La capacidad para imaginar derechos de los ciudadanos galopa. Cada Legislatura se cuelga alguna medalla, derecho a la vivienda digna y decorosa, derecho a la salud, a la cultura, al trabajo, a la “cultura física y práctica del deporte”, a la alimentación “nutritiva suficiente y de calidad. El Estado lo garantizará” se lee en la Constitución. Hay más, el derecho a “un medio ambiente sano” o “el acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre aceptable y asequible”. La aprobación de un nuevo derecho ciudadano se da entre el aplauso emocionado —y cargado de cinismo— de los legisladores. Ellos son conscientes de que las viviendas no aparecerán por decreto, tampoco las fuentes de trabajo, y que el sistema de salud está quebrado. Pero para tranquilidad de su conciencia el mandato queda allí.
Es cierto, hay un avance relevante en el deber ser. Pero la esquizofrenia surge por la desmesura del galope de los derechos, que terminan siendo una responsabilidad del Estado y de la sociedad, y la incapacidad para cumplir el mandato. La peor pedagogía jurídica. Legislar derechos es muy popular, modificar la realidad es difícil y tiene riesgos. La mezcla es explosiva: esquizofrenia, cinismo y legislaciones populistas. Pero hay algo más, la cómoda evasión de las autoridades para que los ciudadanos cumplamos con las obligaciones derivadas de esos nuevos derechos, la otra pieza.
Caminaba una mañana de la mano de nuestra hija menor en las calles de la Universidad de Chicago donde impartía clases. Ella estaba agripada y decidimos no exponerla a todo un día de ajetreo y a sus compañeros a un contagio. De pronto un policía se acerca y con cordialidad me pregunta, por qué no está la niña en la escuela. Le explico la situación y se da cuenta que desconozco las normas, es importante que un médico la revise y justifique su ausencia. Jamás hubiera cruzado por mi mente. Recuerde que usted tiene la obligación de llevar a su hija a la escuela, para eso pagamos impuestos.
Artículo Tercero, “La educación preescolar, primaria y secundaria conforman la educación básica; ésta y la media superior serán obligatorias”. Festejemos la obligatoriedad que creció para abajo —preescolar— y para arriba —media superior—. Pero la realidad camina por otro sendero. Hace unos días los diputados del Partido Verde, con base en un documento de la SEP de 2013, recordaron una tragedia: la deserción escolar. Cada día de clases alrededor de seis mil 600 alumnos desertan del aparato educativo, público y privado. Las cifras oscilan, pero de cada 100 niños inscritos en el primer año de primaria, 64 la concluyen, 46 terminan la secundaria y 24 finalizan el bachillerato. De ahí parte que el nivel general de educación (8.6 años en 2010) se eleve pasmosamente. De seguir el mismo ritmo nos llevaría cuatro décadas alcanzar el nivel actual de nuestros competidores obligados. De la educación profesional mejor no hablar, muy atrás. Con las exigencias del mundo global la preparatoria es el mínimo para pretender un trabajo digno. Imaginemos 50 aviones de tamaño medio despegando 200 días al año hacia un futuro incierto y, muy probablemente, de carencias y tropiezos. ¿Dónde queda la obligatoriedad? La sensación es de burla.
Se puede argumentar que las carencias económicas obligan a las familias a que sus hijos se incorporen en actividades que produzcan un ingreso. De ser así las becas deberán multiplicarse. También está allí otra dolorosa explicación: la carencia de una red de apoyo suficiente para los adultos mayores, en incremento constante. Tampoco la hay para muchos discapacitados o niños muy pequeños. La reacción familiar es, con frecuencia, condenar a las niñas y mujercitas a esas funciones de cuidado. La deserción femenina es un crimen en tanto que buena parte del desempeño escolar de la próxima generación depende del nivel educativo de la madre. Sabemos quiénes son y dónde viven, el Estado está obligado a actuar y el país a ser congruente y hacer lo necesario para llegar a las metas. Entre el Estado y los padres deben encontrarse soluciones que permitan llegar al acatamiento del mandato constitucional.
La SEP ya puso el abandono escolar en la agenda. Exigir a las autoridades es lo más sencillo, señalar la obligación de los padres es el lado impopular de la historia. Maestros, directores de plantel, autoridades locales o federales, todos están obligados a encarar el hecho. Infraestructura física —los planteles—, preparación y el sueldo de los maestros constituyen un patrimonio y un gasto enorme. Pero si el Estado y los ciudadanos no somos capaces de acatar las obligaciones, el cinismo puede instalarse como forma de vida.
Hay algo aún más grave: la pérdida de la sensibilidad, esa sensibilidad crecida por la cual luchó toda su vida el gran José Emilio Pacheco. Esta tragedia lleva décadas y ya no conmueve: cada año alrededor de un millón 300 mil niños y jóvenes mexicanos permanecen en las tinieblas y fácilmente pueden perder el rumbo. En homenaje a JEP, ¿seremos ahora capaces de sentirla?
*Escritor
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