Cuando termina el Mundial, los aficionados nos sumimos en la melancolía de enfrentar una realidad sin goles. Después del domingo de gloria, padecemos el síndrome de abstinencia de quienes dejan un vicio. ¿Qué metadona nos repone de la heroína del futbol?
Pensar en los partidos que nos depararán las ligas es un magro consuelo para la pérdida de las emociones mundialistas. Tampoco sirve de mucho evocar las proezas con detallada nostalgia, repasar con irritación los momentos decepcionantes o reconocer que a fin de cuentas el gran ganador fue la FIFA.
Ningún paliativo suple a la costumbre de organizar la semana en función de los partidos. Para colmo, terminada la gesta, el próximo Mundial queda demasiado lejos: ¿en qué condiciones llegará nuestro corazón a Moscú 2018?
Para compensar la falta de estímulos emocionales conviene practicar un ejercicio espiritual. Lo decisivo no es reconciliarnos con un deporte donde los árbitros se equivocan tanto y los astros no siempre chutan al ángulo, sino con nosotros mismos. A fin de cuentas, lo mejor del futbol son los sentimientos que le entregamos.
El destino es el más caprichoso de los guionistas. En ocasiones inventa tramas insólitas y en otras pierde la oportunidad de lucirse. En Brasil 2014 estuvo a punto de cuajar una historia que ya sólo puede existir en nuestra mente.
Todo empezó hace más de diez años. El periodista argentino Pablo Silva se mesaba los cabellos ante la falta de respeto que los jugadores tienen por la legalidad. Con los años, el futbol se ha convertido en un pretexto para hacer trampa. Numerosos histriones se tiran en el área para simular un penal, otros reciben un empujón en la espalda y se cubren la cara como si les hubieran arrancado la nariz; casi todos los defensas jalan las camisetas enemigas en los tiros de esquina, y las barreras tienen tendencia a no respetar la distancia de 9 metros con 15 centímetros que indica el árbitro.
Este último problema causó un perjuicio personal a Silva. Participaba en un partido amateur cuando el silbante marcó un tiro libre a favor de su equipo. Pablo y los suyos iban perdiendo por un gol. Era la oportunidad del empate. Como tantas veces, la barrera hizo lo que le dio la gana, Pablo cobró la falta y el disparo acabó en el estómago de un rival.
Indignado por la afrenta, Silva se propuso encontrar un remedio. Poco después diseñó un recurso para aportarle al juego un poco de justicia: un aerosol capaz de señalar dónde debe colocarse el muro defensivo y de desaparecer segundos después de cobrada la falta.
Los grandes inventos suelen tener muchos padres. Desde que la servilleta se atribuyó a Leonardo Da Vinci, no han faltado los envidiosos ni los eruditos que pongan en duda esa autoría o reclamen para sí el honor de haber ideado el tenedor, el alfiler o la tijera.
En el caso del spray arbitral, no hay duda de que Silva ha sido decisivo para promover su aplicación (primero en la liga argentina, luego en la Conmebol y en la Libertadores). En 2002 mostró su utilidad en un partido, lo patentó con el nombre de “9.15” -por la distancia que debe garantizar- y lo defendió con la rica adjetivación que el periodismo deportivo argentino ostenta desde los tiempos en que el legendario “Borocotó” animaba las páginas de El Gráfico.
Brasil 2014 fue el primer Mundial con aerosol. Pablo Silva se vio vindicado en las canchas planetarias. Curiosamente, su invento pudo haber sido más importante para la selección albiceleste que la cercanía del Papa Francisco con Dios.
El archirrival de los brasileños llegó a la final contra Alemania, permitiendo que Lionel Messi llamara a las puertas de la consagración definitiva. Con total oportunismo, el destino hizo que la última jugada del partido fuera un tiro libre a favor de Argentina. El mejor jugador del mundo se encontró en la misma situación que Silva enfrentó muchos años atrás: podía empatar con un disparo.
El árbitro Rizzoli, de pobre actuación, sacó su spray. La distancia de los 9.15 quedó garantizada. La idea de Silva podía beneficiar a su país en la agonía del partido. ¿Había trama más perfecta?
Justo entonces la épica se dio de baja y el 10 argentino mandó la pelota a las gradas de la desesperación. Hay veces en que el destino no sabe escribir una historia.
Para eso queda la literatura.
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=250826
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