lunes, 25 de noviembre de 2013

León Tolstoi - Iván el imbécil

León Tolstoi
1828 - 1910

                                         Iván el imbécil

No juzguéis un libro por su tamaño
Goldsmith

I

En una comarca de cierto reino, vivía un rico mujik (1).

Este mujik tenía tres hijos: Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo, Iván el Imbécil y una hija, muda, llamada Malania. Seman el Guerrero se fue a pelear por el Zar; Tarass se encaminó a la ciudad, colocándose en un comercio, Iván el Imbécil se quedó con su hermana al frente de la casa. Seman el Guerrero obtuvo un alto grado y un señorío, en recompensa a sus servicios, y se casó con la hija de un barín (2). Su sueldo era crecido y pingues sus rentas, pero no le bastaban: lo que él recogía, era despilfarrado por la mujer. Y Seman se fue a sus tierras para cobrar las rentas. Díjole su administrador:

«Nuestro ganado no ha tenido crías; tampoco tenemos caballos, ni bueyes, ni arado; es preciso comprarlo todo, y luego habrá rentas»

Entonces Seman fue a casa de su padre el mujik.

—Tú —le dijo—, eres rico y no me diste nada; dame el tercio que me corresponde. Lo emplearé en mis tierras.

Entonces el anciano contestó:




—No has traído nada a casa; ¿por qué razón he de darte el tercio de mis bienes? Sería perjudicar a Iván y a mi hija.

Y Seman repuso:

—El es imbécil, y mi hermana muda. ¿Para qué quieren el dinero?

—Pues bien —exclamó el viejo— se hará lo que diga Iván.


E Iván dijo entonces:

—¡Bueno! Que lo tome.

Seman el Guerrero tomó el tercio del patrimonio. Lo empleó en sus tierras y volvió a servir al Zar. Tarass el Panzudo ganó también mucho dinero y se casó con la hija de un comerciante; pero siempre andaba apurado. Como su hermano, fue también en busca de su padre.

—Dame mi parte —le dijo.

El viejo no quiso, tampoco, dar a Tarass la parte que pedía.

—Tú —le arguyó— nada nos has traído; todo lo que hay en casa lo ha ganado Iván. No puedo perjudicarle, ni a tu hermana tampoco.

Y Tarass dijo:

—¿A qué guardas el dinero para Iván? Es Imbécil y no logrará casarse. Ninguna muchacha le querrá por marido. Y una chica muda tampoco necesita nada… Dame, Iván —añadió—, la mitad del trigo; te daré los aperos de labranza y del ganado, sólo quiero el caballo tordo, que a ti no te sirve para la labor.

Iván se echó a reír y dijo:

—¡Conforme!

Y Tarass tuvo su parte. Se llevó el trigo a la ciudad, y también el caballo tordo. E Iván, al que sólo quedó una yegua vieja, araba el suelo y mantenía a sus padres.


II

Muy apenado estaba el viejo diablo porque no habían reñido con motivo del reparto, habiéndose separado en paz y gracia de Dios. Llamó a tres diablillos y así les habló:

—Escuchad: hay tres hermanos, Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo e Iván el Imbécil. Conviene que riñan, pues los tres viven en buena armonía… El Imbécil es quien ha estropeado mi negocio. Id, cogedlos y no paréis hasta que se saquen los ojos… ¿Lo lograréis?

—Claro que sí —contestaron a una.

—Y ¿cómo os las compondréis?

—Pues de este modo: empezaremos por arruinarles, para que no tengan nada que comer; luego les enfrentaremos y se pelearán.

—Está bien —dijo el diablo—. Veo que sabéis vuestra obligación. Id y no volváis hasta que se maten; pues de lo contrario os arrancaré la piel.

Los diablillos partieron a los pantanos y allí deliberaron acerca de lo que debían hacer para salir airosos en su cometido. Discutieron largo rato, porque todos querían el trabajo más fácil. Al no entenderse, deciden hacerlo por suertes, y convinieron que, el que acabase más pronto, iría a prestar ayuda a sus compañeros. Echadas suertes, se fija el día en que se reunirán de nuevo para saber a quién será preciso ayudar. El día fijado llegó y los diablillos se reunieron en el pantano y hablaron de sus negocios. El primero habló de Seman y dijo:

—Mi trabajo va por buen camino. Mañana Seman irá a casa de su padre.

Sus compañeros le preguntaron cómo se las había arreglado para alcanzar este resultado, a lo que contestó:

—Mi primer cuidado fue inspirar a Seman un valor tan grande, que prometió al Zar que le conquistaría el mundo entero. Entonces el Zar le nombró jefe de su ejército y le envió a pelear contra el zar de las Indias. Los ejércitos estaban ya a la vista. Por la noche, mojé la pólvora de los soldados de Seman; luego fui al campamento del zar indio y fabriqué soldados de paja. Las gentes de Seman, habiendo observado que de todos lados avanzaban soldados, cobraron miedo. Entonces Seman ordenó hacer fuego; pero ni los cañones ni los fusiles dispararon. Asustáronse los soldados de Seman y se dispersaron como corderos. Y el zar indio los pasó a cuchillo. Seman ha caído en desgracia; le han quitado el señorío, y quieren matarle mañana. Poco me queda ya que hacer; sacarle de la cárcel para que pueda irse a su casa. Mañana todo quedará listo. Decidme, pues, a cuál de vosotros dos he de ayudar.

El segundo diablillo habló de Tarass:

—Mi negocio marcha, también, viento en popa; no necesito ayuda. No pasarán ocho días sin que Tarass vea cambiada su posición… Lo primero que hice fue hincharle más el vientre, y aumentar aún su afán de lucro. Codiciaba tanto y tanto el bien ajeno que anhelaba adquirir todo cuanto veía. Ha comprado muchas cosas con su dinero, y sigue comprando; pero, ahora, con dinero prestado. Es demasiada carga para sus hombros y está tan metido, que no podrá salir del aprieto. Dentro de ocho días vencen los plazos; he trocado sus mercancías en estiércol; no podrá pagar, y tendrá que irse a casa de su padre.

Preguntaron al tercer diablillo, el cual habló así:

—¿Qué queréis que os diga? Mi asunto con Iván no marcha bien. Comencé por escupir dentro de su jarro de sidra para producirle dolor de tripas. Fui a su campo, endurecí la tierra como piedra para que no pudiese labrar. Pensaba que no podría hacerlo; pero él, el Imbécil, vino con su arado y roturó la tierra. Aunque le costaba mucho, él proseguía con afán. Entonces le rompí el arado; volvió a su casa, tomó otro, y de nuevo se puso a labrar. Me metí entonces bajo tierra, y quise sujetarle la reja; tampoco conseguí detenerle, porque empujaba con demasiado brío; además, con el filo del arado me ensangrenté las manos. Sólo le falta un surco por labrar. Venid, hermanos míos, necesito me ayudéis, pues, si no le dominamos, nuestros esfuerzos se perderán. Si el Imbécil sigue trabajando, no sentirán la miseria; él mantendrá a sus hermanos.

