo el hasta hoy, ya que ante la pretensión de privatizar los hidrocarburos, y la renta petrolera, y ante la inconformidad social que frenó el intento de generalizar el IVA en alimentos y medicinas, el gobierno federal ha impuesto una política recaudatoria para mitigar el boquete fiscal que implicaría el cambio de régimen impositivo de Pemex, y que rompe con el dogma del déficit cero, alentando el endeudamiento nacional y cargando de nueva cuenta la mano a los sectores medios y al ingreso de los trabajadores.
Estamos ante una combinación de impuestos que en la coyuntura actual tendrá efectos regresivos que alentarán la recesión económica y profundizarán la desigualdad social.
Tengo claro que el Congreso de la Unión revirtió la pretensión de gravar colegiaturas, la compra y renta de vivienda, así como las hipotecas. Que se acotó en pequeña medida el régimen de consolidación fiscal; que se gravarán las utilidades de las personas físicas en la Bolsa Mexicana de Valores; que se impone un gravamen a la actividad minera y que se establece una mayor progresividad en el impuesto sobre la renta, aunque quedaron intocados los privilegios fiscales de las grandes corporaciones y la riqueza desmedida.
Sin embargo ese no es el debate de fondo. No se trata de imponer tal o cual gravamen, sino si éstos darán respuesta al nulo crecimiento económico, a la generación de empleos, a la recuperación de salarios reales y a frenar la tendencia recesiva de la economía. Lo que con estas medidas no va a suceder.
Por otro lado, la discusión de estas leyes y del presupuesto de egresos abre también la negociación sobre el destino de los recursos públicos, lo cual debería ser una práctica parlamentaria regular en un sistema democrático. Sin embargo, son deleznables las prácticas adoptadas en los últimos años, donde se pretende condicionar la asignación de recursos presupuestales al voto en favor de las reformas impositivas; cooptar el voto de legisladores a cambio de recursos, o peor aún en actos de corrupción donde legisladores cobran porcentaje sobre los recursos que gestionan. Se trata de una práctica de extorsión que busca comprar votos y conciencias.
Por ello, convencido de que debe combatirse a fondo la política económica que ha empobrecido a millones, la visión patrimonialista sobre los recursos públicos y esta afrenta a la pluralidad política de la sociedad mexicana, mi voto fue en contra.
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