El 13 de noviembre en la cuenta @EPN, el presidente difundió una imagen en la que aparece con los brazos en alto, los puños cerrados, la boca abierta en pleno grito. Era, es fácil de suponer, el gozo por un gol de México, que ese día venció a Nueva Zelanda. “Así lo festejamos en Los Pinos”, dice la leyenda que acompaña a la imagen. En plural porque Peña Nieto aparece con seis colaboradores y con su esposa.
Pero, ¿qué es exactamente lo que festeja el mandatario?
¿México estaba en una semifinal mundialista y por fin vencía a ese verdugo llamado Argentina? No. ¿El Tri iba goleando en el partido decisivo frente a Estados Unidos para quedarse con el liderato de la Concacaf? Tampoco. ¿La Selección rubricaba una marcha clasificatoria perfecta, la mejor de la historia? Menos.
Por supuesto que todos ustedes ya saben que lo que ocurrió fue muy distinto, que el partido del “festejo” no fue de alegría por nuestra capacidad triunfadora, sino de alivio porque nuestra mediocridad no será castigada. Y que, ni más ni menos, en esa imagen el presidente de la República celebra un pinchurriento triunfo de una de las más mediocres selecciones que haya habido en México.
Sin embargo, aquí no estamos hablando de fútbol, que al fin y al cabo es una cosa bastante malita en nuestro país. Estamos hablando de la comunicación política de un líder. De lo que un presidente de México decide destacar, premiar, apapachar. Porque no sólo fue la foto, sino que ese día en Twitter el mexiquense expresó una serie de conceptos que uno pensaría que un gobernante se guarda para mejores, y más apropiadas, ocasiones. Además de subir la imagen ya descrita, el mandatario se deshizo en halagos:
“¡Muchas felicidades a @miseleccionmx por esta gran victoria! Mantengan la misma pasión y esfuerzo en el próximo partido”, se publicó en la cuenta presidencial ese mismo día. Otro tuit agregaba: “Son gran motivo de orgullo y satisfacción para los mexicanos. La confianza en ustedes mismos ha permitido este resultado, @miseleccionmx”. Y finalmente: “Esta tarde me comuniqué vía telefónica con Miguel Herrera, DT de @miseleccionmx, para felicitarlo por el triunfo frente a Nueva Zelanda”.
“Gran victoria”. “Motivo de orgullo y satisfacción”. “Felicitarlo por el triunfo”….
Por lo visto en esos mensajes, el presidente Peña Nieto cree que cuando uno pierde la oportunidad de aprobar en el examen ordinario, que cuando uno fue un desastre durante todo el curso y recibe una última oportunidad, el mero hecho de pasar el extraordinario hace que uno merezca ser felicitado.
¿Así será también Peña Nieto en la administración pública?
¿Felicitará al secretario de Hacienda cuando le dice: “Oiga señor presidente, este año seguro seguro crecemos un puntito del PIB”?
¿Se congratulará por “la pasión y el esfuerzo” de la secretaría de Gobernación, que puede presumir ya la más larga protesta magisterial en muchos años?
¿La incapacidad de las fuerzas del orden para contener la violenta degradación de Michoacán y Tamaulipas serán ponderadas con “orgullo y satisfacción”?
¿Llamará Peña Nieto por teléfono al secretario de Relaciones Exteriores para felicitarlo por el galimatías diplomático del avión mexicano destruido en Venezuela?
Alguien debería regalarle a Peña Nieto el libro El factor humano, de John Carlin. Ahí el presidente vería que por supuesto que sí, que el deporte puede ser un elemento cohesionador de una sociedad, un recurso para construir identidad, un poderoso ingrediente, en ese caso utilizado por Mandela, para impulsar a un pueblo a alejarse de los recelos raciales que le impedían reinventarse.
Porque Peña Nieto no debe confundirse. La semana pasada los únicos que podían celebrar eran los barones de la Femexfut, que respiraron tranquilos por los cientos de millones de pesos en patrocinios comerciales que estaban en riesgo si México no clasificaba. Salvo por ellos, esta eliminatoria es un fracaso que va más allá de lo deportivo. Y uno esperaría que el presidente fuera el primero en no secundar la mediocridad. Del mandatario que ha prometido mover a México uno esperaría que no viera el repechaje como una oportunidad sino como una deshonra. Que utilizara su autoridad para hacer sentir a los dueños del balón que ni el fútbol de México merece estar en el sótano a donde lo llevaron en esta ocasión. Pero en lugar de ser una voz reservada y prudente, Peña Nieto devaluó su investidura al ponerse de porrista de goles de un partido del que México no debió ser protagonista.
Que el máximo gobernante de nuestro país considerara una buena idea ponerse a ver el repechaje de la deshonra ante Nueva Zelanda, me parece no solo no tuiteable, sino harto preocupante.
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