El diablillo de Seman prometió volver al día siguiente, después de lo cual se separaron.

III

Iván había arado todo el campo, menos un surco Tenía dolor de vientre y, sin embargo, necesitaba trabajar. Limpió el arado y empezó su labor. Pero apenas había comenzado, se sintió detenido por una raíz: era el diablillo que se habla aferrado a la reja y le detenía.

—¡Que raro es esto! —pensaba Iván.

Metió la mano en el surco y buscando tocó una cosa blanda. La cogió y la sacó. Era un objeto negro como una raíz: pero, encima de ella, algo se movía.

—¡Cómo! ¡Un diablillo vivo! ¡Vaya con el bicho malo!

Iván hizo ademán de aplastarle contra el suelo. El diablillo empezó a gemir:

—No me mates y haré cuanto quieras.

—¿Y qué harás por mí?

—Lo que gustes; pide lo que quieras.

Iván se rasco la cabeza y luego de pensar dijo:

—Me duele el vientre; ¿sabrías curarme?

—Sí, puedo curarte.

—Hazlo, pues, en seguida.

El diablillo se agachó hacia el surco y, escarbando con las uñas sacó una raíz con tres tallos y se la dio a Iván.

—Toma —díjole—; basta que te tragues una de estas puntas para que tu dolor desaparezca.

Iván arrancó una punta y se la tragó. En el acto dejo de dolerle el vientre.

El diablejo volvió a suplicarle:

—Suéltame ahora —dijo—. Me escurriré bajo tierra y no volveré más por aquí.

—Sea —dijo Iván—. ¡Vete con Dios!

Y en cuanto Iván hubo pronunciado el santo nombre de Dios, el diablillo se hundió en lo más profundo de la tierra, como una piedra en el agua. Sólo dejo un agujero como rastro. Iván guardó los otros dos tallos en su gorro, y volvió a labrar. Concluyó lo que le faltaba, dio vuelta al arado y regreso a su casa. Desunció, entro en la isba (3) y vio a su hermano mayor, Seman el Guerrero, sentado a la mesa con su esposa para cenar. Le habían confiscado su hacienda y, a duras penas, había logrado escapar de la cárcel para refugiarse en casa de sus padres.

Seman dijo a Iván, al verle entrar:

—He venido para vivir en tu Casa. Manténme con mi mujer hasta que encuentre otro domicilio.

—Sea según tu voluntad —dijo Iván—. Vivid aquí, en paz.

Pero como Iván fuese a sentarse en un banco, su cuñada, molesta por el olor del Imbécil, dijo a su marido:

—No puedo comer con un mujik que apesta,

Seman el Guerrero se volvió hacía Iván.

—Mi esposa dice que hueles mal. Harás bien en ir a comer al establo.

—Como queráis —repuso—. Precisamente es ya de noche, y es hora de dar el pienso a la yegua.

El Imbécil cogió pan, se puso el caftan y se retiró para hacer la guardia de noche.


IV

El diablillo de Seman el Guerrero, listo de su labor, llegó, según lo convenido, en ayuda del diablillo de Iván para vencer entre los dos al Imbécil. Fue al campo en busca de su camarada, pero sólo encontró el agujero por dónde había huido.

—Sin duda —pensó— le ha sucedido alguna desgracia a mi compañero. Es preciso sustituirlo. La tierra está labrada. Cogeré al Imbécil en la siega.

Y se fue al prado y cubriólo de barro. Al despuntar el día, Iván regresó de su guardia de noche, cogió la hoz y marchó a segar. Al empezar el trabajo, no le cortó la hoz. Díjose entonces:

—Volveré a casa en busca de una piedra de afilar y cogeré pan.

—¿Es testarudo este imbécil! —dijo el diablo al oír estas palabras—. No le venceremos fácilmente.

Iván afiló la hoz y se puso a segar, concluyendo su trabajo. No quedaba nada más que un trocito de prado a la orilla de un pantano.

El diablillo se zambulló en el pantano, diciendo para sí:

«—Antes me dejo cortar las patas, que consentir que siegue este trozo.»

Aquí la hierba era corta; no obstante, Iván no podía manejar la hoz Se enfadó, y lanzóla con todas sus fuerzas, partiendo por la mitad la cola del diablillo, que permanecía oculto tras un arbusto. Concluido su trabajo, ordenó a su hermana que recogiera el heno, y se fue por su lado, provisto de una zapa a cortar el centeno.

El diablejo había enredado los tallos e Iván tuvo de volver a casa, dejar la zapa que de nada le servía, y tomar de nuevo la hoz para segar. Y cortó así todo el centeno.

—Es preciso ahora que me apresure para la avena—díjose.

El diablillo de la cola cortada le oyó, y pensó:

—No pude impedir que segara el centeno, pero veremos quién puede en la avena.

No necesito más que aguardar hasta mañana.

Y llegó, al rayar el día, al campo de avena; mas ésta estaba ya cortada. Iván había trabajado toda la noche.

El diablillo se incomodó, exclamando:

—La ha cortado toda. Ni en la guerra me cansé tanto ni tuve tantos apuros. No duerme el maldito y no hay manera de adelantársele. Iré ahora al pajar y haré que se pudra.

En efecto, el irritado diablillo fue hacia las eras, metióse entre las gavillas y trató de pudrirlas. Las calentó y con el calor se quedó dormido.

Iván aparejó su yegua y, acompañado de su hermana, fue en busca de sus haces.

Llegó al montón en que se había dormido el diablillo, levantó dos gavillas con la horca y la metió justo por el trasero del diablillo.

—¡Dale con este bicho! ¿Aun andas por aquí?

—Yo soy otro —gruñó—. El que tú dices era un compañero mío. Yo estaba en casa de tu hermano Seman.

—Quienquiera que seas, no me importa; tendrás el mismo fin.

—Déjame —suplicó —. ¡No volveré más y te complaceré en lo que gustes!

—Y ¿qué puedes hacer tú?

—Puedo hacer soldados con cualquier cosa.

—Y ¿para qué sirve eso?

—Para lo que gustes: un soldado sirve para todo.

—¿Sabrán cantar?

—Sí.

—Pues, a ver cómo los haces.

—Toma esta gavilla de centeno —explicó el diablillo—. Sacude las espigas contra el suelo y di: «Mi esclavo manda que dejes de ser gavilla, y que cada una de tus espigas se trueque en soldados»,

Iván hizo lo que el diablejo le indicara; la gavilla se esparramó y los tallos se convirtieron en otros tantos soldados, que desfilaron al son de los clarines y al redoblar de los tambores.

Iván se echó a reír y exclamó:

—¡Esto si que es divertido! ¡Será la alegría de las mozas!…

—Bueno —dijo el diablillo— pero, ahora, suéltame.

—No, quiero rehacer mi haz para no perder mis granos. Enséñame el medio de cambiarlos otra vez en gavillas.

