sábado, 18 de enero de 2014

Porfirio Muñoz Ledo - Tierra sin ley

Durante los días más recientes diversos medios nacionales e internacionales han destacado notas secuenciadas que ilustran, como en un fresco, el desbordamiento de la violencia en nuestro país. Hace algunos años anunciamos en artículos y declaraciones que México se encaminaba hacia un Estado fallido, no sólo por la dudosa legitimidad de las autoridades, sino por la erosión gradual del monopolio de la violencia institucional, aunado a la pérdida de jurisdicción efectiva sobre el territorio.

Entonces el aparato propagandístico del Estado se empeñó en desacreditar las afirmaciones que daban cuenta del fracaso de la estrategia seguida para combatir el narcotráfico y denunciaba los fracasos de una guerra interna, sin posibilidades reales de alcanzar los objetivos que se decía perseguir. Hoy, en cambio, aun los comentaristas más conservadores se rinden a la evidencia de una ruptura del Estado de derecho.





Michoacán se ha convertido en el escenario paradigmático de la multiplicación de los actos de violencia y una fortaleza de las llamadas guardias comunitarias, que se iniciaron como una respuesta social a la incapacidad de las fuerzas públicas para mantener la paz en la entidad y poner un alto a los asesinatos y extorsiones de todo género. Según otras opiniones, estas fuerzas informales podrían estar actuando como un brazo paramilitar del gobierno o haberse involucrado inclusive con la guerrilla o con los propios narcotraficantes.

Michoacán presenta características muy complejas de las que se han alimentado las variadas formas de violencia. De acuerdo con las estimaciones oficiales contaría aproximadamente con 4.5 millones de habitantes en este 2014; es también el estado con mayor intensidad migratoria y por lo tanto el principal receptor de remesas durante el último decenio. Sin contar con un retraimiento gradual de las autoridades en su deber fundamental de garantizar la seguridad de sus habitantes.

De acuerdo con el Coneval, más de 54% de su población, es decir, 2.44 millones de personas —casi 200 mil más que en 2010— viven en condiciones de pobreza; de ellos 650 mil en pobreza extrema. En esa entidad una de cada cuatro personas mayores de 15 años no ha concluido la secundaria; siete de cada 10 carecen de seguridad social y tres de cada 10 son vulnerables por falta de acceso a servicios de vivienda; y finalmente, uno de cada 10 vive en carencia por acceso a la alimentación.

En ese contexto, resulta desconcertante observar cómo varios sectores de la población michoacana se han armado en la defensa de su vida y de sus propiedades ante las insostenibles condiciones de inseguridad y asedio que ejerce el crimen organizado en contra de comunidades enteras. La justificación antropológica de este fenómeno se basa en el concepto “Estado de necesidad”. Resulta inexplicable comprobar cómo las autoridades públicas han sido omisas durante años y han cumplido una función de meros espectadores ante la conformación de grupos armados de distinta naturaleza.

El estado de sitio que virtualmente se ha decretado en Michoacán sin que medien las decisiones legislativas previstas por la Constitución se verá acrecentado por la tutoría política establecida de facto desde el gobierno federal y por el relanzamiento de la ofensiva de las Fuerzas Armadas. No olvidemos, frente a este giro de la estrategia gubernamental, el historial de violaciones graves a los derechos humanos en que han derivado este tipo de acciones, que han demostrado su ineficacia desde la administración anterior; lo que implica una responsabilidad de gran calado para quienes pretenden combatir la violencia con más violencia a despecho de la legalidad.

El uso de la fuerza del Estado sólo puede legitimarse si se sustenta en un sistema de inteligencia, de uso racional y proporcionado de esa fuerza, de conformidad al mandato constitucional y respeto irrestricto a los derechos humanos. La verdadera ofensiva del Estado mexicano deberá ser una estrategia integral, sin manipulaciones clientelares y rendición de cuentas que permitan la recuperación de las condiciones materiales de vida de la población. No sólo se trata de Michoacán, la república entera se ve amenazada y el Estado nacional en peligro de disolución. Es imperativo emprender un proceso inverso: legalizar la acción pública y acotar el delito vía el combate a la corrupción y la garantía del bienestar social.


Comisionado para la reforma política del DF


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