En las últimas cuatro décadas hemos tenido de todo: gobiernos sin idea de lo que estaban haciendo y que provocaron profundas crisis sociales y económicas (LEA y JLP), gobiernos que lidiaron con crisis e intentaron hacer lo mejor posible (MDLM y EZ), gobiernos que entendían la realidad y procuraron cambiarla de manera radical (CSG) y gobiernos que intentaron cambiar pero no tuvieron interés o visión (VFQ) o la capacidad (FCH) de lograrlo. A lo que no nos habíamos enfrentado es a un gobierno con capacidad y disposición para cambiar pero sin la menor preocupación por la realidad que estaban pretendiendo alterar.
El punto de partida del hoy gobierno fue simple y contundente: el país no ha estado avanzando, la economía exhibe un muy pobre desempeño, la pobreza no ha aminorado y las estructuras políticas no responden a las necesidades del país ni resuelven sus problemas. En una palabra, el país está a la deriva —decía el entonces candidato— y para alterar ese curso se requiere un gobierno eficaz. Comparta uno la estrategia adoptada o no, nadie podría disputar la esencia del diagnóstico.
El punto de partida del hoy gobierno fue simple y contundente: el país no ha estado avanzando, la economía exhibe un muy pobre desempeño, la pobreza no ha aminorado y las estructuras políticas no responden a las necesidades del país ni resuelven sus problemas. En una palabra, el país está a la deriva —decía el entonces candidato— y para alterar ese curso se requiere un gobierno eficaz. Comparta uno la estrategia adoptada o no, nadie podría disputar la esencia del diagnóstico.
Lo significativo no es el diagnóstico sino el hecho de que, más allá de indicadores generales de los que se desprenden las afirmaciones del párrafo anterior, la propuesta de solución, la estrategia que se ha seguido a lo largo de este primer año de gobierno, no responde a un análisis específico de lo existente, un cálculo de las variables económicas o sociales, o un análisis de la dinámica que caracteriza al país en general y a cada uno de sus componentes, sino que es producto de la comparación de la forma en que operaba el país “cuando sí funcionaba” con la situación actual. La comparación relevante que encuentra el hoy gobierno, sin sorpresas dada la biografía personal del presidente y de su estado de origen, es con la era del desarrollo estabilizador. Lo aparente de aquella época es elocuente: orden, alta tasa de crecimiento económico, poco conflicto político y un gobierno con las capacidades necesarias para conducir los destinos del país y actuar frente a sus desafíos.
Mi hipótesis es que el proyecto del gobierno surgió de esa concepción y su estrategia reside en la reconstrucción de las estructuras y características de antaño con el objetivo de convertir al presidente en el corazón del Estado y al gobierno en el factótum del desarrollo económico. Es decir, se trata de una respuesta política —de poder— a la problemática que experimenta el país en todos los frentes, factor que quizá explique tanto el énfasis en los asuntos de poder como la ausencia de proyectos específicos en asuntos que abruman a la población como la seguridad pública, la justicia, el abuso burocrático y el pésimo desempeño del gasto público que se ejerce en todo el sistema en general.
Con esa lógica, la primera etapa del gobierno consistió en establecer un sentido de orden, una jerarquía de autoridad y una presidencia fuerte por encima de los conflictos cotidianos. Para avanzar el proyecto se hizo un uso excepcionalmente diestro de la comunicación, se emprendieron iniciativas que van desde la implantación de la forma como un elemento de fondo en las relaciones políticas (quizá el mejor ejemplo de lo cual haya sido el extraordinario cuidado con que se organizó la ceremonia de inauguración) hasta la detención de la líder magisterial y la construcción del llamado Pacto por México. El gobierno se abocó a establecerse como el corazón político del país, a imponer condiciones de interlocución, limitar a los poderes fácticos, cancelar conductos de comunicación alternos, estipular reglas a las empresas grandes, marcar distancia respecto al gobierno estadunidense y algunas de sus agencias y, en general, ponerse por encima de los intereses que, en el diagnóstico gubernamental, habían crecido en poder a expensas del Estado.