El diablo repuso entonces:

—Di: «Tantos soldados, tantas espigas. Mi esclavo manda que os volváis de nuevo gavillas.»

Iván obedeció consiguiendo lo que apetecía.

El diablillo suplicó, nuevamente, le soltara. Iván lo dejó en el suelo, lo aguantó con una mano y con la otra le quitó la horca.

—¡Vete con Dios! —le dijo Iván; pero apenas hubo éste pronunciado tan dulce nombre, el diablillo se hundió en el suelo como una piedra en el agua, dejando un agujero como rastro de su paso.

Iván volvió a su casa; en ella encontró a su hermano Tarass con su mujer, que estaban cenando. Tarass el Panzudo no había podido cumplir con sus compromisos, y se refugiaba en casa de su padre. Al ver a Iván, díjole:

—Oye, Iván: hasta que sea rico otra vez, manténme con mi mujer.

—Como quieras; vivid aquí a vuestro gusto.

El Imbécil se quitó el caftán y se sentó a la mesa.

—No puedo comer con el Imbécil —dijo la mujer del comerciante—; huele a sudor.

Tarase el Panzudo, volviéndose hacía su hermano, dijo:

—Iván, hueles mal. Vete a comer fuera.

—Como quieras —dijo Iván. Cogió pan y se fue al corral—. De todos modos he de salir para la guardia de noche, y el pienso del caballo.


V

El diablejo de Tarass, terminada su tarea, partió en auxilio de sus camaradas como estaba convenido. Llegó al campo del Imbécil, buscó y a nadie halló. Sólo encontró un agujero. Se fue al prado y tropezó con la cola de su segundo compañero y, en el campo de centeno, otro agujero, Ah! —se dijo—. Les habrá ocurrido alguna desgracia. Debo substituirles para combatir a Iván. Y el diablillo se fue en busca de Iván. Pero éste había concluido sus faenas en los campos y estaba cortando árboles en el bosque. Sus hermanos, encontrándose estrechos en la casa de Iván, le habían mandado que les construyese casa propia, y el diablillo corrió al bosque, se deslizó entre las ramas y se propuso estorbar a Iván en su trabajo. Iván cortó el árbol de modo que cayera en un sitio adecuado y comenzó, luego, a empujarlo: pero el árbol se desvió, y se enredó con los árboles contiguos; Iván se dio muy mal rato antes de lograr derribarlo. Atacó entonces otro árbol y se produjo el mismo hecho. Trabajó como un desesperado y, sólo a costa de grandes esfuerzos, logró abatirlo. Todavía cortó otro y otro, mas siempre sucedíale lo mismo. Iván pensaba cortar unos cincuenta, y no había logrado cortar diez cuando sobrevino la noche. Estaba rendido, su cuerpo despedía un vaho como una niebla en el bosque, y seguía trabajando. Sintió tal fatiga que, no pudiendo ponerse en pie, tiró el hacha y se sentó para descansar. El diablillo, al ver que Iván se sentaba, se alegró. Pensó:

—¡Bueno! Ahora abandonará el trabajo. También yo descansaré un rato.

Y se sentó a horcajadas sobre una rama, muy contento. Pero he aquí que Iván se levanta, empuña nuevamente el hacha, la blande y la tira con todas sus fuerzas contra un árbol, que cayó de un golpe, crujiendo. El diablillo no tuvo tiempo de retirarse, la rama se desgajó y le pilló una pata.

—Pero bicho feo, ¿otra vez por aquí?

—Es que yo —dijo— soy otro. Yo estaba en casa de tu hermano Tarass.

—Quienquiera que seas, tendrás tu merecido.

Iván, enarbolando el hacha, se disponía a dar con ella al diablillo.

—No me des con el hacha —suplicó—. Haré por ti cuanto quieras.

—¿Y qué puedes tú hacer?

—Tanto oro como desees.

—Pues ya lo estás fabricando —ordenó el Imbécil.

—Recoge estas hojas de roble —explicó el diablillo—, frótalas entre tus manos y verás caer el oro a raudales.

Iván tomó las hojas, las frotó y el oro cayó.

—Servirá para juguete de los niños.

El diablejo pidió la libertad e Iván. Cogiendo la pértiga, le soltó diciendo:

-Vete con Dios.

De igual modo que los otros, apenas el Imbécil hubo pronunciado el santo nombre de Dios, el diablillo se hundió en los abismos de la tierra, como la piedra en el fondo del agua, y no quedó de su paso más rastro que un agujero.


VI

Cuando los hermanos tuvieron casa, se instalaron cada cual en la suya. Iván, terminadas las labores del campo, fabricó cerveza, e invitó a Seman y a Tarass a una fiesta en su isba. Sus hermanos rehusaron.

—¡Cómo si no supiéramos lo que es una fiesta de mujik!

Iván festejó a los mujiks vecinos, a las babas (4), y bebió él también; hasta llegó a alegrarse un poco, y salió a la calle a ver las khórovods (5). Hizo más: se acercó a ellas e invitó a las muchachas a que cantaran en honor suyo.

—Quiero ofreceros —les dijo— una cosa que jamás habéis visto.

Las babás rieron como descosidas y las muchachas cantaron sus alabanzas.

Cuando hubieron acabado, le dijeron:

—Ahora te toca darnos lo prometido.

—En seguida os lo traigo.

Y cogiendo una criba se fue al bosque próximo. Las jóvenes reían y exclamaban:

—¡Que imbécil!

Y luego ya nadie se acordó de él. Pero al cabo de un rato le vieron volver corriendo, con la criba llena.

—Ea, ¿queréis?

—Si, sí —dijeron a coro.

Iván cogió un puñado de oro y lo tiró a las muchachas

 —¡Pero, padrecito…!

Y admiradas, se tiraron al suelo para recogerlo. Los mujiks también acudieron, y se quitaban unos a otros las monedas de oro. Una pobre anciana corrió peligró de morir aplastada. Iván se reía.

—¡Oh, pequeños imbéciles! ¿Por qué hacéis daño a una babuchka (6)? ¡Tened más cuidado! Os daré cuanto queráis.

Y volvió a echarles puñados de oro. Tenía en torno suyo a una gran muchedumbre. Iván había vaciado la criba, y aun le pedían más. Entonces dijo:

—No; no hay más. Otro día volveré a daros. Y ahora, ¡bailemos y cantemos!

Las jóvenes empezaron a cantar.

—No son bonitas vuestras canciones —les dijo—, ¿no sabéis otras?

—¿Acaso las sabéis vos mejores? —le contestaron.

—Desde luego. Vais a oírlas.

Y, al decir esto, se fue a la era, cogió una gavilla, y, según se lo había enseñado el diablillo, sacudió las espigas sobre el suelo.

—¡Ea! —dijo—. «Mi esclavo manda que dejes de ser gavilla y que cada una de tus espigas se truequen en soldados».

