Mario Benedetti 1920 - 2009 |
Como un ladrón
Yo vivía relativamente cómodo, acaso porque no se me había ocurrido creer en Dios. Ahora sé que muy pocos están en condiciones de aceptar esto que de tan sencillo es casi estúpido. Los más se imaginan que cada uno tiene la obligación de nacer con su pequeño dios. También se tiene el deber de nacer de cabeza y sin embargo siempre hay algún díscolo que nace de trasero.
Entonces no me gustaba enfrentarme a ciertos problemas ni tampoco tenía necesidad de hacerlo. No discutía el prestigio de la muerte y sentía por ella un miedo insignificante, sin escolta de libros, solitario. Después supe que mi miedo privado era sólo una variante del terror general. Y ésta fue la primera vergüenza de mi vida: que los otros usaran el mismo miedo que yo. Algo así como la rabia inexplicable que nos acomete cuando vemos a otro individuo con nuestros calcetines, con nuestros lunares o con nuestra calva.
Gracias a la muerte se liquidaba la aventura y era preciso renunciar definitivamente a los espejos, a los amaneceres, a la sed; retroceder hasta caer de espaldas, con todo el peso de la vida en las sienes, sin cuerpo, sin tacto, sin luz. Naturalmente, desaparecer así me llenaba de asco. Pero era un asco mórbido, que al fin de cuentas resultaba una invención, una especie de tanteo, casi una profecía particular.
A los treinta años yo era un tipo mediocre. Había fracasado como corredor de seguros, como periodista, como amante, creo que como hijo. De estos cuatro fiascos sólo llegó a preocuparme el primero. En realidad pensaba que mi vocación podía ser ésa: asegurar, es decir, hacer que los otros se aseguraran. Por otra parte, me encantaba —tal vez me encantaría aún— hallar a una persona verdaderamente segura. Para mí era un espectáculo tan absurdo ver a un pobre hombre tomando sus prudentes y espléndidas medidas para que su muerte beneficiase a alguien, que no podía evitar la risa, una risa increíblemente generosa y sin burla. Pero ¿qué medidas? Pero ¿medidas en dónde, hasta cuándo, en nombre de quién? Cuando uno adquiere la costumbre de la muerte, se habitúa también a que el futuro carezca de sentido, de posibilidad, hasta de espacio. ¿Acaso pueden tener significado una esposa o unos hijos cobrando el precio de algo que no existe? Por eso fracasé. Los presuntos clientes acababan por mirarme angustiados, espiando la menor posibilidad de evasión para abandonarnos, a mí y al formulario.
No sé si hará de esto siete u ocho meses. Una tarde vino a verme Aguirre a la pensión. Cuando abrió la puerta, yo me estaba secando la cara. Recuerdo esto porque al principio me pareció que la toalla tenía olor a axila. Después me di cuenta de que venía de Aguirre. Era un olor agrio, penetrante, en medio del cual, Aguirre me dijo pomposamente que había hallado un Maestro de Compasión. Yo pensé que hubiera sido mejor que hallara un desodorante. Pero él insistió y me dio un nombre: Rosales, Eduardo Rosales. Era un chileno de unos cuarenta años, con barba y con discípulos, una especie de filósofo casero. Tres veces por semana reunía en su casa a gente como Aguirre: entusiasta, supersticiosa, no muy avispada. Precisamente, por no ser Aguirre muy avispado, no entendía un cuerno de la doctrina de Rosales. Porque el tipo tenía su doctrina: algo de herencia kármica, de evolución mental, de caridad sui géneris. En resumen: una mezcolanza inofensiva de teosofía y rosacrucismo.
Aguirre quería que yo fuese a las reuniones. Me sorprendí pensando que no estaría mal; un rato después, diciéndole que sí. Entonces me dedicó una mirada tan torpe como incrédula. Luego se iluminó. Le resultaba difícil admitir que me había convencido, que podría ¡por fin! llevar su neófito. Además, yo debía tener algún prestigio para él. Era, en cierto modo, un intelectual, es decir, un tipo que había escrito algún artículo para los diarios y que a veces trabajaba en traducciones.
Intenté imaginar el color de las reuniones. Viejos ex teósofos que conocerían a Blavatsky sólo de oído, algún espiritista que aún no se atrevería a proponer la aventura que aquietase algún escozor de su confortable conciencia, y mujeres, muchas mujeres esmirriadas y sin ovarios, que disfrutarían su placer supersticioso zambulléndose graciosamente en un lenguaje de meditación y esoterismo.