La estrategia se desdobla con ese mismo criterio de poder en cada una de las áreas de actividad gubernamental. En el caso de la economía, el instrumento prioritario es el gasto, razón por la cual el imperativo categórico para el gobierno residía en incrementar la recaudación fiscal y reducir el gasto disponible de los consumidores y de las empresas. En una palabra, el proyecto de desarrollo es el gobierno. Se trata de un cambio de modelo que se fundamenta en una estrategia de poder como medio para lograr el desarrollo. El nuevo modelo es político más que económico y la apuesta consiste en que sus beneficios se traducirán en una mayor tasa de crecimiento de la economía que los logrados en las décadas pasadas.
A favor del proyecto gubernamental se puede afirmar que hace tiempo es clara la necesidad de dar un viraje, por la sencilla razón de que lo existente no estaba funcionando. La pregunta relevante es si el giro que le ha dado el gobierno al modelo de desarrollo es susceptible de lograr, en palabras del presidente Peña, la transformación del país. Sobresale que uno de los grandes déficit, si no es que el principal de las últimas décadas, ha sido la ausencia e ineficacia del gobierno. Ante este marco, es necesario restablecer un sentido de orden y autoridad.
El problema es que no sólo es obligatoria la eficacia; también se requiere un proyecto idóneo. En este contexto, no deberían sorprender los magros resultados a la fecha. El gobierno ha prometido eficacia pero se ha quedado corto, no sólo en realidades sino sobre todo en su proyecto. El país es mucho más complejo que el Estado de México y, como ilustran sus decisiones y resultados en asuntos como el de vivienda, la tasa de crecimiento de la economía, la miscelánea fiscal y la forma en que ha permitido que se le junten las oposiciones a sus reformas, la conducción ha sido mucho menos eficaz de lo que promete el discurso. El desempate entre realidad y discurso lleva a una revisión integral del proyecto, lo que sería deseable, en lugar de un nuevo círculo vicioso de inflación, liderazgo y crisis, multiplicado por el conflicto político y la inseguridad que subyacen.
El mundo ha cambiado dramáticamente en las cinco décadas desde que murió por extenuación el llamado desarrollo estabilizador. Desde esta perspectiva, por indispensable que sea el fortalecimiento del gobierno, las características que hoy hacen exitosos a los países trascienden el hecho de contar con un gobierno eficaz: la existencia de un gobierno con tal característica es una condición necesaria para que sea posible el desarrollo, pero no suficiente. Con todos sus avatares, lo que hace exitosas a naciones como Corea, Indonesia, Irlanda, Polonia, Colombia y Chile es la calidad del liderazgo que han logrado sus gobiernos. En estos casos ha servido para persuadir a sus poblaciones, convencerlas de sus proyectos y, en pocas palabras, lograr la legitimidad del gobierno y del gobernante. Su liderazgo no es especialmente económico: no es el gasto público el que impacta a la ciudadanía, convence a los sindicatos a aceptar la mediación gubernamental y le confiere certidumbre a los inversionistas para que comprometan cuantiosos recursos en un proyecto de largo plazo.
Lo que hace exitoso al gobierno es que éste sea eficiente en lo que le corresponde como esencia y eso implica solución a los problemas fundamentales —seguridad, infraestructura física, justicia, educación, etcétera— y convencimiento (con los recursos que sean necesarios) de todos los actores sociales. El desarrollo no es un proyecto de poder: es un resultado de la acción eficaz del Estado.
El éxito del gobierno no dependerá de cuántas reformas se aprueben —pobre medida de comparación con los gobiernos anteriores— sino de los problemas que éstas resuelvan. Hasta ahora el tenor de la acción gubernamental, sobre todo en el terreno legislativo, ha sido más un ejercicio de poder —demostrar que sí tiene la capacidad de lograr reformas fundamentales— que el avance de un proyecto coherente, profundo y continuo de transformación. La diferencia no reside en la capacidad de operación política (condición sine qua non para hacer posible el desarrollo) sino en la sustancia de su proyecto. Podría parecer lo mismo pero no es igual. n
La estrategia se desdobla con ese mismo criterio de poder en cada una de las áreas de actividad gubernamental. En el caso de la economía, el instrumento prioritario es el gasto, razón por la cual el imperativo categórico para el gobierno residía en incrementar la recaudación fiscal y reducir el gasto disponible de los consumidores y de las empresas. En una palabra, el proyecto de desarrollo es el gobierno. Se trata de un cambio de modelo que se fundamenta en una estrategia de poder como medio para lograr el desarrollo. El nuevo modelo es político más que económico y la apuesta consiste en que sus beneficios se traducirán en una mayor tasa de crecimiento de la economía que los logrados en las décadas pasadas.