La gavilla se esparramó y los tallos se convirtieron en soldados. Redoblaron los tambores y los clarines sonaron. Iván mandó a los soldados que cantasen y que desfilasen con él por las calles. Los espectadores quedaron asombrados. Cuando los soldados hubieron acabado de cantar, Iván se los llevó otra vez a la era, prohibiendo que nadie le acompañase, cambió otra vez en gavillas a los soldados. Fuese luego a su casa y se echó a dormir.

VII

A la mañana siguiente, su hermano mayor. Seman el Guerrero, se enteró de todo lo ocurrido y fue a ver a Iván.

—Dime —le preguntó—, ¿de dónde sacaste los soldados y dónde los escondiste?

—¿Para qué quieres saberlo?

—¡Cómo que para qué! —replicó—. ¡Pero si con soldados se puede conseguir todo! ¡Hasta conquistar todo un reino!

Iván se admiró.

—¿Y por qué no me lo has dicho antes? Yo te daré los que quieras. Precisamente, entre mi hermana y yo hemos recogido muchos.

Iván se llevó a su hermano a la era, y le dijo:

—Fíjate bien: yo voy a hacerte soldados, pero tú te los llevarás, porque si hubiera que mantenerlos devorarían en un día todo lo que hay en la aldea.

Seman prometió llevarse los soldados, y entonces Iván puso manos a la obra. Sacude una gavilla, y hete aquí una compañía; sacude otra, y sale una nueva compañía. Los soldados ocupaban ya casi el campo.

—Bien, ¿tienes bastante o no?

Seman, muy regocijado, respondió:

—Sí, tengo bastantes. Gracias, Iván.

—Cuando precises más, ven; yo te daré todos los que necesites. Precisamente estamos sobrados de centeno.

Seman el Guerrero dio sus órdenes al ejército, lo formó y se fue a pelear. Apenas hubo partido, llegó Tarass el Panzudo. Acababa de enterarse de lo que había ocurrido la víspera.

—Dime: ¿de dónde sacas el oro? Si yo obtuviese el dinero tan fácilmente como tú, podría reunir todo el que hay en el mundo.

Iván se sorprendió.

—¿Es de veras? ¿Por qué no lo dijiste antes? Voy a darte cuanto quieras.

El hermano no cable de gozo.

—Dame sólo tres cribas.

—Bien —le dijo—. Vamos al bosque; pero unce el caballo, si quieres traértelo todo.

Se fueron al bosque Iván restregó las hojas de roble entre sus manos y amontonó gran cantidad de oro.

—¿Te basta?

—Por ahora sí —dijo Tarass muy contento—. Gracias, Iván.

—Conforme. Si necesitas más, ven; no es hoja lo que falta.

Tarass cargó una carreta con el dinero y fuese a traficar. De nuevo Seman peleaba, y Tarass comerciaba. Y Seman el Guerrero conquistó todo un reino. Y Tarass ganó muchísimo dinero. Al encontrarse un día los dos hermanos, se dijeron mutuamente de dónde habían sacado, Seman los soldados, y Tarass su fortuna. Y Seman el Guerrero dijo a su hermano:

—Yo me he conquistado un reino y vivo espléndidamente. Sólo que no tengo dinero bastante para mantener a mis soldados.

Y Tarass el Panzudo le contestó:

—Y yo he ganado muchísimo dinero; sólo una cosa me apena: no tener quién me lo guarde.

Seman el Guerrero replicó:

—Vamos a ver a nuestro hermano, yo le diré que me haga más soldados, y te los daré para que protejan tu dinero. Tú, en cambio, pídele más dinero; me lo darás para yo mantener a mis tropas.

Y se fueron a casa de Iván. Y Seman le dijo:

—No me bastan, hermano mío; mis soldados. Vengo a que me des más.

Iván movió, negativamente la cabeza y contestó:

—No te haré ni uno mas sin razón justificada.

—¡Cómo! ¡Me lo prometiste!

—Es verdad, pero es inútil.

—¿Y por qué, imbécil, no has de complacerme?

—Porque tus soldados —explicó Iván— mataron hace poco a un hombre. Estaba yo labrando cerca del camino y vi pasar a una babé que seguía llorando a un féretro. Le pregunté entonces:

«¿Quién ha muerto?»

Y ella me contestó:

«Mi marido, a quien los soldados de Seman mataron en la guerra».

Yo pensaba que los soldados iban a cantar solamente canciones y he aquí que han matado a un hombre cruelmente. No quiero darte más. Y se obstinó Y no hizo más soldados. Entonces Tarass el Panzudo suplicó a Iván el Imbécil que le diese más oro. Iván movió la cabeza, negativamente.

—No te haré más sin razón justificada.

—¡Cómo! ¿No fue ésta tu promesa?

—Es cierto, pero es inútil. No te doy más oro.

—¿Y por qué, imbécil, no has de darme más?

—Porque con tu oro quitaron la vaca a Mikhailovna.

—¡Cómo que se la quitaron!

—¡Sí, se la quitaron! Mikhailovna tenía una vaca; sus hijos bebían leche. Pero he aquí que uno de estos días sus hijos vinieron a pedirme leche. Y como yo les preguntase dónde estaba la vaca, me contestaron: «El administrador de Tarass el Panzudo ha venido, ha dado a nuestra madre tres piezas de oro y ella le entregó la vaca; ya no tenemos qué beber». ¿Yo que me imaginaba que ibas a divertirte con esos discos dorados y resulta que sirvieron para quita su vaca a los niños! No te daré más.

Y el imbécil se obstinó también esta vez y Tarass el Panzudo no tuvo más oro. Contrariados se volvieron los hermanos, hablando en el camino del modo de salir de sus apuros. Y Seman dijo:

—Escucha, he aquí lo que haremos. Tú me darás dinero para mantener a mis soldados; en cambio yo te daré la mitad de mi reino con soldados para guardar tus tesoros.

Tarass accedió. Los hermanos se repartieron sus bienes como habían convenido y los dos fueron zares poderosos y ricos.

VIII

E Iván se quedó en casa para mantener a sus padres, y trabajaba en el campo con su hermana muda. Y sucedió un día que el viejo perro que guardaba la casa cayó enfermo: se moría. Iván tuvo piedad de él, pidió pan a su hermana, lo guardó en su gorro y salió para echarlo al perro. Pero el gorro se le agujereó y, con el pan, cayó una raicilla. El perro se la comió. Y en cuanto hubo tragado la raíz, el animal se levantó deprisa y se puso a juguetear, ladrando y moviendo la cola en señal de contento: estaba completamente curado. Los padres de Iván, al apercibirse de ello, se sorprendieron y maravillaron.

—¿Cómo se habrá curado el perro? —pensaban.

E Iván díjoles:

—Yo tenía dos raíces, que curan todos los males, y el perro se ha comido una.

En esto ocurrió que la hija del Zar se puso enferma, y el Zar hizo saber por ciudades y aldeas que recompensaría espléndidamente al que la curase, y que, si era soltero, se la daría por esposa. Este edicto se publicó también en la aldea de Iván. Entonces los padres de éste le llamaron y le dijeron:

—¿Te enteraste de lo que dice el Zar? Si aun te queda una raíz, vete a curar a la hija del Zar; serás feliz para el resto de tus días.