La realidad no alcanzó a defraudarme. Simplemente era eso. Con el complemento de algún enfermero jubilado que disfrutaba lo indecible al codearse con gente de otra clase, de una dama de pasado glorioso, que cumplía allí su cantada vocación de misericordia; de un jovencito casi miope, dotado de un convincente tic afirmativo que parecía representar la aceptación tácita de la modesta muchedumbre. Pero además estaba Rosales. A pesar de mi poco entusiasmo, tuve que reconocer que me impresionaba. Tenía una voz grave, sonora; quizá por eso sentí que mi pensamiento se distendía.
Sin embargo, no expuso nada nuevo, es decir, presentó como nuevo lo que había dicho Krishnamurti o Eliphas Leví o el remoto Gautama. Naturalmente, yo tenía mis lecturas, pero nunca había sentido nada de esto en una voz. Quizá resulte inexplicable, pero lo cierto es que me venció sin convencerme.
Entonces supe que hacía mal en obstinarme, en ocultar mi rostro a Dios, en hundirme en el aburrimiento. Gracias a Rosales, o mejor, a la voz de Rosales, un día me encontré creyendo. Hasta hallé razones para cambiar de vida. No es lo mismo una vida sin Dios que una vida con Dios. El secreto tal vez consistía en que yo lo tomaba como un juego. Rosales tenía una frase encantadoramente tonta: “Cada alma es una partícula de Dios”. Mentalmente yo jugaba a sentirme partícula, pero era notoria mi incapacidad para establecer contacto con el Todo.
Fue en una de esas reuniones que conocí a Valentina. Generalmente nos íbamos juntos y yo la acompañaba hasta su casa, un conventillo inverosímilmente limpio de la Ciudad Vieja. Ella solía decir que sólo gracias a la existencia nueva que Rosales nos descubría, podía parecerle soportable ese mezquino ambiente familiar. Yo la conformaba con un “Sí, es tremendo” o cualquier otra simpleza, a fin de que ella no interrumpiera la confidencia. Siempre que se ponía patética me tomaba del brazo, y eso a mí me gustaba. Un martes se puso más patética que de costumbre y entonces la besé. Pero el viernes siguiente Rosales habló de la concupiscencia y echó mano de tales símiles, de tales amenazas, que parecía un nuevo San Pablo amonestando a sus nuevos Gentiles. De ahí en adelante me sentí concupiscente cada vez que Valentina se ponía patética y, como no quise besarla más, ella abandonó las confidencias.
Después de eso me dio por cavilar acerca de que mi nuevo estado no era en realidad tan cómodo ni tan feliz como yo había esperado. Pensaba que de no haber sido por la arenga de Rosales, habría podido desear moderadamente a Valentina, besarla de vez en cuando y quizá algo más, exactamente como hubiera hecho con cualquier otra muchacha que me pusiera al tanto de sus infortunios. A los treinta años uno sabe que las mujeres hacen eso a fin de llevar a cabo su conquista pasiva por la vía conmovedora. Yo nunca dejé que me conmovieran, pero siempre tuve el prudente cuidado de aparentar lo contrario, de modo que tanto ellas como yo quedáramos conformes y orgullosos.
Fuera de estas molestias, yo conseguía sobrellevar pasablemente mi fondo religioso de mediana tortura, sin que, por otra parte, pudiera acomodarlo a un dogma en particular. Sentía duramente que no podría hallarme a solas con el mundo, como isla en el tiempo, entre los confines mediatos de mi nacimiento y de mi muerte; que, por el contrario, debía ir más allá. Llegado el momento, me quitaría o me quitarían el cuerpo como un caparazón inútil y podría ingresar en otra ronda de existencia, acaso a la espera de otros caparazones. Seguro de mi vergonzosa inmortalidad e incómodo ante la prerrogativa de no ignorarla, llegaba a pensar que el secreto tal vez residiera en algo así como un desprendimiento del cepo somático. Si era egoísta con mi cuerpo, si quería a mi cuerpo, me costaría desprenderme de él, y desde el momento en que mutuamente nos necesitáramos —mi cuerpo y yo— hasta sernos el uno al otro casi indispensables, no podría abandonarlo y acaso me destruyese en su destrucción. Pero si soportaba a mi cuerpo como se sufre una costumbre, como se tolera un vicio menor, podría depositarlo en el pasado y acaso llegase también a olvidarlo.
