Hagamos un ejercicio de abstracción. Intentemos lo imposible. Pensemos que no vimos los montones y montones de cadáveres –y de pedazos de cadáveres– que hemos registrado en los últimos años en México. No nos permitamos que el nombre de San Fernando, Tamaulipas, signifique algo. Prohibamos a nuestra memoria que desempolve la noción (cierta) de que el año pasado en narcofosas de Durango capital fueron localizados más de 350 cuerpos. Olvidemos la montaña de carne humana que una tarde detuvo el tráfico en un paso a desnivel en Boca del Río, y también olvidemos que esas muertes serían vengadas unos meses después en Guadalajara, cuando una mañana de noviembre la luz del sol trajo imágenes de muertos apilados…
Dejemos de lado, insisto, todo lo anterior y pensemos que se da la noticia de que en una modesta, pero no del todo desconocida, población llamada La Barca, Jalisco, han empezado a encontrar en fosas clandestinas cadáveres y más cadáveres hasta llegar a 67 cuerpos desenterrados. ¿Cuál habría sido nuestra respuesta como sociedad ante esa revelación? ¿Cuál nuestra reacción como medios de comunicación? Todos estaríamos hablando de eso durante semanas. Las más altas esferas del gobierno habrían sido obligadas a movilizarse y comprometerse a aclarar los hechos. Quizá el mismísimo presidente Enrique Peña Nieto habría mencionado el horror del hallazgo. Los activistas habrían denunciado la gravedad de los hechos. En una de esas habría ocurrido el milagro de que el alto clero se interesara en el tema. Y con seguridad la comunidad internacional nos habría hecho incómodas preguntas sobre cómo pudo pasar esto.
Pero nada, o casi nada, de lo anterior ha ocurrido. Los cadáveres de La Barca, Jalisco, parece que no son de nadie, que no existen en el debate. Porque no son novedad. Nos parecen de lo más natural. Ya no duelen a la sociedad mexicana, anestesiada como está luego de las decenas de miles de asesinatos que nos ha traído el siglo XXI.
Como registró la periodista Paula Chouza de El País, para comenzar en La Barca misma están preocupados por desentenderse del problema, por mandar un mensaje: esos muertos no son nuestros. El alcalde de aquel municipio nos quiere convencer de que es puritita mala fortuna que la muerte se halla fijado en ese territorio. No podemos culpar al edil de mostrar esa actitud. La tragedia es enorme, y ellos no quieren más costos. Ya viven con miedo, en una franja de disputa entre cárteles, como para encima ahora padecer el estigma de ser un pueblo con sembradíos clandestinos de cadáveres.
Mostrarnos incapaces de dolernos ante este hallazgo nos condenará a ser arrastrados al horror cada vez que, ilusamente, creamos que nos podemos desentender de esa realidad desapareciéndola de los discursos gubernamentales, quitándole prioridad en nuestras agendas informativas, creyendo que el asunto es un tema del pasado, del sexenio anterior, de otro momento, de un país distinto.
Al cumplirse el primer año del gobierno de Peña Nieto ha desaparecido la ilusión de que ya no teníamos el problema de la violencia. La Barca es el escenario de las pruebas para aquellos que necesitaban ver para creer que la tragedia no se esfumó con el cambio en la presidencia.
No podemos pasar por alto un dato: en unas cuantas semanas, y tan solo después de Durango y San Fernando, La Barca ya es el tercer lugar donde más cadáveres se han encontrado en el país. ¿Cuántas narcofosas masivas habrá en México?
Es hora de regresar al pasado. No vamos a poder llegar muy lejos si no comenzamos a escarbar en búsqueda de las historias de lo que nos ha pasado desde principios de la década pasada en lugares como Tamaulipas, Chihuahua, Sinaloa, Michoacán, Veracruz, Coahuila, Nuevo León y ahora, y desde antes, Jalisco.
Va a ser una tarea gigantesca. Y en ella no hay esfuerzo menor. Hace unos días, una periodista que durante años ha investigado sobre desaparecidos decidió probar una nueva manera de entender, y exponer, el problema de los que presumimos muertos, pero que no tenemos para ellos una tumba, y de las tumbas con cuerpos sin nombres.
La colega se llama Daniela Rea y ha emprendido una colecta para llevar a cabo el documental En algún sitio, que estará basado, para empezar, en dos testimonios. El de Alicia y el de Liliana. A la primera, el Estado le quitó a su madre en los años de la guerrilla. A la segunda, la criminalidad le arrebató a su esposo. Son dos testimonios, como hay miles más; son historias que merecen ser contadas.
“Los familiares de las personas desaparecidas nunca llegan a concretar un proceso de duelo y viven constantemente en el límite: entre la esperanza de recuperarlos y la incertidumbre de su paradero; entre el anhelo de que estén vivos y el egoísmo de desearlo; entre el deseo de continuar con su vida y abandonarlos; entre el compromiso por no olvidarlos y la necesidad íntima de oscurecer esos recuerdos que los torturan”, explica Daniela en la página web http://www.fondeadora.mx/projects/en-algun-sitio donde explica su proyecto y donde recolecta fondos para el mismo. “En algún sitio es un documental sobre el olvido, el dejar ir, como un acto de amor. Es un retrato del conflicto diario que viven los familiares por habitar la ausencia de su desaparecido”.
Liliana explicó a Daniela Rea, que luego de esperar tres años a su marido, al que se le perdió el rastro en San Fernando, decidió ya no “ser un desaparecido de la vida uno mismo”. Eso es más que entendible en una persona, en una víctima. Pero como sociedad no vamos a tener esa opción. Debemos procurar justicia, y para ello, como ahora intenta Daniela, tendremos que comenzar por recuperar la memoria de las víctimas. Porque aunque hayamos intentado evitar el tema, la verdad es que los muertos de La Barca son de todos.
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