—¡Está bien! —dijo, y el imbécil se dispuso a partir.

Le vistieron decentemente. Salió al umbral de la puerta y vio a una mendiga, que se le acercaba, con el brazo roto.

—He oído decir que curas; cúrame el brazo, pues no puedo vestirme sola.

—¡Hágase según tus deseos! —exclamó el imbécil y sacando la raicilla la dio a la mendiga para que la comiera.

La mendiga así lo hizo y sanó, pudiendo mover el brazo.

Los padres de Iván salieron a despedirle. Pero al saber que había dado su última raíz, le riñeron viendo que no tenía con qué curar a la princesa.

—¡Una mendiga! —le decían—. ¡Te has compadecido de una mendiga! ¡Y de la princesa, no!

Pero Iván también de ésta se había compadecido. Enganchó su caballo, cargó de paja la carreta y subió al pescante.

—Pero ¿a dónde vas, imbécil?

—A curar a la Zarevna (7).

—¿Cómo, si no tienes remedio para ella?

—¿Y qué importa? —repuso y fustigó al caballo.

Llegó a la corte, y, apenas había pisado las escaleras del palacio del Zar, la Zarevna estaba curada.

El Zar se alegró luego llamó a Iván, ordenó que le vistieran suntuosamente, y díjole:

—Serás ahora mi yerno.

—¡Bien! —contestó.

E Iván fue el esposo de la Zarevna. El Zar murió al poco tiempo y sucedióle Iván el Imbécil. Y de este modo los tres hermanos llegaron a reinar.


IX

Los tres hermanos vivían y reinaban. El mayor, Seman el Guerrero, era dichoso. Había añadido muchos soldados a sus soldados de paja. Mandó en todo su reino, que se le diera un soldado por cada diez casas, y que esos soldados fueran muy altos, de rostro afable, y fuerte complexión. Reclutó gran número y les adiestró convenientemente. Si alguien rehusaba obedecer, le mandaba sus soldados, y hacía cuanto quería. Y así se hizo temer de todo el mundo. Su vida transcurría feliz. Cuanto se le antojaba, todo lo que veía, era suyo. Le bastaba mandar soldados, que se apoderaban de cuanto quería. Tarass el Panzudo vivía también dichoso. Había conservado el dinero que le diera Iván, y con él había ganado mucho más. Había ordenado los negocios de su reino; guardaba su oro en fuertes arcas, y aún exigía más a sus súbditos. Pedía tanto por aldea, tanto por habitante, tanto sobre los trajes, sobre lapti (8) y sobre los onutchi (9) y las más nimias cosas. Cuanto deseaba tenía. A cambio de su dinero le traían de todo y todos acudían a su casa a trabajar, pues todo el mundo necesitaba dinero. Iván el Imbécil tampoco vivía mal. En cuanto hubieron enterrado a su suegro, se quitó las vestiduras de zar y las dio a su mujer para que las guardara en el arca. Se puso otra vez su camisa de cáñamo, sus anchos calzones, sus lapti, y volvió a trabajar.

—¡Me aburro! —dijo—. Mi barriga crece, y no tengo apetito ni sueño.

Y mandó venir a sus padres a su antigua isba con su hermana muda, y se puso a trabajar otra vez.

Y cuando le decía:

—¡Pero, si tú eres un Zar!

—¿Y eso qué importa? —contestaba— ¡También los Zares necesitan comer!

Su ministro fue a encontrarle:

—No tenemos dinero para pagar a los funcionarios.

—Pues si no hay —repuso Iván—, no les pagues.

—¡Es que se irán!

—¡Que se vayan! Así tendrán tiempo de trabajar. Que saquen el estiércol; demasiado tiempo lo han dejado amontonar sin aprovecharlo.

Fueron a pedir justicia a Iván. Uno se quejaba de que otro le había robado dinero. E Iván dijo:

—¡Será, sin duda, por necesidad!

Y de este modo supieron todos que Iván era un imbécil. Y su mujer se lo dijo.

—Dicen de ti que eres un imbécil.

—¿Y qué?

Ella pensó, pensó; pero era tan imbécil como su marido, y, al fin, dijo:

—Yo no puedo oponerme a la voluntad de mi marido. Donde va la aguja, allá va el hilo.

Se quitó su vestido de Zarevna, lo guardó en el arca, y se fue á casa de su cuñada la muda, para que le enseñase a trabajar. Aprendió, y ayudó a su marido. Y todas las personas sensatas abandonaron el reino de Iván. Sólo quedaron en él los imbéciles. Nadie tenía dinero, todos vivían del trabajo y así sé sostenían y mantenían entre sí.


X

El viejo diablo estaba aguarda que te aguarda noticias de sus diablillos, para saber cómo habían arruinado a los tres hermanos. Pero como tardaban mucho, se impacientó y fuese a averiguar lo que había ocurrido. Mucho anduvo buscando, mas sólo tres agujeros halló.

—¡Ea! —pensó—. No habrán sabido vencer; es preciso que yo mismo emprenda la tarea.

Y púsose a buscar los tres hermanos en sus antiguos domicilios; pero allí no estaban, y les encontró cada cual al frente de su reino. Eso molestó mucho al viejo diablo.

—«Pues voy en persona a ocuparme de ese asuntó» —pensó. Y comenzó por ir a casa de Seman el Zar. Tomó el aspecto de un voivoda (10) y se presentó ante él. —He oído afirmar —le dijo— que tú, Seman el Zar, eres un gran guerrero. Y yo conozco perfectamente el arte de guerrear. Quiero servirte.

Seman el Zar le interrogó, reconociéndole apto, y lo tomó a su servicio. Y el nuevo voivoda enseñó al Zar el arte de organizar un poderoso ejército.

—Lo esencial —le dijo— es tener muchos soldados; porque de seguro que tienes en tu reino demasiada gente inútil. Has de reclutar a todos los jóvenes indistintamente, y tendrás cinco veces más soldados que ahora Luego hacen falta fusiles y cañones de un nuevo modelo. Te inventaré fusiles que disparen cien balas a la vez, que lloverán como guisantes. ¡Y cañones! ¡Te haré que provoquen el incendio a lo lejos y arderán hombres, caballos y muros!

Seman el Zar escuchó al nuevo voivoda y mandó reclutar a todos los jóvenes; construyó nuevas fábricas de fusiles y cañones, y, poco después, declaró la guerra al Zar vecino. En cuanto estuvo frente al enemigo, Seman mando a sus soldados que disparasen sobre aquél las balas de sus fusiles y las llamas de sus cañones. La primera descarga hirió y quemó a la mitad de las tropas enemigas. El Zar vecino cobró miedo. Se sometió y entregó su reino a Seman, que se puso contentísimo.

—Ahora —dijo— voy a combatir con el Zar de las Indias.