Algo de esto le dije a Rosales en la primera oportunidad que se me presentó. Me contestó que, evidentemente, yo había aprovechado su enseñanza. Recuerdo que pensé que todo eso tenía muy poco que ver con ella, pero le dije, en cambio, que efectivamente sus palabras me habían servido de mucho. Entonces lo vi iniciar un gesto de menosprecio y obtuve la imprudente seguridad de que se trataba de un tipo increíblemente sórdido.
Lo natural hubiera sido que de inmediato me evadiera de su engranaje. Me quedé sin embargo. No podía tolerarme a mí mismo pronunciando mentalmente —basado en un solo gesto— el juicio definitivo acerca de alguien.
Me hallaba dispuesto, pues, a investigar sus procedimientos, cuando una noche me encontré con Aguirre. Ya hacía unos dos meses que éste no aparecía por lo de Rosales. Mostrando ahora la misma exaltación con que antes lo había puesto por las nubes, me arrastró a un café y me contó todo. El chileno era sencillamente un vividor. Aguirre se había enterado, gracias a una imprevista relación, de que en Buenos Aires el Maestro había iniciado unas reuniones semejantes a las que organizaba aquí, para concluir fundando un Instituto Esotérico y escaparse más tarde con el fondo común. Se le acusaba además de bigamia y falsificación. Toda una alhaja, en fin. Pero había algo más. Según la versión de Aguirre, un viernes en que la reunión había estado poco concurrida (yo mismo había faltado), los escasos adeptos se habían retirado muy temprano. Aguirre, que también se había ido, volvió después a retirar un libro. Pero cuando fue a entrar en el despacho de Rosales, se halló con un espectáculo inesperado: el Maestro apretujaba a Valentina, sin mayor resistencia de parte de ella.
“Usted perdone que le informe con tanta claridad”, agregó Aguirre, “conozco cuáles son sus sentimientos respecto a la muchacha”.
Estuve por preguntarle cuáles eran esos sentimientos, puesto que yo mismo los ignoraba, pero ya Aguirre había cerrado el paréntesis y seguía relatando el enojo con que Rosales lo había echado. “Es un demonio”, concluyó, “yo estoy dispuesto a hacerle todo el mal que pueda”. Inevitablemente me encontré pensando bien acerca de Rosales. Tal era la poca confianza que me inspiraba su antiguo iniciado.
El martes, sin embargo, al salir de la reunión, me las arreglé para acompañar a Valentina. Me parece recordar que la tomé del brazo. Ella me dejó hacer. Pero yo dudaba. Francamente, no sabía si la necesitaba, si la necesitaría. No obstante, me sentí seguro; seguro de la duda, naturalmente. Y eso era bastante. Me contó un sueño. Creo que lo había inventado. Siempre inventaba los sueños y yo no aparecía en ellos. Tal vez por eso los inventaba.
De pronto le pregunté si se acordaba de Aguirre. Esto la tomó de sorpresa y sólo rezongó: “Ya te fue con el cuento”. Únicamente por llenar las formalidades, le pregunté si era cierto. Dijo que sí, y que no tenía vergüenza de confesarlo, que Rosales era decididamente un hombre, un hombre inteligente; que yo mismo, en vez de gastarme los ojos haciendo traducciones, bien podría aprender de él, que con sólo unas palabritas convencía y estafaba a unos pobres estúpidos como Aguirre y —¿por qué no decirlo?— como yo.
Lo más lamentable de todo esto era su exactitud. Por cierto no precisaba que ella me hiciera propaganda a favor de Rosales: yo le reconocía atributos de vileza que siempre había considerado inalcanzables, hasta como utópico ideal. Con todo, nunca deja de interesar el verse comentado, el ser objeto de una opinión, por más hiriente que ésta pueda ser. Se adquiere conciencia del mediocre existir, gracias a los ecos vulgares que despierta la palabra de uno, gracias a las miradas —asombradas o compasivas— que despierta la presencia de uno. Se llega a vivir como reacción de los otros, como muro donde las impresiones ajenas aprenden a rebotar. Así, cuando yo escuchaba cómo Valentina me trataba de estúpido, no podía dejar de apreciar la razón urgente que la asistía, desde que yo me quedaba tranquilo —lo peor de todo: sin abofetearla— como si ella estuviera haciendo mi apología en lugar de reducirme a cero. Creo que cualquier palabra mía hubiera estado de más. Por eso me callé. Fue necesario que me limitase al gesto persuasivo, casi conmovedor, ese que suele introducirse en la caricia. A la media hora había hecho ante Valentina iguales o mejores méritos que Rosales. Y esta vez respiré aliviado al no sentirme concupiscente, tan luego ahora, cuando sin duda había llegado a serlo.
