Dice la Biblia que con tal de satisfacer una necesidad apremiante -su hambre-, Esaú el cazador aceptó ceder a su hermano menor, Jacob, los derechos de primogenitura a cambio de recibir un simple plato de lentejas, (Génesis, 25:34). Esaú tenía derecho al doble de la herencia de su padre, Isaac, pero desechó esa ventaja futura cambio de una satisfacción inmediata, pero irrisoria. Pues lo mismo está a dispuesto a hacer el grupo que hoy ejerce el poder en México con los derechos de la Nación sobre los hidrocarburos, con la diferencia que esos derechos a canjear por una supuesta inversión masiva que las empresas petroleras privadas nacionales y extranjeras van a hacer cuando se les otorguen contratos de utilidad compartida o de concesiones, no son los derechos de la clase gobernante sino de todos los mexicanos, los de ahora y los por venir. Es también posible que los encargados de la privatización consigan de los petroleros algo más sustancial que lentejas, pero sólo ellos.
La campaña desatada en los medios para reformar los artículos 27 y 28 constitucionales en favor de la inversión privada lleva años, pero sin lograr convencer. En una alusión hecha en Chihuahua a la posición de quienes se oponen a las reformas propuestas por él, Enrique Peña Nieto declaró que si bien era deseable un gran acuerdo en esos temas "no necesariamente debiéramos encontrar siempre unanimidad, pero sí el consenso suficiente, el respaldo mayoritario a aquello que debemos cambiar". Sin embargo, no es claro que la esencia del cambio en materia de hidrocarburos tenga ese respaldo.
El PRI y el PAN juntos pueden lograr que sus bancadas modifiquen la Constitución. Sin embargo, a nadie se oculta el hecho que hoy por hoy los legisladores y sus partidos están lejos de ser reflejo más o menos aceptable de la voluntad ciudadana, es decir, del soberano. Y esto se puede poner en números. En una encuesta reciente, a la pregunta "¿Está usted a favor o en contra de que se permita la inversión de capital privado en la industria petrolera del país?" el 62% se declaró en contra, (Este País, noviembre, 2013). Así que siguiendo la lógica presidencial, la reforma que él propone debería desecharse por no tener respaldo mayoritario en el México grande, el que vive fuera del limitado círculo en que se mueve y reproduce la clase gobernante.
La diferencia entre político y estadista puede ser fácil de formular, es cosa de comparar. El simple político es aquel que dentro del aparato de poder toma decisiones en función de cómo y cuánto le van a redituar esas decisiones personalmente y de manera inmediata, sin considerar su efecto -el costo- de largo plazo, sobre todo porque esos costos recaerán básicamente en otros, en tanto que las ganancias -al menos una parte- serán para él o para su grupo. En contraste, el estadista es aquel que toma sus decisiones de manera genuinamente responsable, que está dispuesto a pagar él un precio a cambio de que los beneficios sean de largo plazo y colectivos.
Los voceros ilustrados de la gran empresa mundial le están pidiendo a Peña Nieto que aproveche el "momento mexicano" y haga una Reforma Energética amplia ("comprehensive") para que nuestro país y sus "abundantes recursos en aguas profundas" se vuelvan un campo atractivo para las grandes empresas petroleras mundiales, pues al admitirlas como exploradoras, productoras, transportadoras, transformadoras, y comercializadoras de los hidrocarburos y de todos sus derivados. Así, México dejará de depender de un Pemex ineficiente, al que le sobran empleados e impuestos, y volverá a echar a andar su estancada economía. Claro que se sabe que la mayoría de los mexicanos se opone a esa reforma, pero sólo una "minoría vociferante" lo hace con auténtica pasión, así que otra minoría, la que gobierna, puede imponer sin problemas sus prioridades. (The Economist, noviembre 23, 2013).
En suma, el pobre crecimiento de una economía que no despega pese a haberse privatizado y globalizado en lo esencial, hace que la Reforma Energética sea la única salida que Peña Nieto vislumbra para supuestamente inyectarle vitalidad a la economía. Esta supuesta reforma es, en realidad, una contrarreforma, pues devuelve al gobierno al papel que tenía antes de 1938, cuando el Departamento del Petróleo sólo vigilaba que las empresas extranjeras le informaran sobre sus actividades y le pagaran impuestos.
El PRI y el PAN no parecen dispuestos a hacer la reforma que se necesita: combatir la corrupción en el sindicato y la administración de Pemex, hacer una auténtica innovación hacendaria para que fisco no dependa en un tercio de lo que le saca a Pemex y para que esa empresa pueda volver a mostrar lo que el cardenismo hizo posible: que México tuviera confianza en sus propias capacidades para superar las debilidades institucionales y volver a moldear su destino según un proyecto propio y no lo trueque por un plato de lentejas con las viejas y muy conocidas petroleras.
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