Pero el Zar indio, que había oído hablar de Seman, imitó sus innovaciones e inventó algo mejor todavía. No sólo reclutó a todos los jóvenes, sino también a las muchachas solteras de su reino, y así pudo reunir a un ejército más numeroso que el de Seman. Y, además de tener los mismos fusiles e idénticos cañones, el Zar indio halló el medio de volar por el aire y lanzar, desde lo alto, bombas explosivas. Fue, pues, Seman a pelear contra el Zar indio, creyendo derrotarle como al otro: Pero después de cortar mucho y mucho, la guadaña pierde su filo. El Zar indio no aguardó a que se le acercara el enemigo; mandó a sus babás que le salieran al encuentro, y echaran sobre el ejercito de Seman sus bombas explosivas. Y, en efecto, tal granizada de bombas cayó, que los soldados apelaron a la fuga, dejando a Seman solo. Y el Zar indio se apoderó del reino de Semana el Guerrero, mientras éste se iba donde le guiaban sus ojos. El viejo diablo, habiendo concluido con Seman el Guerrero, se fue hacia la casa de Tarass el Zar. Para este menester, tomó las especies de mercader, se estableció en el reino de Tarass y comenzó a traficar. Lo pagaba todo a buen precio, y todos acudían a su casa para ganar buen jornal. Y era tanto lo que se ganaba, que todos pudieron pagar los impuestos atrasados, y, desde entonces, los tributos se satisfacían con regularidad.

Todo esto alegró a Tarass el Zar.

—«Debo dar gracias a este mercader —pensaba—, porque ahora tendré más dinero, y viviré mejor.»

Y Tarass se dedicó a nuevas empresas: y se le ocurrió hacerse un nuevo palacio. Hizo saber al pueblo que podía traerle madera y piedra y trabajar en su casa. Fijaba buenos precios para todo. Creía que, a cambio de su dinero, todos acudirían como antes a trabajar para él. Y sucedió que toda la piedra y toda la madera era llevada a casa del mercader, para quien todos preferían trabajar. Tarass subió los jornales, pero el mercader subíalos más todavía. Porque, si bien Tarass tenía mucho dinero, el mercader le ganaba y éste venció. Y no hubo manera de que Tarass se construyera su nuevo palacio. A Tarass se le ocurrió la idea de hacer un jardín. Llegó el otoño, y el Zar hizo saber al pueblo que podían ir a trabajar a su casa. Nadie acudió. Todos estaban ocupados en casa del mercader, que abría un estanque. Llegó el invierno. Tarass quiso hacerse un abrigo de marta cibelina. Mandólas comprar; pero su enviado regresó, diciendo:

—No hay marta cibelina. Todas las pieles las tiene el mercader, que las pagó muy bien de precio, para alfombrar sus habitaciones.

Tarass el Zar necesitó comprar caballos. Envió a buscarlos; pera los comisionados regresaron, diciendo:

—Todos los buenos caballos están en las cuadras del mercader. Los adquirió para acarrear las aguas que han de llenar su estanque.

Así quedaban sin realizar todos los proyectos de Tarass. Nadie quería hacer nada para él, mientras se hacía todo para el mercader. A Tarass sólo le llevaban el dinero para pagar los tributos. Y el Zar tuvo tanto dinero, que no supo dónde meterlo; pero vivía muy mal. Había renunciado a todas sus empresas, conformado con un vivir llevadero. En todo se veía contrariado. Sus criados, cocineros y cocheros, le habían abandonado para irse con el mercader. De suerte que hasta el alimento le faltaba. Cuando mandaba al mercado a sus servidores, lo encontraba desprovisto: todo lo había comprado el mercader. A él solo le llevaban el dinero de las contribuciones. Tarass el Zar se enojó y despidió al hombre, que así lo perjudicaba, de su reino. Pero el mercader se estableció en la misma frontera y continuó su negocio. Seguían llevándoselo todo a cambio de su dinero, y al Zar, nada. Para éste, todo iba de mal en peor y Tarass pasaba días enteros sin comer. Y empezó a correr el rumor de que el mercader se había jactado de que, el día menos pensado, compraría al mismo Zar. Este tuvo miedo y no supo ya qué hacer. Entonces fue a encontrarle Seman el Guerrero.

—Préstame tu ayuda —profirió—; el Zar indio quitóme cuanto poseía.

—Pues yo —repuso Tarass—me paso los días sin comer.


XI

El viejo diablo, habiendo concluido con los dos hermanos, se fue a casa de Iván. Tomó el aspecto de un voivoda y persuadió a Iván de que organizara un ejército en su reino.

—No le está bien a un Zar —le dijo— vivir sin ejército. Déjame hacer; yo te reclutaré soldados de entre tus súbditos.

Iván le escuchó.

—Sea —dijo —. Hazlo. Y enséñales canciones bonitas. Me gusta mucho eso.

El viejo diablo recorrió todo el reino de Iván para reclutar voluntarios. Hizo saber que todos serían admitidos, y que a cada soldado se le daría un chtof (11) de vodka y un gorro colorado. Los imbéciles se echaron a reír.

—Tenemos toda la vodka que queremos, puesto que nos lo hacemos nosotros. En cuanto al gorro, nuestras mujeres los hacen de todos los colores, y hasta a rayas, si así los preferimos.

Y nadie se alistó:

Entonces el diablo volvió a ver a Iván y le dijo:

—Tus imbéciles no quieren alistarse voluntariamente. Es preciso obligarles por la fuerza.

—Sea como dices —le contestó—. Reclútalos por fuerza.

Y el diablo anunció al pueblo que todos los imbéciles debían alistarse como soldados, y que cuantos se resistieran serían condenados a muerte.

Los imbéciles se fueron a ver al voivoda:

—Nos dices —expusieron—, que si nos negamos a ser soldados, el Zar nos ejecutará. Pero no nos dices qué será de nosotros cuando seamos soldados. Parece que también se les mata.

—Si, también sucede esto.

Al oír los imbéciles esta respuesta, se obstinaron en su negativa.

—No seremos soldados —gritaban—. Preferimos morir en casa, puesto que también a los soldados matan.

—¡Qué imbéciles sois! ¡Qué imbéciles! —repetía el diablo— A los soldados se les puede matar, pero tienen probabilidades de poder escapar; mientras que, si no obedecéis, Iván, de seguro, os ejecutará.

Los imbéciles, después de reflexionar, fuéronse en busca de Iván y le dijeron:

—Un voivoda nos manda que nos hagamos soldados y nos dice: «Si os hacéis soldados, no es seguro que os maten; y si no queréis serlo, Iván os matará seguramente». ¿Es eso cierto?

Iván soltó la carcajada.

—Pero, ¿cómo me las compondré —les dijo— para mataros yo solo a todos? Si no fuera imbécil, os lo explicaría; pero ni yo mismo acierto a entenderlo.

—Entonces. ¿No vamos?

—¡Como queráis! —les dijo— No os alistéis.