Después, habiendo dejado a Valentina relativamente conforme, tuve conciencia de ser un tipo razonable, tan razonable como no lo había sido en muchos años. Vi claramente que no la necesitaba para nada. Entonces me encaminé a casa de Rosales. Era muy tarde ya, pero la luz del despacho estaba encendida. Me animé a llamar. Sin demostrar asombro, por el contrario, con un gesto amable, Rosales abrió la puerta y me hizo entrar. Últimamente nuestras entrevistas habían menudeado.
Servían, entre otras cosas, para que él me tomara confianza y yo se la perdiera. Afortunadamente, no había hecho de él un ídolo. Me sentía convicto de soledad. En rigor, si nunca había menospreciado a los felices, tampoco había ostentado mi propia infelicidad como un honor, como una dignidad concedida por Dios a sus selectas minorías. De ahí que la posibilidad de hablarle a Rosales poniendo las cartas sobre la mesa, fuera para mí un asunto de vital importancia.
Como primera medida, me hizo sentar en un sillón exageradamente bajo, de esos que acentúan, hasta hacerla insoportable, la propia inferioridad. Al mismo tiempo, él se puso de pie. Por primera vez me di cuenta del porqué de la barba. Visto desde allí abajo, su rostro aparecía como realmente era: repugnante. Pero la barba permitía un aplazamiento de esa repugnancia.
“Ayer estuve con Aguirre”, dije aquí también. Sin prestarme mayor atención, Rosales se dio vuelta hacia la biblioteca. Me pareció que buscaba algo. Cuando lo encontró, vi que era la Biblia. De pronto se dirigió hacia mí con premeditada brusquedad y dijo que yo tenía una expresión incómoda. Un minuto antes yo había estado pensando justamente en mi incomodidad. Después gritó: “Diga de una vez, ¿qué le pasa?”. Yo iba a recurrir al tradicional “Oh, usted lo sabe mejor que yo”, pero él agregó: “Vamos, sea franco, hace un mes todavía creía que yo era un sabio, casi un Maestro, algo así como la salvación de la humanidad. Ahora ya no cree… ahora está seguro de que soy un ladrón”. Le confesé que me había evitado la violencia de decírselo. Aparentemente conservaba la calma, esa calma elástica que sabía estirar hasta la desesperación. Pero ni siquiera había suavizado el tono, cuando dijo:
“Tiene razón. Soy lo que usted piensa. Pero no se alegre”. Le aclaré que no me alegraba en absoluto. Entonces me preguntó por qué no me iba y lo dejaba tranquilo. “No pida demasiado”, dije. Rosales sonrió, como quien se decide a tomar la iniciativa, como quien vuelve por fin a su lugar después de una larga simulación, y me alcanzó la Biblia. Había un versículo marcado con lápiz rojo. “Lea”, ordenó. Yo no tenía inconveniente en jugar un rato a la obediencia y empecé a murmurar: “Acuérdate de lo que has recibido y has oído, y guárdalo y arrepiéntete. Y si no velares, vendré a ti como ladrón y no sabrás en qué hora vendré a ti”. Cuando terminé la breve lectura, vi que él había adoptado una expresión casi regocijada. De ahí en adelante, yo sabía que iba a estar seguro de sí mismo. Y empezó:
“¿No se le ocurre que acaso usted no haya velado, que tal vez sea por eso que yo vengo a usted como ladrón? Pero voy a ayudarle en sus razonamientos. Usted es un temperamento religioso, tiene respeto por la palabra de Dios. Ahora fíjese bien: si la palabra de Dios le recuerda que El vendrá como ladrón, ¿de qué modo podrá reconocer usted en cuál de los ladrones está Dios? ¿Y si en este ladrón que soy yo, estuviera Dios? No sabrás en qué hora vendré a ti. ¿No puede ser ésta la hora?”. Pensé que, efectivamente, podría ser. Mas, a pesar de todo, me sentí con la calma suficiente como para fingir cierta repentina nerviosidad. Incitado por ésta, Rosales se decidió a tranquilizarme con un ademán generoso. Después, inopinadamente me despidió, no sin antes recomendarme que lo viera al día siguiente, “a fin de hablar —así dijo— de algunos planes que tengo para un futuro próximo, en el que usted podrá convertirse en mi mano derecha”.
