viernes, 20 de junio de 2014

Juan Villoro - Tiene un rayón


Hubo una época relajada en que los estacionamientos recibían coches sin reparar en las aventuras padecidas por la carrocería. En aquel mundo sereno entregabas las llaves y esperabas recuperar el auto en el mismo estado.

Como la cultura que mejor prospera es la de la desconfianza, hoy en día la “unidad” se somete a un cuidadoso escrutinio. Un perito analiza los daños y entrega un croquis con crucecitas en los sitios con raspones. El examen desemboca en una frase humillante: “Tiene un rayón”, lo cual significa que en realidad tiene muchos, manejas con descuido y no sabes cuidar tus propiedades.








“¿Deja algo de valor?”, te preguntan después. Hay dos formas de interpretar esto. La primera es jurídica y tiene que ver con la limitada responsabilidad del establecimiento: sólo si declaras tener algo, ellos lo cuidan. Ignoro si alguien ha dicho alguna vez: “Le dejo 3 mil dólares en joyas y una manzanita de oro”. Aunque el pacto verbal se funda en la desconfianza, actuamos como si la memoria, las intenciones y los oídos fueran perfectos.


La segunda interpretación es más interesante porque es paranoica: el empleado quiere ofenderte; pregunta sobre la posibilidad de que en tu coche abollado haya algo de valor sabiendo que la respuesta será negativa.

La última vez que me dijeron “Tiene un rayón” no respondí “¡A mucha honra!” porque me pareció exagerado. Me limité a murmurar: “Por suerte”.

Explicaré mi psicología de los rayones para que se entienda lo que sigue. Cuando estrenas un aparato oloroso a triunfal tecnología, sabes que no mejorará con el uso. Los seres humanos representamos el desgaste de los objetos. Tener un auto impecable suscita el pavor de estropearlo en cualquier momento.

Cuando sobreviene el primer rayón, la mente tiene dos posibilidades básicas: descubre con rigurosa autocrítica que no merece un coche que no sabe cuidar, o se relaja sabiendo que ese modelo ha sido humanizado por su dueño. Sin caer en grandes determinismos, considero que ser mexicano ayuda a inclinarse por la segunda opción.

El tema de la nacionalidad es decisivo para presentar a mi amigo Harald. Nació en México, de padres y abuelos alemanes, y estudió conmigo en El Colegio Alemán.

Dejé mi coche en el valet parking y entré al restaurante donde pensaba rememorar los tiempos de la Deutsche Schule, pero lo primero que Harald me dijo fue: “Tiene un rayón”. Se refería a la carátula de su nuevo celular. “Se me acaba de caer”, explicó. Acudí al remedio de jalarme la manga del suéter para frotar su teléfono, pero el corrosivo zigzag siguió ahí.

Fue una de las peores comidas de mi vida. Harald no se concentraba en nada (ni siquiera probó el dip de chipotle que tanto le gusta). Al cabo de un rato dijo, como si citara el pasaje más lúgubre de Nietzsche: “La desgracia comienza con un daño mínimo”. Mientras no cambiara la carátula de su celular -o el aparato completo- no estaría tranquilo. Vivir con una fisura significaba perder la guerra. Le recordé que no estábamos en guerra sino en un restaurante típico y que los mexicanos vivimos con fisuras que nos humanizan. “Por eso no llegamos al quinto partido”, blandió el tenedor como un Zeus repentino.

Dos paradigmas de comportamiento cristalizaron en la mesa. Harald defendía el impulso teutón de reparar de inmediato el menor desastre para impedir que llegaran otros peores y yo aconsejaba aceptar el mundo como un paisaje perfeccionado por sus rayones. “Defiendes la mediocridad, te adaptas hacia abajo... ¿Sabes por qué ganan los alemanes? Porque saben que lo importante no es triunfar en la guerra sino en la posguerra. El desastre debe ser un estímulo, no un freno”, Harald habló con el énfasis de quien se dispone a invadir Polonia (o por lo menos la mesa de al lado, donde los comensales lo veían con temor).

Su afán de corrección me pareció patológico: saludé a un amigo y me despedí de un loco. Pero lo del quinto partido me caló duro.

Los mexicanos aceptamos el caos hasta que nomás no nos gusta. Entonces buscamos una solución de emergencia: el remedio mágico. Si no has podido cambiar la realidad con razones, hay que tratar con supersticiones.

Al recuperar mi auto, sentí que asumía el destino de la selección nacional: si volvía a rayarlo, no llegaríamos al quinto partido en el Mundial.

Como la magia es indestructible, sé que si manejo de maravilla y aun así no llegamos al quinto partido, será porque ya había rayado el coche.

Le hablé a Harald para darle la razón.

Extrañamente, mi comportamiento no le pareció lógico.



Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=245722


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