A favor del proyecto gubernamental se puede afirmar que hace tiempo es clara la necesidad de dar un viraje, por la sencilla razón de que lo existente no estaba funcionando. La pregunta relevante es si el giro que le ha dado el gobierno al modelo de desarrollo es susceptible de lograr, en palabras del presidente Peña, la transformación del país. Sobresale que uno de los grandes déficit, si no es que el principal de las últimas décadas, ha sido la ausencia e ineficacia del gobierno. Ante este marco, es necesario restablecer un sentido de orden y autoridad.
El problema es que no sólo es obligatoria la eficacia; también se requiere un proyecto idóneo. En este contexto, no deberían sorprender los magros resultados a la fecha. El gobierno ha prometido eficacia pero se ha quedado corto, no sólo en realidades sino sobre todo en su proyecto. El país es mucho más complejo que el Estado de México y, como ilustran sus decisiones y resultados en asuntos como el de vivienda, la tasa de crecimiento de la economía, la miscelánea fiscal y la forma en que ha permitido que se le junten las oposiciones a sus reformas, la conducción ha sido mucho menos eficaz de lo que promete el discurso. El desempate entre realidad y discurso lleva a una revisión integral del proyecto, lo que sería deseable, en lugar de un nuevo círculo vicioso de inflación, liderazgo y crisis, multiplicado por el conflicto político y la inseguridad que subyacen.
El mundo ha cambiado dramáticamente en las cinco décadas desde que murió por extenuación el llamado desarrollo estabilizador. Desde esta perspectiva, por indispensable que sea el fortalecimiento del gobierno, las características que hoy hacen exitosos a los países trascienden el hecho de contar con un gobierno eficaz: la existencia de un gobierno con tal característica es una condición necesaria para que sea posible el desarrollo, pero no suficiente. Con todos sus avatares, lo que hace exitosas a naciones como Corea, Indonesia, Irlanda, Polonia, Colombia y Chile es la calidad del liderazgo que han logrado sus gobiernos. En estos casos ha servido para persuadir a sus poblaciones, convencerlas de sus proyectos y, en pocas palabras, lograr la legitimidad del gobierno y del gobernante. Su liderazgo no es especialmente económico: no es el gasto público el que impacta a la ciudadanía, convence a los sindicatos a aceptar la mediación gubernamental y le confiere certidumbre a los inversionistas para que comprometan cuantiosos recursos en un proyecto de largo plazo.
Lo que hace exitoso al gobierno es que éste sea eficiente en lo que le corresponde como esencia y eso implica solución a los problemas fundamentales —seguridad, infraestructura física, justicia, educación, etcétera— y convencimiento (con los recursos que sean necesarios) de todos los actores sociales. El desarrollo no es un proyecto de poder: es un resultado de la acción eficaz del Estado.
El éxito del gobierno no dependerá de cuántas reformas se aprueben —pobre medida de comparación con los gobiernos anteriores— sino de los problemas que éstas resuelvan. Hasta ahora el tenor de la acción gubernamental, sobre todo en el terreno legislativo, ha sido más un ejercicio de poder —demostrar que sí tiene la capacidad de lograr reformas fundamentales— que el avance de un proyecto coherente, profundo y continuo de transformación. La diferencia no reside en la capacidad de operación política (condición sine qua non para hacer posible el desarrollo) sino en la sustancia de su proyecto. Podría parecer lo mismo pero no es igual. n
Luis Rubio. Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo A.C. Autor de El acertijo de la legitimidad: Por una democracia eficaz en un entorno de legalidad y desarrollo.
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