Los Imbéciles volvieron a casa del voivoda, y le manifestaron su propósito firme de no ser soldados. Viendo el diablo que su negocio tomaba mal cariz, se fue a casa del Zar Tarakanski, cuya confianza se había ganado.

—Vamos a combatir —le dijo— a Iván el Zar. Es verdad que no tiene dinero; pero, en cambio, posee abundancia de trigo, ganado y otros bienes.

Tarakanski reunió muchos soldados, que armó con fusiles y proveyó de cañones, marchando a la frontera para invadir el reino de Iván.

Iván tuvo de ello noticia. Le habían dicho:

—Tarakanski viene a pelear contra ti.

—¡Que venga!

Y Tarakanski pasó la frontera, enviando a su vanguardia en busca del ejército de Iván. Busca que te busca, esperaban que al fin surgiera algún ejército por el horizonte; pero ni siquiera oyeron hablar de soldados. Era, pues, imposible combatir. Tarakanski mandó ocupar los pueblos. Los imbéciles de ambos sexos salían de sus casas, miraban los soldados, y se extrañaban. Los soldados les robaron el trigo y el ganado; pero los imbéciles lo daban todo sin defenderse. Los soldados ocuparon otro pueblo y acaeció otro tanto. Así marcharon un día y otro día y por todas partes sucedía lo mismo; se lo daban todo, nadie se defendía, y hasta los mismos del pueblo les invitaban a quedarse con ellos. —Si, queridos amigos —les decían—; si vivís mal en vuestro país, estableceos aquí para siempre. Los soldados anduvieron más aún, sin encontrar ejercito ninguno. Por todas partes hallaban gentes que vivían a la buena de Dios: se alimentaban de su trabajo y no se defendían. Los soldados acabaron por aburrirse, regresando a casa del Zar Tarakanski para decirle:

—No hay medio de batirse. Llévanos a otra parte para guerrear, porque aquí no hay guerra posible. Tanto valdría cortar manteca.

Tarakanski se enfadó. Dio orden a sus soldados de recorrer todo el reino, asolando aldeas, incendiando casas, quemando los trigales y matando todo el ganado.

—Y si no me obedecéis — rugió—, os haré matar a vosotros.

Los soldados, presos de pánico, cumplieron la despótica orden, y quemaron casas, incendiaron trigales, exterminando los rebaños. Ni aun así se defendieron los imbéciles, que no hacían otra cosa que llorar: lloraban los ancianos y los niños también. —¿Por qué —decían —perjudicarnos? ¿Para qué destruir tantos bienes? ¡Si os hacen falta, tomadlos; pero no los malogréis! Pronto se cansaron también los solados, negándose a seguir más adelante, y todo el ejército se retiró.


XII

Viendo el diablo que no había manera de acabar con Iván por medio de los soldados, se fue, para volver al punto bajo la forma de un caballero bien vestido, y, estableciéndose en el reino de Iván, decidió combatirle como a Tarass el Panzudo, por medio del dinero.

—Yo —les dijo— quiero haceros bien y enseñaros cosas excelentes Por lo pronto voy a hacerme mi casa entre vosotros.

—Si es de tu agrado —se le respondió—, quédate.

Al día siguiente, el elegante caballero salió a la plaza pública con un talego de oro y una hoja de papel. Ante el pueblo dijo:

—Vivís como cerdos; quiero enseñaros cómo hay que vivir. Me construiréis una casa según este plano. Vosotros trabajaréis, yo os dirigiré, y os pagaré con monedas de oro.

Y les enseñó el talego de oro. Los imbéciles se extrañaron: nunca habían visto dinero; sólo cambiaban entre si los productos de su trabajo. Admiraron el oro. —¡Qué bonito y cómo brilla! —se dijeron. Y cambiaron con el caballero su trabajo por las monedas de oro. Como en el reino de Tarass el diablo, vestido de señor, repartió el oro a puñados, y en cambio, obtuvo toda clase dé trabajos y de productos. El se alegró y pensó:

—«Mis asuntos van por buen camino. Arruinare ahora al imbécil como arruiné a Tarass, y llegaré a comprar a él mismo.»

Pero cuando los imbéciles hubieron reunido suficientes piezas de oro, se las dieron a sus mujeres para que se hicieran collares. Todas las muchachas adornaron con ellas sus trenzas, y los niños se divertían con monedas en la calle. Y como tenían muchas, los imbéciles no quisieron ya más. Y, sin embargo la casa del diablo seguía sin terminar, y tampoco había hecho aún su provisión de trigo y de ganado. Anunció, pues, que podían ir a trabajar a su casa y llevarle trigo y ganado. Que él, a cambio, les daría muchas monedas de oro. Inútilmente insistía e invitaba al trabajo. Sólo de vez en cuando, algún muchacho o alguna chiquilla iba a cambiar un huevo por una moneda de oro. Y el caballero no tuvo qué comer. Acosado por el hambre, se fue a la aldea en busca de alimento. Entró en un corral y ofreció su dinero por una gallina, pero la dueña rehusó la moneda.

—Tengo muchas monedas como ésta —dijo.

Se fue a casa de otra mujer; esta no tenía hijos. Quiso comprarle un arenque por una pieza de oro.

—No la necesito —le contestó la buena mujer—, porque no tengo hijos para que jueguen con ella. Tengo tres, que guardo por curiosidad.

Fue entonces a casa de un mujik para comprar pan, y también el mujik rehusó el dinero.

—No hace falta —dijo— ¿Quieres algo, quizá, por amor de Dios? Aguarda y le diré a mi esposa que te dé un trozo…

El diablo escupió y salió de allí más que aprisa, antes que el mujik terminase su ofrecimiento caritativo. Para el diablo, oír que le ofrecían algo en nombre de Cristo, era lo peor de lo peor. Por esta razón no encontró pan, pues por donde quiera que iba, se negaban a darle nada por su dinero y todos le decían:

—Ofrécenos otra cosa, o trabaja. Pídelo, en todo caso, por amor de Dios.

Y él diablo no podía ofrecer nada más que dinero. Trabajar no quería y aceptar la caridad por amor de Cristo, le era imposible. Y se enfadó el diablo.

—¿Para qué necesitáis otra cosa —les dijo—, si os ofrezco oro? Con el oro compraréis cuanto queráis, y haréis trabajar al que se os antoje.

Los imbéciles no le escucharon.

—No —dijeron—, no hace falta. No tenemos deudas y tampoco impuestos. ¿Para qué, pues, nos hace falta el dinero?

Y el diablo hubo de acostarse sin cenar.

Iván se enteró de lo que ocurría, pues habían acudido a preguntarle:

—¿Qué hemos de hacer? Ha venido a nuestras casas un señor bien puesto, que gusta de comer bien, de beber mejor, y que se viste con las mejores ropas. No quiere trabajar, ni pedir por amor de Dios. El sólo ofrece piezas de oro a todo el mundo. Antes de que tuviéramos bastantes de estas monedas, se le daba de todo; ahora no se le da ya nada. ¿Qué hemos de hacer para que no se muera de hambre?, porque sería una pena que esta acaeciera.

