Hoy hace 50 años. Un magnicidio sepultaba una época.
Un invento abría otro horizonte.
25 de noviembre y lunes, como hace 50 años, 1963.
Llegué a Washington la noche del viernes 22, después de una jornada de fiebre desbocada en los noticieros a mi cargo en Televisa. Como a las 11 y media de la mañana interrumpí el programa normal y entré al aire dando el flash increíble: John F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos, asesinado en Dallas. Desde ese momento y a lo largo de todo el día fluyó la información como partes de un rompecabezas en ese manicomio en que se había convertido el mundo.
La muerte de Kennedy tuvo una histórica consecuencia colateral: transformó el periodismo electrónico y obligó a un cambio drástico del periodismo impreso y fotográfico. Coincidió con la irrupción de inventos como los satélites de comunicación capaces de mantenerse sobre un punto determinado del Ecuador para retransmitir señales durante tiempo indefinido. El “cono” de la imagen cubría sectores del planeta sin la desventaja anterior de los satélites fugaces, útiles unos cuantos minutos en sitios no escogidos. El instante del asesinato y su secuela hasta el entierro es el instante del nuevo periodismo en el mundo. Entre la Plaza Dealey de Dallas y el Cementerio de Arlington en Washington, menos de 100 horas, cambiaría la forma de contar el cuento, imperante durante cientos de años.
La noticia del asesinato fue sin imagen, solo mi voz y mi presencia comunicaba los acontecimientos narrados por cables de agencias, emisiones de onda corta o relatos telefónicos de corresponsales. 80 minutos después de los tres disparos es detenido Lee Harvey Oswald por los asesinatos de un policía de Dallas llamado J. D. Tippit y el de Kennedy que Oswald siempre negó, aunque no por mucho tiempo: dos días más tarde, mientras era custodiado por la policía, Jack Ruby, un gángster de Dallas, le disparó y mató en vivo y en directo, ante millones de televidentes. La transmisión del homicidio es uno de los hechos mágicos de ese fin de semana. Otros estaban por ocurrir. Un peatón llamado Abraham Zapruder filma en su camarita de 8 milímetros el auto, el cráneo estallado por la bala, el desvarío de la viuda, la sorpresa del escolta y presagia la irrupción del hombre común en un periodismo popular y gratuito que mediante el teléfono habría de cambiar las costumbres en el siglo XXI.
El sábado narré por XEW Radio el arribo desde Dallas del cuerpo de Kennedy, su traslado a la Sala Este de la Casa Blanca donde, después de la autopsia en el Hospital Naval de Bethesda, estuvo expuesto 24 horas y la llegada al Capitolio domingo y lunes en que recibió el homenaje de más de 250 mil personas junto a la viuda, el niño de tres años que despidió a su padre con un saludo militar y su hermanita que medio siglo después toma posesión como embajadora de Estados Unidos en Japón. La Catedral de San Matthew, el furgón abierto, el caballo del comandante ausente con la punta de las botas hacia atrás. La eternidad.
El lunes el entierro en Arlington. Hablé a la W para preguntar cómo había salido la crónica final de radio. No sólo bien y completa, dijeron antes de darme otra sorpresa: se había recibido por primera vez la imagen del nuevo satélite, y la habían transmitido por televisión con mi relato simultáneo. Quedé pasmado. Se abría una nueva época de la comunicación y el periodismo. Demasiadas emociones en tan poco tiempo. Empecé a escribir una crónica destinada a José Pagés Llergo, director de la revista “Siempre!” Fui al telégrafo para enviarla a México y ahí encontré a Carlos Denegri, reportero de “Excélsior”, quien iba a lo mismo, con el acostumbrado enorme tambache de cuartillas de sus reportajes especiales.
Le platiqué mi experiencia. Denegri preguntó desconcertado si en México se había visto el funeral en tiempo real, si había pasado completo. Sí, le dije. Entonces empezó a romper hojas de su trabajo hasta dejar unas cuantas y regresó a su hotel a escribir para quienes no necesitaban descripciones de lo visto, sino interpretación y análisis. El periodismo impreso, nacido en el siglo XV con Gutenberg, multiplicado en el XIX por la rotativa, enriquecido por la fotografía, el cine y la radio, daba un paso gigantesco para hacernos ver al hombre pisar por primera vez la Luna, una guerra en el Golfo Pérsico, la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York.
Hoy hace 50 años. Un magnicidio sepultaba una época. Un invento abría otro horizonte.
Pocas veces en la historia del hombre sobre la Tierra una serie de hechos ha coincidido en el corto lapso de un fin de semana para modificar en forma tan permanente y profunda la vida diaria de todos los habitantes del planeta.
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