La cultura del ocio nos somete a suplicios que consideramos divertidos. Los parques temáticos son sitios para hacer colas. En los más organizados, un letrero promete que, si aguantas 45 minutos de pie, obtendrás un veloz entretenimiento.
Las molestias que asumimos para ser felices son tantas que algún psicólogo del porvenir descubrirá que lo que en realidad nos gustaba era sufrir.
Por alguna razón, a los mexicanos nos parece apasionante ir apretados. Rara vez siete personas viajan en un coche por necesidad; generalmente lo hacen para alcanzar ese placentero nirvana de la convivencia en que se suspende la respiración.
El recuerdo que tenemos del esparcimiento suele derivar de incomodidades; “¿Te acuerdas de cómo nos picaron los mosquitos?”, dice alguien, muerto de la risa. Lo memorable del viaje es que se nos acabó la gasolina en el Cañón del Zopilote, nos equivocamos de desviación al salir de La Pera y acabamos en Xochitepec de las Tunas, un aguamala nos quemó el antebrazo en Acapulco y seguimos el consejo de que alguien orinara sobre nosotros. A la distancia, esos desastres se convierten en “experiencias”. No sirvieron de nada al suceder pero causan gracia al recordarse.
Las situaciones más anodinas mejoran con algún problema: “Hice seis horas de carretera y ya me andaba”, informa un viajero satisfecho. Su anécdota no vale la pena por el trayecto, sino por haberlo hecho sin ir al baño.
A los 35 años contribuí a los placeres del descanso con un accidente. Estábamos en Acapulco, jugando poker, y en vez de fichas usábamos frijoles. Yo había ganado varias “manos” y sentía culpa por quitarle dinero a mis amigos. Al menos así justifico el nerviosismo que me llevó a meterme un frijol en la oreja. Me tuvieron que llevar al médico del Hotel Princess, que estaba a un kilómetro. Cuando encuentro a alguno de los amigos que compartieron ese viaje, pregunta de inmediato: “¿Te acuerdas del frijol?”. Todo lo demás pasó a segundo plano (incluyendo el dinero que me debían en el poker).
Nada divierte tanto como la calamidad recreativa. Si todo sale bien, desconfiamos de la suerte. Lo maravilloso es que la amenaza campee sobre nosotros, nos sintamos perdidos y descubramos que aun así podemos gozar al máximo. Del mismo modo en que los mejores juguetes son los que no fueron pensados para el juego, los entretenimientos superiores son catástrofes que nos distraen.
Cuando viajé a Disney World con mi familia ningún juego mecánico fue tan divertido como el aeropuerto. Me equivoqué de horario y llegamos tardísimo. Tuvimos que correr con las maletas en la mano, nos decomisaron una pistola de agua en el filtro de seguridad y llegamos sin aliento al avión que se cerró tras de nosotros mientras mi hijo decía: “Este juego sí estuvo increíble”.
Con frecuencia, el dolor es la ameritada antesala de la dicha. “Sólo quien conoce el infierno puede imaginar el paraíso”, afirmó Nietzsche. Esta filosofía de las compensaciones permite entender la vida diaria como un carrusel de oportunidades para encontrar placeres muy inesperados.
La burocracia es una de las más raras variantes del ocio. Quien hace una solicitud en una dependencia pública sabe que ese día no trabajará ni tendrá tiempo para otra cosa. El ciudadano en trámite pasa la jornada entera con un pálido fólder bajo el brazo.
Confieso una neurótica versión del hedonismo: pocas cosas me causan tanta dicha como concluir un procedimiento espantoso. El teatro o el futbol garantizan esparcimiento de principio a fin. La burocracia opera de otro modo: su recompensa es siempre una sorpresa. Después de entregar 18 documentos de identidad entre los que sólo faltó una placa de tórax, recibes un sello que equivale a un milagro. La última ventanilla justifica el camino de expiación. Terminar con eso es una de las formas más intensas e inesperadas del placer.
La dialéctica de nuestra diversión depende de superar molestias para recordarlas como momentos culminantes. Ir de excursión puede ser ameno, pero se vuelve inolvidable cuando descubres que el sándwich al que le diste tres mordiscos está lleno de hormigas.
Los balnearios permiten orinar subrepticiamente en la alberca con la esperanza de que nadie más tenga esa idea y la sospecha de que alguien ya la tuvo. Si un amigo agrega agua de su cosecha y lo descubres, la natación valió la pena.
Ningún trabajo agota como lo que hacemos por descanso. El ocio es la sabiduría de las incomodidades, una oportunidad de comprender que el verdadero “programa de diversión” son los defectos del mundo.
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=239765
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