Iván les escuchaba.

—Hemos de darle de comer. Que vaya de casa en casa y sea atendido.

Y el viejo diablo llamó de puerta en puerta y llegó un día a casa de Iván el Imbécil, y pidió de comer a la muda, que estaba preparando comida para su hermano. Antes de ahora, su buena fe había sido sorprendida por gente haragana y perezosa, que acudía mendigando por no trabajar; los mendigos la habían dejado, más de una vez, sin gachas. No daba ahora al perezoso; los conocía en las manos: a los que tenían callos, les sentaba a su mesa, y para los otros, los holgazanes, sólo había lo que los primeros dejaban. El viejo diablo se acercó a la mesa; pero la muda le cogió la mano y se la examinó. No tenía callos, al contrario, sus manos eran blancas y bien cuidadas; sus uñas largas y agudas. Se puso a chillar, y echó al diablo de la mesa.

La mujer de Iván, dijo al huésped:

—No te enfades, apuesto caballero; mi cuñada impide que se sienten a la mesa los que no tienen las manos callosas. Aguarda un poco; cuando todos hayan comido, ella te dará las sobras.

El diablo se sintió humillado: «¡Comer él, en casa del Zar, con los cerdos!».

Y acudió a Iván:

—Esta ley de tu reino es absurda. Vosotros sois imbéciles, y creéis que sólo se puede trabajar con las manos. Sois unos necios, pensando así. ¿Con qué te figuras que trabajan las: personas inteligentes?

E Iván le preguntó:

—¿Cómo hemos de saberlo, si somos tontos? Nosotros sólo con las manos sabemos trabajar.

—Desde luego… Pero yo —replicó el diablo—, voy a enseñaros a trabajar con la cabeza: veréis entonces cuál sistema es mejor.

Iván se extrañó, y dijo:

—¿De veras? ¡Ah, cuánta razón tienen en llamarnos imbéciles!

Y el diablo explicó:

—No creas que es fácil: trabajar con la cabeza cuesta mucho más. No me dais de comer porque no tengo callosas las manos, ignorando que es cien veces más difícil lo que yo hago. La cabeza se calienta tanto con el trabajo que a veces estalla.

Iván se quedó pensativo.

—¿Por qué, en este caso, amigo mío, te das tanta molestia? No es bueno que la cabeza estalle; te valdría mucho más trabajar como nosotros, con las manos.

Y, el diablo replico:

—Si me tomo tanta molestia, es precisamente porque tengo piedad de vosotros, imbéciles. Sin mí, toda la vida seríais idiotas. Pero yo, que trabajo con la cabeza quiero que aprendáis de mí.

Iván se extrañó; pero, intrigado, dio ánimos:

—Sí, sí; enséñanos. A veces, uno acababa por cansarse las manos; entonces, para descansar, podremos trabajar con la cabeza.

Y el diablo prometió enseñarles. E Iván hizo saber por todo el reino, que había llegado un caballero distinguido que enseñaría a todos a trabajar con la cabeza; que se adelantaba más trabajo con la cabeza que con las manos, y que todos debían acudir a aprender. Había en el reino de Iván una torre muy alta, con una escalera muy empinada a lo largo de las paredes, que conducía a la cúspide, coronada por una plataforma. E Iván hizo subir hasta lo alto al caballero para que todos pudieran verle y aprender. Desde la plataforma, el caballero empezó a hablar. Los imbéciles le miraban; creían que aquel caballero iba á enseñarles, verdaderamente, como se trabajaba sin manos, sólo con la cabeza; mientras que el viejo diablo sólo enseñaba con discursos cómo se puede vivir sin trabajar. Los imbéciles no le entendieron. Cansados de mirar constantemente, se fueron cada cual a su trabajo. Pero el viejo diablo seguía en lo alto de la torre un día y otro día, siempre hablando. Y llego a tener hambre. A los imbéciles no se les ocurrió darle comida. Pensaban que, sabiendo trabajar mejor con la cabeza que con las manos, se haría pan con suma facilidad. Y el diablo pasó aún otro día, en lo alto de la torre, y no paraba de charlar. Y la gente se acercaba, miraba pensativa, y, luego, se volvía.

Iván preguntaba:

—Pues que, ¿ha empezado ya ese caballero a trabajar con la cabeza?

—Aún no —le contestaban sus súbditos—. Todavía está charlando.

El viejo diablo pasó otro día más en la torre; y se debilitaba. Una vez vaciló sobre sus piernas y dio de cabeza contra una columna. Una de los imbéciles, que lo vio, se lo dijo a la mujer de Iván. Esta corrió a buscar a su marido, que estaba en el campo.

—Corre a ver el caballero; parece que empieza a trabajar con, la cabeza. Iván se extrañó.

—¿De veras? —preguntó. Y se acerco.

El viejo diablo, completamente agotadas sus fuerzas, se tambaleaba y dábase de cabeza contra la columna. En cuanto llegó Iván, el diablo vaciló más todavía; cayóse, rodando por las escaleras y golpeando con la frente todos los peldaños.

—¡Oh, oh! —dijo Iván—. Era, pues, verdad lo que decía ese caballero tan elegante: Es posible que estalle la cabeza; las callosidades no son tan dolorosas. Con esta clase de trabajo, se expone uno a que le salgan chichones.

Y el viejo diablo cayó, y su dura cabeza hundióse en el suelo. Iván se le acercó para ver si había trabajado mucho; pero de repente la tierra se había entreabierto para tragarse al espíritu del mal. No quedando esta vez ni el agujero. Iván se rasco la cabeza.

—¡Cuidado —dijo— con el animalejo! ¡Otra vez por aquí! Este era, sin duda, el padre de aquéllos. ¡Uf, qué asqueroso es!


XIII

Iván vive todavía. Todos acuden a su reino. Sus hermanos viven con él, y él los mantiene. A cuantos llegan y dicen:

—¡Aliméntanos!

—Sea —les responde—. Vivid en paz. Tenemos de todo. Pero en este reino existe una ley: es una costumbre muy nuble y singular. Al que tiene callosas las manos, le decimos: «Siéntate a la mesa con nosotros.» Pero si las tiene blancas y finas, a ése, sólo las sobras le damos.

1 Mujík: campesino.
2 Barín: noble.
3 Isba: casa de labranza.
4 Babás: mujeres de los campesinos.
5 Khorovods: rueda o corro de chicas.
6 Babuchka: abuela.
7 Zarevna: princesa, hija del Zar.
8 Lapti: Calzado trenzado de los mujiks.
9 Onutchi: Tiras de tela que los mujiks se arrollan a los pies en lugar de calcetines.
10 Voivoda: Jefe de ejercito.
11 Chtof : Medida de capacidad. Comparte





Leído en http://cuentosimperdibles.wordpress.com/2012/12/01/ivan-el-imbecil-leon-tolstoi/

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