En los últimos diez minutos la tensión había sido exagerada, al menos para mis pocas fuerzas, y había llegado a sentirme molesto. De modo que fue un alivio encontrarme otra vez en la calle, sin nadie a quien saludar ni eludir ni reconocer.
Pero en seguida tuve que pensar en Valentina; como última defensa, la deseé. No estaba errado al recurrir a ese deseo. Pero mi cansancio era mayor que mi habilidad para engañarlo y ya no fue posible evitar el careo conmigo mismo.
Él lo había dicho. Yo poseía un temperamento religioso. Un año atrás no lo hubiera creído, pero era así. Ya no podía imaginarme viviendo sin Dios. Hasta el momento de hablar con Rosales, eran para mí innegables el equilibrio y la justicia integral del universo. Por eso debía admitir la posibilidad de varias existencias para una sola alma. Las condiciones favorables o desfavorables en que nacía cada uno, eran para mí el saldo acreedor o deudor de la última existencia. Sí, el hombre se heredaba a sí mismo, y se heredaba a sí mismo porque había justicia. Pero ¿y la cita del Apocalipsis? ¿Había justicia en que tuviéramos que reconocer a Dios entre ladrones? No era tan complicado, sin embargo. Si la palabra ladrón era allí una metáfora, una traslación de significados a través de una imagen (“vendré a ti como ladrón”, es decir, como viene un ladrón, subrepticiamente, sin que nadie lo advierta), entonces la emboscada de Rosales no tenía efecto. El no venía como ladrón sino que era un ladrón, y yo lo hubiera podido matar sin violentar mis escrúpulos ni torturar mi conciencia religiosa.
Se trataría simplemente de eliminar a un Anticristo. Personalmente, prefería esa interpretación. Pero estaba la otra: que el sentido no fuese metafórico sino literal, es decir, que Dios avisara realmente que vendría como ladrón. De ser así, mi concepto de justicia universal amenazaba derrumbarse sin remedio. Si Dios nos enfrentaba a todos los ladrones del mundo para que reconociéramos Quién era Él, dejaba de ser justo, dejaba de jugar con recursos leales; sencillamente, se convertía en un tramposo. Claro que este Dios no me interesaba ni merecía que le amase, y, por lo tanto, aunque Rosales fuese el mismo Dios, también podría matarlo.
Era necesario preguntarse qué remediaba uno con esto. Imposible decir a sus discípulos quién era Rosales. Nadie me hubiera creído. Además, su delito —el del robo, al menos— no podía demostrarse. El único documento que entregaba a cambio del dinero ajeno, era su confianza, y ésta no servía como testimonio. Si yo decidía finalmente eliminarlo, lo rodearían de un prestigio de mártir. Pero acaso esto les ayudase a vivir. Por otra parte, él ya no estaría para destruirles la fe con su realidad inmunda, con ese golpe brutal y revelador que podía convertirlos repentinamente de cruzados del bien en miserias humanas.
Mientras tanto, yo había llegado a la Plaza, a sólo dos cuadras de la pensión. Recuerdo que me senté en un banco; apoyé la desguarnecida nuca en el respaldo y miré hacia el cielo, por primera vez en varios meses. Entonces me sentí aplastado, inocente, infeliz. Comprendí que estaba a punto de llorar, pero también que iba a ser un llanto vano, que nada me haría adelantar en la busca de una escapatoria. Estaba todo demasiado claro; no había excusa posible.
No quiero relatar cómo lo maté. Decididamente me repugna. Resultó en realidad más atroz que lo más atroz que yo había imaginado. Me esperaba para hablar del futuro… Pero su futuro no existe ya. Lo he convertido en una cosa absurda.
Dicen que su gente creyó reconocer una última bendición en su boca milagrosamente muda, felizmente sellada por mi crimen. Cuando me interrogaron, no tuve inconveniente en confirmarlo. Entonces me pidieron que les transmitiera exactamente sus palabras finales. En realidad, sus palabras finales fueron tres veces “mierda”, pero yo traduje: “Paz”. Creo que estuve bien.
(1947)
Leído en http://www.loscuentos.net/cuentos/other/2/7/57/
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