Naufragan los derechos humanos mientras el Estado mexicano -y el Gobierno de Enrique Peña Nieto- flotan displiscentes sobre un oceáno de demagogia, desorden y dispendio.
De cuando en cuando recibo invitaciones para conversar con funcionarios de algún organismo público de derechos humanos. Por lo general, son personas deseosas de hacer algo por los demás. Palabras más o menos siempre termino sugiriéndoles que “la clave está en pensar siempre en las víctimas”. A veces tienen éxito, lo común es que se contagien de la pasividad o que renuncien cuando se dan cuenta de su impotencia.
Los problemas desatendidos provocan crisis periódicas como la que vivimos y que ilustro con tres indicadores: mientras el Gobierno federal aceptaba contrito la mayor parte de las 176 recomendaciones hechas por las Naciones Unidas en 2013, saqueaban la casa del director de Artículo 19 -dos días antes de que ese organismo sacara un duro informe sobre las agresiones a periodistas en 2013- y se conocían los enormes problemas que aquejan al Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas (renunció su coordinador ejecutivo, un grupo de ex empleados denunciaron abusos laborales y se levantaron de la mesa siete de los nueve consejeros inconformes por la “falta de dirección estratégica”).
Son consecuencias lógicas del desajuste estructural originado en algo bastante elemental: quienes gobiernan sólo ocasionalmente entienden el drama de quienes ven su dignidad vapuleada. Es una incomprensión provocada por el desconocimiento del México injusto y violento. En 1991 Carlos Salinas inauguró un penal de alta seguridad en Almoloya, Estado de México, ignorando a quienes, como Miguel Sarre, le advertían que se violarían los derechos de los internos. Bastó que Raúl Salinas entrara a esa cárcel en 1995 para que la familia Salinas invocara con fervor los derechos humanos.
Se trata de un caso excepcional porque los poderosos mexicanos rara vez bajan a esas realidades. El Estado atiende a los quejosos con discursos, burocracias y presupuestos. Es cierto que Peña Nieto dialoga más que Calderón, pero tampoco sirve de gran cosa. Para Artículo 19, 2013 fue el más violento contra los periodistas y los principales agresores son los gobiernos estatales y los presidentes municipales, seguidos del crimen organizado.
Cuatro estados gobernados por el PRI -Coahuila, Durango, Quintana Roo y Veracruz- concentran 64% de las agresiones, pero ni el presidente Enrique Peña Nieto ni el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, critican a esos gobernadores o se solidarizan con las víctimas. Los Pinos recibe a los campeones del deporte pero ignora a familiares de periodistas asesinados en Veracruz, como Regina Martínez y Gregorio Jiménez, “Goyo”.
Cuando empeoraron las agresiones a periodistas y defensores el Estado no tomó la decisión lógica: poner a trabajar a la rica pero fofa e inútil Comisión Nacional de los Derechos Humanos; en lugar de eso crearon fiscalías especializadas en la PGR y fundaron, hace un par de años, el Mecanismo especializado que depende de la Secretaría de Gobernación. Ninguna cumple con las tareas para las que fueron creadas.
El lunes 16 de marzo renunció con un escueto comunicado el coordinador ejecutivo del Mecanismo, Juan Carlos Gutiérrez. Conociéndolo, seguramente lo hizo por la frustración que le causó la imposibilidad burocrática de crear la Unidad de Investigación, o el rezago de cuatro años en la elaboración de los análisis de riesgo debido a la falta de personal. Los abogados del Centro de Investigación y Capacitación de Propuesta Cívica -organismo que presido- atienden 10% de los casos llevados ante el Mecanismo y entre los problemas que detectan está la parálisis de un fideicomiso creado en 2012 y que tiene congelados 302 millones de pesos.
La situación puede empeorar. En noviembre de 2013 iniciaron las señales de la puesta en marcha de una ofensiva contra las voces críticas y los defensores incómodos. Cada semana crece una lista que ya incluye a Anabel Hernández, Alejandro Solalinde, los defensores de Coyotepec, Estado de México, y un etcétera que se hace interminable. La sociedad organizada, los periodistas y los defensores deben tomar riesgos porque crece el número de víctimas desatendidas. Están solos porque el Estado flota sobre un mar de saliva, desorden y arrogancia, mientras observa displicente el lento naufragio de los derechos humanos.
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